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Collages del equinoccio de primavera

Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

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Collages del equinoccio de primavera

Se han abierto las flores en sus macetas y el papel eclosionado se adapta a los colores que ve de primero. Si la máscara que ríe con holgura se divierte mirándose a un espejo se merece la pátina de unas monedas de cobre para que abulte su colección. (Los rayos del sol descienden en nombre de una mordedura que provoque renacimiento en los sentidos). Y no se sabe dónde se encuentran las faces de un falo que cuelga de un amarillo demasiado ahuecado. (Hasta el eco del agua que se desliza por un tubo crece en su vigilia de cercanía).

En vano se llaman a unas vasijas para que no despilfarren la arcilla que, acaso, se ha tornado insaciable. El amparo llega en forma de estribo y desde el cristal que mezcla las imágenes se anuncia un desfile de personajes que alucinan en sus pesadumbres o en el consuelo que otorga el alma de un invisible talismán. Y una vez más prospera el telón.

 

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Collages del equinoccio de primavera

Es más que alegría lo que expresa la careta. Concomitantemente se trasparenta el desparpajo, el manejo del descaro, la frescura que otorga saberse fuera del expediente de la helada. Por supuesto que no hace falta rodearse de revolveras, látigos y espadas para inscribir la señal de la euforia. El resplandor lo dice todo y hace descorrer la capacidad de revivir. (Aunque las maderas se duelan de sus rajaduras no las roerá la fiebre con su sombra).

¿Y es preciso recalcar la puesta en escena de los relojes? Ellos moran para ser jueces y testigos, espirales para evitar las lastimaduras, suplantadores de la arena e inversores de los escaños por donde se trepa hacia el polvo cautivo. Los reconocemos y de nuevo encontramos familia.

El tiempo expía su escarbamiento ceñido a lo inmemorable. Partimos y volvemos y el paraíso se ha roto por su caída en el exilio. Quien regula adelanta la hora que merece el cuarzo o la bujía.

 

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Collages del equinoccio de primavera

Llega la sirena con cada bocanada de aire descuajado de los sótanos y trae entre sus manos un pez verde de cola de oro que es el légamo del estanque donde promete olvidos. Su cabellera no mendiga por los umbrales, mas sí se hunde en la tinta que la noche arrastra a fuerza de jirones. Su piel concuerda con el nácar que entrechoca sus deseos para enajenar y tenderse. Su mirada religa la nostalgia de la nave con el pasajero que se perdió dentro de un agua de porcelanas.

Nómbrala, a ella. Desígnala con sus escamas y sus susurros. Menciónala con los silfos, con lo proceloso en la soledad. Cítala para que se aparezca frente a tu cama y te envuelva en la marea más amarga. Elévala hasta el sitial que bordea la bonanza para que los peces se acurruquen y masquen vinos.

Permítele rodearse de la señora que conoce de rezos y de la dama de moño alto que sabe escuchar las abundancias y del imitador del santo para quien el azul es asunto de heráldica y del hombre de piel alba que ve recorrido su cuerpo por puntos donde las agujas lo reclaman.

 

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Collages del equinoccio de primavera

Decúbito prono la niña se puso morena y la ganó la carencia de orfandad y una expresión de regocijo que se vuelve estampa con lo febril de la tarde. Observa y medita. Rememora y se sitúa en el presente. Tal acontece en su temporada que se hace de maíces que se intuyen tiernos. Animales que se le acoplan como mascotas —leones, conejos y sapos— le transfunden el vaivén de un universo que despertó de su letargo. Entretanto el milagro se sostiene en la posición del loto y es tan grande la aspiración que un caballo surge del anonimato y relincha para que nazca el destino a pedazos.

Un poco más allá se abre la puerta hacia la intemperie y brota un banco de peces, fugitivos del desorden de la era, y una gran cabeza se empapa con el oropel que se apacigua y un inventor de piruetas se solaza con lo turbio de su metamorfosis.

(Por más que quieran pertenecer a la escena otras figuras se coartan en el margen y no logran levantar el honor de la urdimbre).

 

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Collages del equinoccio de primavera

El animal sin nombre que me adoptó sólo con verme. Esta pequeña bestia que me sonríe con costuras de tela y pone a mi disposición un ábaco para que no me precipite por algún acantilado o pozo de la desobediencia. Presencia no tan diminuta que abre los ojos como si desplegase una alcancía donde se ocultan flores secas de ciruelo. Bicho de una crónica redactada por un amanuense que sufría de ictericia y corría por las extensiones de loess hasta quedar extenuado...

Y la bestezuela desfrunce a su comparsa y la pareja de infantes baila a borbotones al compás de los esbozos y los recién casados parodian un segmento de la casa que se acuesta con el himen entrelazado y una mujer con los pelos tremendamente alborotados para atraer a las brujas y formas ictiológicas aplanadas por la incertidumbre de los laberintos y cientos y miles de zapatitos para que se calcen los pies de cinco pulgadas las concubinas de mi próximo serrallo.