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MoscasMoscas

Moscas cruzando las aguas; moscas acosando a las monjas; moscas cagando las mesas; moscas besando las calvas; moscas oliendo las mierdas; moscas aturdiendo a los santos...

Salen las moscas del cuadro y se dispersan por el prado. Van de flor en flor cargando su primavera plena.

Luego comienzan las moscas a aprestar sus alas; se soban las patas; se frotan los ojos y, con la luz de la mañana, salen a escena. Las moscas tras las moscas y un paisaje descubierto.

 

I

En un tablón un gran pescado atrae a una mosca azul. Se posa sobre el ojo abierto y empieza a lamer la membrana. El ojo del pescado se torna azul y regresa, momentáneamente, al mar de donde vino. La mosca no le teme al mar, ni a su vaivén. Continúa lamiendo el ojo con total dedicación. Las olas revientan cerca del tablón y un buen número de gotas salpican las alas de la mosca. Ella las sacude y de repente la cabeza del pescado se sumerge en un gris que quiere ser circunstancial. El ojo del pescado se abre con desmesura. El tiempo marino se estabiliza en él.

La mosca azul da una vuelta y queda frente al lente de la curiosa cámara fotográfica. El ojo del pescado se cierra y se abre de manera intermitente. El diafragma de la cámara lo secuestra y la mosca azul queda danzando dentro de la órbita vacía.

 

II

Afloja la mosca a la fruta que desde hace rato devora. No oye el vuelo de otra mosca más grande que se aproxima y la aplasta. La mosca más grande se da a la tarea de chupar la fruta. Le extrae el jugo y lo hace pasar, sin preámbulo, a su estómago. La mosca grande siente a un moscardón a sus espaldas. Ella trata de cerrar la boca para que no entre ninguna semejanza y muere como insecto ingenuo en la mitad de su ilusión.

El moscardón ni salta de alegría, ni papa moscas ajenas. Si él espanta moscas tendrá trabajo en abundancia; si las atrapa, carecerá de jaula. Alguacil de moscas el moscardón quiere ser y unirse al conjunto de los insectos capturadores.

El moscardón se escurre en lo albo del día y detrás de su nombre un signo doméstico crece y promete.

 

III

Moscas de todo tipo colmaban la oscura letrina. Si de improviso se abría la puerta, los escasos rayos de luz solar que lograban ingresar empujaban hacia un rincón al conglomerado de moscas.

El viejo llegó a la letrina con urgencias de evacuar las tripas. Las llaves que traía colgadas de la pretina tintinearon como para abrir el espacio. Las moscas se pusieron en guardia. Al viejo por poco no le da tiempo de bajarse los pantalones. De las ventosidades iniciales pasó al desahogo violento del vientre. Las moscas parecían aguardar ese momento y empezaron a acosar al viejo para que se marchara. En su desespero, el anciano trató de subirse los pantalones, pero no tuvo cuidado y las llaves fueron a caer al fondo del hediondo agujero. El viejo se llevó las manos a la cabeza, profundamente afligido.

Las moscas descendieron, en remolino, hasta donde estaban las llaves y mientras el anciano buscaba una linterna y una vara con gancho para rescatarlas, las moscas revolvieron el excremento y las ocultaron.

Regresó el viejo y sus esfuerzos resultaron vanos. Las llaves se hundieron aún más en el pestilente fondo y, acaso, en pocos minutos sirvieron para abrir las puertas del infierno que el viejo intuyó bajo sus pies.

 

IV

La mosca de la fruta parece una mosquita muerta, pero mejor es no equivocarse con ella.

Los higos maduros y jugosos los dejó la abuela en una bandeja que colocó sobre el alféizar de la ventana por donde penetraba la luna. Las gotas de néctar les brotaban a los higos por las hendiduras de la piel y los destellos de luz los traspasaban y emergían luego del otro lado, lustrosos y abigarrados. Aunque un hilillo de púrpura intenso se hacía notar por encima de los otros.

Fue a través de ese hilillo purpúreo cómo la mosca de la fruta se deslizó hasta la bandeja y se instaló allí dispuesta a vaciar a los higos con una tenacidad recién adquirida. Yo, en contra del criterio general, afirmé que esa no era una mosquita muerta y me propuse demostrarlo.

Oprimí a los higos hasta dejarlos exhaustos y entonces, la mosca de la fruta al verse descubierta intentó una discreta retirada. Mas debido a que ya estaba ebria y con la panza abombada, perdió pie al retroceder, se cayó desde lo alto del alféizar y se mató. “Ahora sí es una mosquita muerta!”, grité yo, al tiempo que me metía un aplastado higo en la boca.

 

MoscasV

La mayor cantidad de moscas se apretujaba en los establos. En los chiqueros también había, pero convivían en paz con los cerdos, no se notaban.

Las moscas de los establos sí que eran insectos obstinados. Picaban sin piedad, ni límite de tiempo, a las vacas en las tetas y a los toros en los cojones. Los mugidos de angustia y dolor nos atraían. Con improvisados matamoscas hechos de ramas secas intentábamos alejar a las moscas, golpeándolas. Causábamos más daño en las vacas y toros que las mismas moscas. Veíamos con pánico cómo les hacíamos sangrar las ubres y los testículos llenos.

Por la noche teníamos horribles pesadillas. Nos contemplábamos siempre obligados a tomar grandes recipientes de leche ensangrentada y a lavarles los cojones a los toros con agua de azahar y miel, mientras infinitas nubes de moscas nos trinchaban los muslos.

 

VI

La mosca penetró, aparentemente de manera inadvertida, en la cabina desintegradora y transportadora de materia a distancia. El científico ya estaba adentro y pulsó el botón que iniciaba el proceso. Cuando salió por la puerta de la otra cabina en la sala anexa, su cabeza había sido reemplazada por la cabeza de la mosca, aunque agrandada con exageración. La propia cabeza del científico, minúscula, andaría medio sujeta al endeble cuerpo de la mosca.

Aquella historia vista en blanco y negro por televisión me persigue desde entonces. Doquiera me encuentro, tomo muchas precauciones a la hora de sentarme, no vaya a estar la mosca con la cabeza humana posada sobre una silla, banco o sofá y la aplaste con mi peso. ¡Sería terrible! El pobre científico no podría recuperar nunca su testa y debería alimentarse para siempre succionando líquidos linfáticos u otros licores sanguinolentos.

Menos mal que el científico decidió quedarse encerrado en el sótano de su laboratorio y allí voy a visitarlo con frecuencia para conversar acerca de historias extrañas e imposibles.

 

VII

Aquel hombre había logrado una hazaña: domesticaba moscas silvestres para que sirvieran como señuelos a la hora de pescar con caña.

Él las criaba con mucho esmero desde que eran unos inofensivos gusanitos. Los alimentaba con vitaminas que los hacía desarrollarse rápidamente y pasar a la etapa de insectos alados. Pero él había conseguido el modo de atrofiarle las alas y por eso sus moscas no podían elevar vuelo, teniendo que movilizarse a saltos. Luego las entrenaba para que aprendieran a permanecer largo tiempo bajo el agua, guindadas de la punta de un anzuelo y ejecutando piruetas que pudieran atraer a los peces.

Sus moscas ganaron amplia fama y lograba venderlas a muy buen precio. En raras ocasiones, la mosca era atrapada por el pez y sólo no subía a la superficie y se dejaba caer hasta el fondo del lago o río cuando ya sus fuerzas estaban agotadas.

 

VIII

Cuando llegamos ante la ventana de calle, abierta de par en par, ya había una gran cantidad de curiosos aglomerados, quienes se empujaban para mirar al cadáver de la anciana sobre la cama. Estaba rígida, con un rictus grotesco en sus labios. Había quedado observando al techo y sus manos levantadas y crispadas sobresalían como en un último esfuerzo por asir el aire.

Nos abrimos paso a codazos y contemplamos a nuestro primer cadáver. No fue tanto la risa sardónica lo que más me impresionó, sino la variedad e increíble porción indeterminada de moscas verdes que rodeaban al cadáver y al lecho donde yacía. Si una de aquellas moscas se movía, el conjunto se movía con ella y producía un zumbido de motor eléctrico encendido.

Más y más curiosos, sobre todo niños, fueron apilonándose frente a los barrotes de la ventana y ya parecían moscas, aunque grisáceas o amarillentas.

De pronto, se escuchó una sirena y vimos llegar a un jeep sanitario. Descendieron dos hombres vestidos con batas blancas. Sus manos estaban enguantadas y cubrían sus rostros con máscaras antigás. Ingresaron al dormitorio donde estaba el cadáver y comenzaron a fumigar. Miles y miles de moscas verdes salieron en estampida por la ventana. Muchos niños cayeron al suelo, desmayados. Yo no logré imaginarme dónde habían estado escondidas tantas moscas. ¿Tal vez bajo la cama? Le di un postrero vistazo al cadáver: el rictus sardónico había desaparecido de su boca y ahora manifestaba una franca mofa.

 

IX

El documental me mostró cómo unos extraordinarios peces cazaban moscas lanzándoles un chorro de agua con la boca, al tiempo que ellas atravesaban volando el hábitat de los peces.

Yo me propuse imitar a esos insólitos peces y comencé a entrenarme bajo el agua de un estanque. A pesar del tiempo transcurrido (unas tres semanas), los calambres y los resfriados sufridos, no lograba ni siquiera expulsar un mínimo chorrito de agua. Las moscas se juntaban por encima de mi cabeza, burlonas, y me dejaban caer sus cagarrutas. No hallaba la manera de mantenerme a flote, con sólo la boca fuera del agua, para así dirigir el chorro de agua hacia arriba. Me esforzaba, pero no encontraba solución a mi dilema.

Una noche, mientras dormía, resolví el problema. Al día siguiente puse en práctica el método.

Me levanté temprano. Fui al estanque y vi a la nube de moscas flotando sobre él. Me sumergí con sigilo y nadé subacuáticamente hasta ubicarme debajo de las moscas. Arranqué una caña de carrizo del fondo y la corté con los dientes a la medida apropiada. Me metí un extremo en la boca y saqué el otro extremo un poco fuera del agua. Así fui derribando, una a una, a las engreídas moscas. Ellas nunca lograron explicarse de dónde salió la serie de chorros de agua que las abatió con tanta pericia y precisión.

Dentro de poco produciré mi propio documental para competir en los festivales internacionales de cazadores inauditos de moscas.

 

X

El nuevo Señor de las Moscas se apareció con ruidos de petardos y el rostro embadurnado de grasa y colorantes. El Señor de las Moscas de esta época fatua se hace acompañar de un cortejo de zumbantes alas.

Las moscas de ese Gran Señor revolotean sobre los festines, donde las momias parecen importantes personajes de indiscutible brillo. El Señor y sus imprescindibles moscas inspeccionan las ciudades y sonríen ante las vitrinas que esconden los basurales del diario acontecer.