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Niñerías

Textos y dibujos: Wilfredo Carrizales

I

Niñerías

Ampliamente agradecido con mi niñez que se desenvolvió entre soldados y marinos de plomo que formaban decurias y con probabilidad se perdían en menores ligazones, lejos de las guerras. Antes de las lluvias regresaban (de repente o gradualmente) y algunos venían convertidos en actores y llamaban a las cosas con nombres que nunca habían sido usados.

Ansioso yo recordaba los ambientes y tempranamente ubicaba las escenas rurales. Mis estudios sobre botánica marchaban a buen paso. Poseía muchas estampas compradas en los mercados. Aquellas pinturas me mostraban terrenos que famosos pintores o dibujantes habían visto con otros ojos. La posibilidad de que me sugiriesen viajes dependía del factor suerte o de algún aviso que informara, directamente, de la hora de la partida de los trenes y de la profundidad de las vías y de su amplitud. Ciertos animales disecados me servían de confidentes y ellos usaban a conciencia los instrumentos para medir que debíamos emplear ulteriormente.

El campo de mis actividades exploratorias estaba justamente en el tope del subsuelo y allí y acullá el agua brotaba debajo del barro y mojaba mis pies y arrastraba hojas podridas sobre cuya superficie podían verse las nervaduras con sus bellos trazados iluminados por la alborada. Mi riqueza era tal que maduraba hasta los establos de las vacas esbozadas encima de las paredes.

Cerca siempre había limones; cerca quedaba el centro de todo. Lejos estaba ubicado el borde, la frontera que no se movía ni con el transcurso de las semanas. Era obvio que yo aguardaba una respuesta que se perdía quién sabe dónde.

Por entero cromaba unas líneas que me sirvieran para aceptar más rápida y fácilmente la conveniencia de las encrucijadas y el itinerario que las estaciones motivaba para que desplegara esperanza y un alto resplandor en la copa de los árboles.

 

II

Muchos de los agentes patógenos que me acosaron provenían del norte de mi escondite preferido. Ahí yo vivía como en una villa abierta a todos los costados y tenía un puerto cercano que era parecido a una boca que soñaba. Es posible que haya sido en esa guarida donde comencé a dialogar con las arañas y donde empezaron a visitarme las lagartijas. Mi villa abierta era parte de una provincia más grande cuya popularidad se debía a la picardía de sus habitantes. Se rumoreaba que ellos conocían más de noventa baladas diferentes y que las cantaban mientras arrojaban rosas dentro de unos envases ablusados. También existía la memoria de la muerte de medio millón de hombres en una batalla por la posesión de unos sombreros.

Con una plomada de mi abuelo el albañil determinaba la verticalidad de mis elucubraciones constructivas. Por todas partes aparecían “collages”: maderas con dibujos de frijoles y manos que semejaban aves volando en pos de un viento marino inexistente y ruedas con ángulos casados bajo palios de papel periódico y cuchillos que cortaban la simetría y modelaban barcos de cartón para navegar por impredecibles bellezas de la geometría.

 

III

Niñerías

Nadie sabía cuánto trabajaba yo desde que salía el sol y asumía una decisión de observar a los pájaros que se desplazaban por las distintas enramadas. Mi información estaba basada en adecuada recopilación de datos, intuición y contingencias. Aprendía con los rudimentos que tenía a mi alcance y acaso con la práctica que me brindaba la curiosidad.

En algunos eventos los pájaros quedaban colgados de las patas, cabeza abajo, y hacia allá iban las piedras arrojadas con horquetas y sus tirantes de goma. No comprendía a cabalidad la estructura de mi maldad, aunque sentía especial exultación que me divertía.

Es posible que el curso básico de mi carácter haya iniciado su derrotero entonces. El sentido de una autoridad individual me arropaba y un consenso de fuerzas extrañas me impulsaba a voluntad.

Debajo de un enorme árbol de níspero tragaba tomates, cotufas y papas fritas y percibía que a mis pies el terreno crecía y se comprimía por momentos. Mis dedos señalaban los tiempos que mutaban bruscamente del amarillo al castaño, como de la superficie de un pudín a la piel de un pastel.

 

IV

Muy temprano seleccioné mis plantas privadas. Las concentraba en recipientes de hojalata y las alimentaba con preparados sumamente nutritivos. Me impresionaba sobremanera encontrar a los coliflores dentro del refrigerador: ellos me manifestaban una configuración y una disposición del blancor que me desconcertaba y que me impedía comerlos cuando me los servían hervidos en sopas.

Al comienzo, yo me escondía cuando venían visitas a casa. Frecuentemente me ocultaba dentro de algún cajón y desde allí me dedicaba a describir con la imaginación, basado en las voces de los visitantes, los rasgos que tendrían los importunos personajes. Algunas veces hasta llegué a esbozar con tiza las posibles facciones de los seres que me obligaban a la forzada reclusión.

En algún momento abandonaría aquellas prácticas de ocultamiento y borroneos. Sin sacrificio me atreví a verles las caras a las asiduas visitantes y descubrí que sobre sus epidermis no había verdades. Entonces me prometí estar contra el cielo y tomé ventaja de mi posición como espécimen rebelde y a la menor ocasión irrumpía con gritos y destemplanzas y lograba focalizar la atención en mí, aunque fuese por breves instantes.

Generalmente le huía al sol y a su labor que no exaltaba las sombras. En los días grises me arrellanaba a mis anchas encima de un viejo sofá y me complicaba la vida inventando un mundo sólo poblado por entes de la umbría.

Tal vez me preocupasen ciertas prioridades cotidianas como bañarse o dormir, pero la variedad de mis quehaceres ponía la nota clave en todo aquel conjunto. Acaso mi genio en prematura época ya pertenecía a los miembros de la cofradía que únicamente vivía para saltar, ovillarse y divertirse. La duda no me preocupaba en lo absoluto y el naturalismo de los acontecimientos me persuadía a ir adelante.

 

V

Niñerías

Unas cuantas docenas de improvisados jugadores se allegaban a mi amplio patio. Incluían a niños revoltosos, algunas veces sucios y las más de las veces gritones y pendencieros. Les gustaba lanzarse al suelo y rodar como peonzas. Eran los vivos retratos de la desidia y el abandono.

Algunos de ellos sucumbieron ante el destino emboscado. Murieron aplastados por camiones, ahogados en canales o matados mientras robaban legumbres en los sembradíos de los portugueses. Sin embargo, después siguieron viniendo al patio, especialmente de noche, ensabanados y ululando. Otras veces se asomaban encaramados sobre las copas de los árboles y daban aspecto de retozar infinitamente.

Raramente me hacía amigo de aquellos rapaces que parecían escapados de un infierno incógnito. No me reconocía en ellos y los sabía potenciales enemigos dispuestos a despojarme de mis juguetes y a competir conmigo por las caricias que ya prodigaban a diestra y siniestra las niñas más sagaces y avispadas. Un beso de aquellas niñas inmortalizaba para siempre.

 

VI

Entonces en algún momento cometí el error de creerme rey de un séquito de seguidores anticipados y contumaces. Yo los divertía con las lecturas de mis libros de fábulas y ellos pronto se familiarizaron con esos ejercicios de fantasías. Cuando me negaba a leerles me extorsionaban con guayabas y granadas y luego contendían por sentarse lo más cerca de mí para no perderse ni un ápice de las narraciones.

Creo que con la posición de falso rey vino un renacimiento en mi existencia. Probé el pan duro y el vino azucarado a propósito y consumí alimentos magros con artística resonancia intuida.

En el este del patio me granjeaba la amistad de unas pollas que vivían encerradas. Les daba de comer frutas y pedacitos de pescado y al final del verano me regalaron abundantes huevos.

(En una ocasión descubrí a un calvo que me espiaba desde un nicho. Hedía a licor fermentado y esa esencia impregnaba sus ojos y le hacía destilar burlas y sarcasmos. Indudablemente era el diablo, pero yo no se lo comenté a nadie).

El tedio nunca planeó por sobre mi cabeza. Un derroche de energía me elevaba a cada momento y yo asimilaba la proyección para ir juntando fuerzas para los acontecimientos mayores que se insinuaban con sus siluetas de guardianes de las formas.