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Personajes

Textos e ilustraciones: Wilfredo Carrizales

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Personajes

En el dominio, todas las cabras peleaban entre sí por las más fútiles cosas. El hombre remaba en el lago a lo largo de interminables horas. Unas botellas de vino y un plato de aceitunas lo esperaban en la orilla. Las esperanzas del hombre no estaban cifradas en nada. Él apenas recordaba a su padre y a su espíritu cambiante. Pareció siempre un contraste entre la vida y el sentido que quiso darle a la misma. El hombre se negaba a vivir en sociedad, pero era un ser plural, multiforme, con una impronta cercana a la de los monjes orientales.

Los primeros libros del hombre fueron memorias escritas por viajeros del pasado. Se saturó de aquellos recuerdos. Pensaba que la virtud de los viajes consistía en flotar y disentir de las corrientes, cualesquiera que fuesen. El hombre solía burlarse de los curiosos y se hacía el muerto durante horas. Permanecía inmóvil sobre la barca de madera. Hasta que no le crujieran los huesos debido a la inmovilidad, no se ponía en pie. Luego eructaba estruendosamente y se reía a carcajadas. Los curiosos pensaban que el hombre estaba chiflado. Él batía el agua con el remo y hacía salir a los peces. Esta era la respuesta más acendrada que encontraba para sus desplantes.

Al hombre se le vio alguna vez con algún libro de Heráclito o Diógenes. Se rumoraba que el pensamiento helénico era su gran pasión. El hombre sabía situar su tiempo entre la antigua Atenas y el poblado campestre que lo acogía como una acrópolis. Él ya había desechado todas las ilusiones. Una noche, echado boca arriba en la ribera del lago, medio ebrio, le confió a las más próximas estrellas: “Yo me sé de memoria mis ruinas. Los campos que ya fueron me felicitan desde los atajos de los sabios. ¡Qué sueños nobles voy a tener! Me imagino a los hombres contrariándose permanentemente: en lo moral, en lo religioso, en lo filosófico, en lo político... Sólo confío en un desarrollo libre del pensamiento, lejos de la atmósfera insalubre de los profesionales de la fe y los dogmas de todo tipo... Me gusta ejercitarme en el pensar y obtengo la mejor impresión que me reporta un periplo a través de los recovecos de la mente. Mi espíritu es agreste y soy oscuro y sólido como un pedazo de lignito arrancado de la cueva por una impredecible tempestad”.

 

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Personajes

El octavo individuo marchaba flojo. Las señales del tiempo no le hacían fácil definir el rumbo que debía tomar. El jefe del grupo trataba de infundirle la pasión heroica, pero se encontraba con el semblante sombrío del octavo individuo. ¿Cuál era la ambición de aquel sujeto? ¿Prefería transitar de manera anónima a través de generaciones de seres comunes, sometidos a los vaivenes de la suerte o el azar?

Al octavo individuo no le importaba el torrente de la creación de la naturaleza. Su característica personal estaba ubicada muy íntimamente con la del sedimento telúrico. Él vacilaba a diario entre un pudor primitivo y una vanidad deformada. La pradera era el gran teatro donde se escenificaba su vida que él consideraba ejemplar. Los buenos espíritus colisionaban contra sus íntimas convicciones. Él resumía su forma de ser como la culminación de una extensa cadena de sufrimientos que arrancaba desde la época cuando las víctimas propiciantes se arrojaban al fuego y se consumían en instantes.

Tal vez se llamase Sebastián el octavo individuo. Los otros siete hombres habían afirmado que ellos se despojaron de los nombres hacía muchas lunas atrás. El supuesto Sebastián, entonces resultaba un objeto para la desconocida piedad. Un rasgo distintivo de melancolía le cruzaba el rostro procreado por la tierra. Sebastián usaba los brazos para abarcar las posibilidades. Su mirada era diferente a la del resto de sus compañeros: se perpetuaba sobre las cosas y les otorgaba unos atributos que las consagraban.

El octavo individuo hedía a tigre, pero sólo cuando se sentía indócil. Sus compañeros le reservaban un desértico lugar, alejado del sitio donde ellos dormían. La noche producía en el pretendido Sebastián un aprovisionamiento de misticismo. Se imaginaba que revoloteaba como un ángel feroz y con garras. El jefe del grupo no le perdía ojo y tenía siempre a mano su rifle. Sebastián se movía en círculos, con lentitud y oteaba hacia la lejanía en consonancia con su apetito.

Después el grupo decidió deshacerse de Sebastián, el octavo individuo, y en un descuido de él lo empujaron hacia una profunda corriente para que se diera un baño. Luego se persignaron y cada cual tomó un rumbo distinto. Sebastián sobrevivió y ahora tiene ochenta años. Por las tardes, se sienta a la puerta de su cabaña y saca unos huesos humanos de una caja. Los cuenta y luego dice: “Y pensar que yo era el octavo individuo de aquel grupo de fantasmas”.

 

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Personajes

El maestro del sombrero perfumado quiso tocar con su mano la flor circular del conocimiento, aquella que mostraba el rostro de una beldad desconocida. Sin precaverse de lo repentino de su acto, el maestro se situó entre el tiempo de su niñez y la época de su juventud. Él se definía como un varón que había atravesado todas las etapas de la bondad. Quería inhalar el aire de la vida que aquella flor seguramente emanaba para él. El aire femenino sería su alimento, su líquido y lo trasegaría a través de los orificios permitidos. Ya nunca más orinaría y, tal vez, tampoco sudaría. Él debía refundar la naturaleza y tenía que extenderla hasta el límite de lo imposible. El descanso no podría sobrevenir más que por la eclosión maravillosa de nuevas condiciones.

Las memorias del maestro del sombrero perfumado recogían los inmensos lienzos de experiencias vividas en innumerables sitios. En ninguno de esos lugares existía una flor como la que había descubierto bajo los cuerpos de los amantes muertos por un ejército desconocido.

La familia del maestro casi no creía en él. Frecuentemente le odiaba por lo que consideraba su falta de madurez y sentido práctico de la vida. Él no se arredraba por eso y sucedía, solitario, como una criatura milagrosa que se hubiese escapado de un sueño de un artista borracho.

Por la piel del maestro se alargaba un camino que finalizaba en los predios de la noche. Él tomaba de la oscuridad los pétalos de las tumbas y les devolvía un color rosado. Al margen de los cipreses dormidos se entendía con los escarabajos estercoleros y bullía en el énfasis que ellos le ponían al trabajo.

Las cosas llegaban a la casa del maestro del sombrero perfumado por su propia cuenta. Temprano, aparecían lavadas, sin rastros de tierra y enteramente adaptadas a las tablas de madera de la rústica morada del maestro. Si él escogía algún objeto para su exclusivo uso personal, lo hacía de tarde, como al descuido, cuando al ambiente lo llenaba el ruido de la locomotora al surcar el cercano paso a nivel. Dentro de sí el maestro llevaba las medidas de las cosas y un corazón pareado que lo ayudaba en las eventualidades.

Sobre el entarimado de la vida el maestro del sombrero perfumado surgió majestuoso con una rosa roja apretada sublimemente entre los labios. Enfatizó su rol de huésped definitivo y saltó hacia el suceso del polen. En instantes, quedó capturado por la sensibilidad de la corola y su actuación natural y sincera hizo posible que la cita con su destino se realizara con escasos segundos de tardanza.

 

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El aviador entraba en el cielo con un excepcional golpe de alas y establecía en las nubes una isla difícil de partir. Su creación, es decir, sus nubes, poseían una categoría que regresaba constantemente en el decurso de los periodos más álgidos de la altura.

Avanzado con respecto a su época, el aviador ponía en escena su máquina voladora y manipulaba las situaciones de peligros ficticios para que el pánico envolviera a los observadores congregados en la pista de aterrizaje. Él era un actor existencial y la observación de los otros le tenía sin cuidado. Jamás se plegaba al devenir de los tiempos de moda. El anacronismo de su estilo de vuelo era la circunstancia exterior de su incólume voluntad.

Pocos reconocían la capacidad del aviador en su lucha cotidiana contra el cielo. Los periódicos lo tildaban de “loco temerario” y “suicida sin principios”. Sólo él sabía que el valor de su trabajo era el verdadero valor de su vida. Síquicamente estaba muy por encima de los hombres considerados equilibrados. Su problema personal consistía en permanecer el mayor tiempo posible haciendo piruetas entre las nubes que él mismo concebía y colgaba del techo celeste.

El aviador soñaba con bestias aladas, dóciles e inofensivas. Tal vez dragones o quimeras o rochos con picos de acero. En ese universo onírico, él percibía la genialidad de sus intuiciones maravillosas. De esos viajes oníricos retornaba con el pelo cubierto de plumas o escamas, pero pronto se deshacía de ellas y se abrazaba con placer al paraíso de sus almohadas.

A pesar de las evidencias, el aviador no corría riesgos innecesarios. La valentía de la cual hacía gala podía entenderse como una minúscula apoteosis de su hombría. Él había sido padre y madre de sus aviones y con ellos tenía una relación amorosa, de nacimiento y muerte. La emoción llevada al extremo lo ponía de buen humor y la risa le brotaba a semejanza de un símbolo que vulneraba las edades.

En su último vuelo, el aviador pilotó un vetusto bimotor. Cumplía sesenta y seis años ese mismo día. La celebración sería, literalmente, “por todo lo alto”. El firmamento estaba en el apogeo de su dimensión y una claridad intensa obligaba a cerrar los ojos. No había ambigüedad en el corazón del aviador. La belleza de su sinceridad se podía oler, incluso escuchar. Él no se dirigía a ningún combate, ni a la búsqueda de la vanidad en la fama póstuma. Simplemente iba en pos del erotismo final del vuelo, provisto de una estética en donde su máquina voladora deslindara una catarsis en los arcanos del aire y la sustentación. Abrió la botella de champán y se la bebió de varios tragos largos, calculados y pausados. Luego el avión se dirigió a la línea invisible que unía el cielo con el mar y se produjo un fogonazo que fue captado como el alumbramiento de una descomunal fotografía.