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Las paredes son monstruos

Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

I

Las paredes son monstruos

Las paredes son monstruos que hipnotizan a quienes pretenden vigilarlas. Las paredes no sólo oyen, también elucubran, espían, gritan y se desentienden del ajetreo humano con un cierre de párpados.

Palidecen las paredes cuando están a punto de parir a sus seres deformes, conclusión y culmen de la concepción teratológica.

Se ponen de pie las paredes y en ocasiones se atascan. Luego definen las ambigüedades para los posibles combates. Convencionalmente se describen como engendros que se han separado de las obras de los albañiles y andan a la búsqueda de los desvaríos. Adquieren ellas cualidades y dotes excepcionales para la crueldad y el escarnio.

Las paredes aglomeran fragmentos de pesadillas y les otorgan un orden que concierte con desproporciones y partes distintas de calificadas figuras brutales. Las paredes pueden encapsularse como naipes, piezas desvencijadas de un hórrido ajedrez, enganches de tortura y quebrantamiento de almas o incongruentes rostros fantásticos en posesión de hipérboles.

Adquieren las paredes detritus o suciedades que impulsan a las abstracciones. A continuación, les siguen las transposiciones de la vida cotidiana y la composición grotesca para poner énfasis en los abortos de sus entrañas que magnifican las aberraciones.

Es inherente a las paredes ser monstruos de dudosa verticalidad. No resulta fácil escudriñar el interior de su materialidad. Las paredes, asimismo, son muy capaces de transformarse en muros y traducir la fundición de lo malvado dentro de lo sublime. Esta acción retoca al más sacrosanto de los caprichos.

Las paredes se agarran de las paredes, de sus grietas de angustia y extrañamiento. Se acosan con sus colores que casi se han desvanecido y con sus líneas de endriagos y sus factores asimilados por el éxito de las fusiones. (Una muestra de horribles deyecciones denuncia el paso raudo y temeroso de entes embrujados por los alcoholes del desespero).

(Siempre alguien duerme frente a una pared o recostado a ella y sueña que un notable monstruo lo devora. Ese alguien despierta y descubre que, en efecto, existe un monstruo, pero está sumergido en profundo sueño, aunque se agita y gesticula).

Llegó el momento de decir que las paredes nunca se purifican, porque ellas poseen prendas de una estética innegable que las pervierte de manera traumática. Acaso un ogro se asome desde su eterna sustancia y asuste a algún desprevenido paseante.

 

II

Las paredes son monstruos

Las paredes (y los paredones y los muros) se encolerizan cuando pierden la aptitud de elevarse sobre sí mismas. Toda su monstruosidad se hace patente de inmediato. (Existen observadores imparciales que afirman que esa conducta no es más que un montaje o puesta en escena para que los ingenuos se embelesen con sus artificios de máscaras e irrealidades).

La autonomía de las paredes es, a todas luces, espontánea y anómala. Va de una mimesis transitoria a una decadencia permanente. Las paredes chupan, absorben, los líquidos desechados y se les llenan los intersticios y dan origen a sus ectoplasmas.

Las paredes elaboran una estrategia absolutista, contraria a la más elemental disposición de supervivencia. Abaten las percepciones de los seres normales y luego hacen de ellos sonámbulos coprófagos que se desnudan en las madrugadas en medio de alaridos y retorcimientos de tripas.

Según cierta metafísica, las paredes, desde remotos tiempos, ya eran demonios sagrados. Con el transcurrir de los siglos devinieron en monstruos, terribles, sí, empero mortales y profanables. Deliberadamente las paredes desprenden pestilencias y de una forma u otra se transforman en amenazas para la seguridad pública.

Cuando las paredes dejan de estar sujetas a su materia entroncan en su podredumbre y comienzan a desplazarse a la deriva, signadas por una matriz de ingobernabilidad que las conduce a una existencia de espanto y repugnancia. Lo monstruoso, entonces aflora en toda su atroz dimensión y provoca el descalabro de calles, avenidas y ciudades.

(Hubo casos inéditos de paredes que se atrevieron a imitar a la Naturaleza e hicieron de los hombres sus esclavos, quienes, día y noche, debían enjalbegarlas y elevarlas hasta límites prohibitivos).

Las paredes son más que monstruos que coadyuvan en los fusilamientos de prisioneros, al impedir que ellos lancen sus gritos en solicitud de auxilio y al abrirles con exageración los ojos para que ingresen a montones las bandadas de disparos de la muerte.

Resulta una ilusión hostil pretender que las paredes cambien, por las buenas, su pérfida esencia. ¿Para qué esperar un milagro que nunca se hará dócil carne de urbe en la esperanza de los idiotas que ineluctablemente terminarán por ser engullidos?

¿Valdrá la pena continuar afirmando que las paredes son, fueron y serán monstruos? ¿Que ellas proseguirán pariendo monstruos y que exhibirán, con procaz desparpajo, sus deformes cabezas, brazos y pechos a la hora menos pensada? ¿Que jamás serán castigadas porque no habrá valientes que osen hacerlo? ¿Que su monstruosidad demostrará la estabilidad definitiva de las eras? ¿Que no hay superstición alguna en estas aseveraciones y que si usted gira su cabeza verá cómo una pared monstruosa lo aplastará con su descomunal peso inmanente?