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Mujer sobre la línea horizontal del recuerdo

Ilustración: dibujo de Nelson Jovandaric

Dibujo de Nelson Jovandaric

1

Misterio de su cuerpo
revelado
en el magma instantáneo
del deseo.

(El chocolate chorreaba
por los pliegues de sus labios
como una cancioncilla de la umbría).

A lenta velocidad
recogía sus fluidos
que sabían a frutas robadas
y me sumergía en ellos
al amparo de la humedad.

Misterio de su cuerpo
reflejado
sobre mi sudor
con trasfondo de cuervos en vuelo.

 

2

Las nubes anunciaban
en un cielo indefinido
su voz que me merecía.

Era magnífico
el descanso que prodigaba
a mi piel
mientras el mes del engreimiento
bostezaba con impenitencia.

No olvidaré jamás
el esparcimiento de su clítoris
bajo el cielo ya inmodificable.

 

3

Su insólita desnudez
en la línea frontal del mundo,
el umbral de la puerta.
La danza de sus senos
originaba siluetas en el aire
y lograba trasponer a la luz
hacia otros rincones de la noche.

La conocí demasiado bien
y ahora ayudo a mi memoria
a difundir su figura
entre el esquema de las cosas
que la acompañaban durante el sueño.

 

4

Ninguno de aquellos nombres
regados por el piso
era el suyo ni ningún otro.

Ya la mala fortuna
la colmaba de manera
harto salvaje.

Alguien le echaba la culpa
por los pésimos amuletos
que colgaban de las ventanas
de su apartamento de segunda.

Cortaba sus cabellos
con extrañas tijeras
y luego me hablaba al oído
de las primas de olores putanescos.

Al mirarse en el espejo
se sorprendía cantando
una balada que favorecía
el crecimiento de los fantasmas.

 

5

Dormida entre las rosas
se hería adrede las mejillas
y con el canto ronco de los gallos
invocaba a una santa
que curarla no podía.

Toda aquella farsa
parecía demasiado real:
se la escuchaba hablar de amores
mientras repiqueteaban las campanas.

Las noches la azotaban fiero
con sombras de látigos.
Ella danzaba indemne
y buscaba una atávica postura.

Su cuerpo se calentaba
con el brasero invertido de las estrellas
y en el posible escape hacia la vía
abandonaba una hilera de chillidos.

Dentro del silencio mayor
se agrandaba su silencio.
Las moscas revoloteaban sobre su miel
y un brillo locuaz bajaba hasta el piso
y la increpaba brevemente
por el fuego, el viento y las hojas desperdiciadas.

 

6

Ella deseaba recordarme
y yo la deseaba sin recordarla.

Por la ventana me gritaba:
“¿Es esto lo que tú quieres
que yo convierta en canción?”
y se señalaba el feo ombligo.

Mi alma rebotaba en su caja de sonoridades
y yo me levantaba
con el tiempo de las acciones.

Yo apenas recuerdo
que ella porfiaba por mirarme
mientras mis pantalones
se desplazaban sin vergüenza
por la habitación que sucumbía.

 

7

Estaba escrito:
su canto fue siempre pobre y doloroso.

Cantaba para asesinar las noches,
oler sus cadáveres de pescados
y estabilizar la fe con tequila.

La interrogaba:
“¿Qué esperas al fin tú?
¿Un amor de locos?
¿Un molino entre la niebla?”

Me respondía con un ritmo de su culo
y la recurrente canción que estallaba.

“Estaba escrito”, pensaba yo
y no encontraba cómo rascarme la cabeza.

¿Para qué quería ella hablar de amor?
Si lo repartía entre muchos hombres
y no iba a la zaga de Mesalina.

Estaba escrito:
su voz se perdió en el anonimato
y ni en los bares quedó vestigio.
Estaba escrito
y no fue posible obviarlo.