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Noctívago y de cacería

Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

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Noctívago y de cacería

La medianoche se desenrolló, a su manera plena de pausas, a todo lo largo de la calle antigua remozada. Una bicicleta solitaria esperaba bajo un farol a su compañera retardada. Las almas eran sombras o parte de ellas o se arriesgaban a camuflarse en la penumbra con el peligro de que las pisásemos. No se veía a nadie transitando, pero en algunas casas o establecimientos habían bombillos encendidos y la luz llegaba, a través del cristal de las ventanas, hasta nuestras pupilas curiosas. Una pareja de policías nocturnos se ocultaba detrás de un árbol y a nuestro paso dejaron ver sus rostros lampiños y magros, tal vez para amedrentarnos. Les di las buenas noches y se miraron desconcertados y nada respondieron.

Junto con Jorge Hou me había hecho el propósito de recorrer la extensa calle, de sur a norte, y probar si podíamos cazar algo o ser cazados nosotros. De vez en cuando, el ruido de una motocicleta trataba de imponer su vicisitud al silencio, mas no lo lograba y nuestra errancia se tornaba más misteriosa, asida a lo desconocido y al azar poco perturbador.

En algunas residencias, casi completamente demolidas, se podía escuchar el rumor de la obligada partida de sus habitantes ahora ausentes. Atisbé por los huecos de las ventanas y mi mirada recogió zapatos con calcetines adentro, prendas de vestir, ropa interior femenina, ollas y cestas. Todo parecía el resumen pormenorizado de una situación de emergencia detenida en el tiempo y a la espera de una burocrática orden para terminar de huir y desaparecer.

 

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Noctívago y de cacería

Conversábamos en un puente, mientras mirábamos el firmamento y tratábamos de ubicar ciertas estrellas de buen augurio. Vimos llegar a una atractiva muchacha, vestida con corta falda, montada en una motoneta. Detuvo su vehículo en la casa aledaña al puente. Nos lanzó una ojeada escrutadora e insinuante y tocó la puerta de la casa. Otras dos muchachas, en camisolas para dormir, salieron a recibirla. Las tres nos escrutaron unos instantes y riéndose penetraron a la vivienda. Le dije a Jorge: “Parece que hay cacería” y éste esbozó una pícara sonrisa aprobatoria. Nos movimos hacia la casa y nos paramos a escasos metros de la fachada. Uno de los postigos de la ventana se medio abrió y atisbamos cuatro rostros que nos cataban y cuchicheaban. Jorge avanzó hasta la ventana y el postigo se cerró con apremio. Casi de inmediato la puerta mostró una abertura y por allí se asomó la cabeza de la muchacha que había venido en la motoneta. Jorge la abordó y empezaron a platicar desaprensivamente. Mientras se indagaban con reciprocidad, la muchacha me señalaba y me hacía gestos para que me acercara. La complací y me situé al lado de Jorge. Me preguntó si yo era extranjero y le respondí que estaba emparentado con los habitantes del Turkestán. Abrió más la puerta y me invitó a pasar. Adentro estaban sentadas, en un sofá gastado, las otras dos muchachas y una mujer madura. Me excusé diciéndole que andaba errante y no me interesaba internarme en esa estación. La mujer madura mostró una forzada sonrisa y trató de convencerme de que en el interior la pasaría muy bien. Me retiré a la cabecera del puente y dejé a Jorge negociando su entrada. Cuando a la media hora emergió venía malhumorado y echando pestes. No indagué la razón, pero con certeza lo habían cazado y desplumado.

 

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Noctívago y de cacería

En un sector más oscuro de la calle atrajo mi atención el ruido de las fichas de mahjong al golpear repetidamente sobre una mesa. La luz que provenía de un bombillo encendido haló mi interés. Mi vista penetró hasta el fondo del local comercial iluminado. Cuatro mujeres de mediana edad se afanaban en ganar las partidas y el dinero de la apuesta. El tiempo parecía no transcurrir para ellas. Se agitaban y lindaban en los gritos frente al foco luminoso y sus sombras se alargaban hacia afuera, se movían residualmente, se recortaban y regresaban a por sus dueñas.

Me adosé a la pared ennegrecida por la noche y traté de captar acerca de lo que hablaban las jugadoras empedernidas. Jorge me espiaba en cuclillas desde un observatorio distante. —Mi marido continúa caminando en círculos y las monedas no fluyen como es debido. —¿Por qué no se trepa sobre el dragón verde y gana honores? —Sospecho que ya no distingue el este del oeste y no sabe recoger a tiempo las flores de su punto cardinal. —El reloj como que está caminando al revés. (Risas). —A veces me pongo caprichosa y le desordeno la cama y lo convierto en un mapa de maniobras. —Yo creo que se debe llevar una vida más simple, sin tantas preocupaciones. —Las monedas caerán a los platos en el momento menos esperado. —¡Ah, quién tuviera el aguante del bambú! —No podemos ser transparentes todo el tiempo. —Sí, pero el cielo nos vigila continuamente. —Vamos a poner más atención a las reglas del juego. —Ahora yo poseo el viento dominante y el próximo episodio doméstico será de una validez inusitada. —¿Tu marido no andará de ronda? —Si tal cosa hiciese lo sentaría desnudo en la calzada. (Risas y estruendo de objetos al caer). La noche nos ganó todas las partidas. —Levantemos una muralla y lleguemos hasta el amanecer. —Los gallos nos protegerán...

 

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Noctívago y de cacería

De casi cada rincón emerge de improviso un gato. Cruzan raudos frente a nosotros y se pierden en el próximo recoveco. Esos felinos son los verdaderos dueños de la calle anochecida y fantasmal. Se mueven con la vivacidad de un espíritu embellecido por las sombras. No se exponen demasiado a los peligros y crean una estética de la velocidad acompasada.

Yo atrapo a los gatos para el futuro, para que su pasado sea evanescente. Sé de sobra que ellos pueden cazarme y convertirme en su presa, pero como los respeto y no les temo nos ajustamos a la perfección. Ellos calculan sus tácticas y yo las intuyo y los detengo con el lente. El fenómeno siempre resulta novedoso para mí. La existencia de los gatos en las calles oscuras surge con la maravilla de una vida propia y autónoma.

Si nos remitimos al gato blanco que escapó, siguiendo la línea de una cuerda extendida a poca altura, hasta deshacerse en el reflejo del farol de la calle, entonces plenamente estaremos en capacidad de creer que en un acto instantáneo como aquel, la creación surgió ante tus ojos y fue imposible describirla en su momento y con elementos adecuados.

Los gatos requieren proporciones cosmogónicas que los agiganten y que les permitan la vecindad ubicua de un vivir en libertad. Sus maullidos y sus antojos me reconcilian con la medianoche y me incitan a filosofar acerca del mandato de su existencia y el encuentro nada fortuito con sus siluetas.

 

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Noctívago y de cacería

Me topé al pequeño armario en proceso de ser reparado. Su soledad y sus secretos, de inmediato, los hice míos. No para usarlos como recuerdos, sino como materiales para constituirme una pasión por esos muebles en cuyas gavetas cabe la posibilidad de encontrar retazos de mundos irremediablemente desaparecidos.

De haberme atrevido a abrir sus puertas de par en par otro tipo de cacería se hubiese iniciado: monedas que se lograron por aplaudir, fundamentos escritos sobre hojas de papel miserables, juguetes concebidos para la duda de la niñez, imperios en miniatura, nimiedades, ingravidez de conceptos y tradiciones...

Aquella alacena —llamémosla así, por elemental cortesía— me otorgó una sensación poética, un sentido de pesadumbre nada ociosa y rústica elegancia. Importa poco quién la abandonó allí. Ella me sorprendió; el sorprendido real fui yo. Venía fatigado y su presencia me estimuló. Acaso debido a que la noche repartía sus funciones y a mí me tocó la de observante sin hacerme notar en demasía.

No necesité otorgarle luz a la alacena. Su enhiesta figura emanaba un brillo que recordaba las alas de un pájaro de lignito. La dignidad de sus años contrastaba notablemente con el abandono de la pared que le servía de fondo y protección. Me habitué pronto a la emoción que su personalidad provocaba en mi espíritu. Me adherí a su femenina concentración y proseguí mi errancia a lo largo de la calle que se incrustaba en mí con sus alardes de soluciones clásicas y afectivas.

Wuxi, provincia de Jiangsu, China. Abril 20 de 2009.