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Los murciélagosLos murciélagos

Texto y dibujo: Wilfredo Carrizales

Ocurre, con demasiada frecuencia, que erróneamente les llaman “muérdagos” o “muérganos”. Ya ellos están hartos de esos insistentes “mucílagos” y aunque reconocen que los franceses aciertan al denominarlos “ratones calvos”, no les falta razón para querer ser, en definitiva, vampiros de las noches voladoras.

Las imágenes de los murciélagos entraron temprano en la iconografía del mal, pese a que para los chinos planean enlazados a la felicidad.

Jamás disponen ellos de fuerzas remanentes y sus orejas captan, en plena oscuridad, el sonido del desplazamiento de las mariposas a gran altura o el movimiento sigiloso de los peces abisales.

Aprendieron a supervivir colgados cabeza abajo, sin que el fluido de la sangre al revés les altere los nervios ni los planes inmediatos. Suspensos de sus patas usan capas negras para abrigarse de los misterios que no asimilan.

El asilo momentáneo del sol les recuerda el hambre atrasada. La sacian en las bayas descuidadas, en los lóbulos de los cerdos capones o en el zumo azucarado de las plantas de los pantanos.

Adquieren los murciélagos el aprendizaje del vuelo a las pocas horas de nacer. Maman de las tetas lo esencial y lo demás lo obtienen dando volteretas en el cielo.

Falsamente los han acusado de propugnar brujerías. Aún son quemados y el estigma de la herejía lo llevan en sus narices planas.

Las mujeres dan alaridos cuando los descubren revoloteando en las habitaciones. Se santiguan y, con el mismo palo con que golpean a sus maridos, matan a los pobres mamíferos alados y a sus vocales insertas.

Esas lecciones de asesinato se propagan entre la población infantil. Armada con hondas cargadas con clavos ejecutan a los murciélagos en sus madrigueras. Los cadáveres realizan su último vuelo guindados en las puntas de varas.

Los murciélagos tratan de protegerse en las iglesias, pero allí hay demasiados santos congregados. Los sacristanes tocan a rebato y los “ratones calvos” caen al piso aturdidos y los feligreses los rematan.

El horrible aspecto de los murciélagos no tiene relación alguna con su alma generosa y dadora de beneficios y bondades. Si hay que fustigar su figura comiencen por el modelo que le sirvió al Señor para su creación.

Los murciélagos toman el agua directamente, en vuelos rasantes, de las corrientes de los ríos. Ciertas veces se llevan prendida de los labios a alguna sardina dormida.

Huyen de las chimeneas los murciélagos, aunque pertenezcan a casas o edificios abandonados. La visión del humo y las fogatas está muy metida dentro de su memoria que tiembla y se agita sin cesar.

Los espejos atraen con poderosa fuerza a los murciélagos, sin que se sepa la verdadera causa. Tal vez se deba al deseo de verse duplicados y así perpetuar la especie.

Contra todo pronóstico, los murciélagos continuarán remontando los espacios y el movimiento de sus alas quedará estampado a ambos lados de la frontera que comunica la vida con la muerte.