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Viaje literario desde puerto en calma

Texto y fotografías: Wilfredo Carrizales

Viaje literario desde puerto en calma

Llego al puerto con el final de la resaca. Me instalo sobre una silla de extensión frente al mar, frente a los barcos que parten a diversos destinos. Tomo a sorbos lentos mi cuba libre y emprendo viaje hacia la rosa de los vientos literarios...

El itinerario comienza en una isla no imaginada donde los libros de aventuras se abren al grande océano. La ínsula podría llamarse Tulum y allí se hablaría un idioma que contribuya al conocimiento de otras apartadas regiones. Un recorrido inmensamente azul ante la mirada. La imagen primera que se aparece es de mundo acaso nuevo, de unas ciudades batidas por aires buenos. Se escuchan baladas y canciones interpretadas por alcohólicos anónimos. Ese mundo se sustenta en lo ancho y ajeno y tal vez una mujer de nombre Gabriela cocine platos adobados con clavos de olor y canela. Infiero que exista un héroe que no posea ningún carácter y que vive y trabaja para la antropofagia. Son décadas y décadas que transcurren rápidamente en el novísimo orbe y las ramas de sus árboles se visten vez tras vez. En veinte años me traslado del marco de la isla a algún sitio denominado Lauribe y allí me encuentro con los fratelli d’Italia y con ciertos romanos que evocan a Turín. Con ellos está el poeta y comisionado para generar la idea de los ríos profundos y de las razas de bronce, pero mi caro amigo Orlando se pone furioso y lanza sus libros al aire como si fuesen juguetes y luego con siete locos más les prenden fuego. Las altas llamas alcanzan las aguas fuertes del puerto y se apagan. Celebramos sobre las cenizas y se nos unen los mellizos en flor, Santos y Vega, y auspiciamos escritos para enviarlos después al país de los Tarahumaras donde pernocta y descansa Antonin Artaud y el señor presidente de aquella nación se ha puesto verde de la rabia y existe la posibilidad de que un viento pugnaz lo derribe y entonces habrá llegado la hora de ir a pasar un week-end en Guatemala con los enterrados que carecen de ojos debido a que se los agotaron los de abajo de tanto leer a Neruda... Yo me armo encima de un caballo con una escopeta y me dirijo a la selva a repartir relatos prohibidos. Me topo con una urna colocada sobre un otero y leo la nota necrológica que dice que adentro del féretro está quien fuera un cimarrón. Le digo al cajón mortuorio: te manda a decir García Márquez que relaciones más tu heráldica y entonces continúo rumbo al sur. Lo próximo y lo lejano del tango se me allegan como una esquizofrenia y noto el doble atado que paso a paso hace ecología en la mente. Descubro que los jesuitas han erradicado las flores del mal y espoleo a mi cabalgadura para que gane pronto los paraísos artificiales prometidos. La soledad cloquea con sus veinticinco mil pichones y una como estampa cibernética se desprende de las manos de un hada que abandonó la agricultura por otras zonas menos tórridas. Los misterios se agolpan sobre mi testa y la selva americana me recuerda que por aquí anduvo Klaus Kinski tras la sombra del Tirano Aguirre y también Carlitos el Mago con su imperativo de herética forma. Leo el elogio de la creación y sólo lo escuchan un erizo y un zorro. Pienso: el mundo está sin guerra y la vida se agria. Mejor sería emprender la búsqueda de los desiertos dorados, sin la misericordia del Cristo. Menos mal que en mis alforjas viajan conmigo “Las cartas de Ambrose Bierce” y con fervor me pongo a releerlas, mientras los ritmos rojos del ocaso enarbolan sus inquisiciones para endilgarme más tarde a una luna de enfrente y afrenta, casi del tamaño de mi inicua esperanza. Adelante no hay senderos que se bifurquen, ni artificios de ciegos. Únicamente estoy yo como el hacedor de mi propio destino. Yo, el otro, siempre el mismo, para quien las seis cuerdas de la guitarra no significan nada. Prefiero mi carne presuntuosa y la alabanza de las siluetas. Tigres tampoco se oyeron, cuantimás la suposición de la tenencia de oro u otros metaloides de agravio. Tuve la necesidad de diálogos, eso sí, con seres de martinete y fierro, lejos de asesinatos, piratería y esclavitud.

Viaje literario desde puerto en calma

El deseo me trasladó hasta otra geografía a bordo de la fragata “L’Etoile”. El deseo que no se llena tan fácilmente como un odre. No sé por qué recordé la nave de los locos y el perfeccionismo de su arte de marear y en tono laudatorio le hice merecido homenaje. En el cuaderno de bitácora estaba anotado el medio siglo transcurrido. El almanaque de la parte inferior de la Tierra renacía de su fuego y relucía con virginal brillo. Al rato percibí en una playa a unos aborígenes que desayunaban desnudos. Envié a alguien para que les comprara sus collares y se aprovisionara de víveres, pero de regreso venía tan modificado que le di de baja y le autoricé a quedarse a vivir para siempre entre aquellos buenos salvajes. Me puse a redactar una verdadera relación de la provincia descubierta donde intuía la existencia de esmeraldas, plata y oro. Supe que las montañas que se alzaban en la costa eran algo más que una inmensa estepa verde. El monte estaba en permanente paz o eso parecía a la vista del amanecer en el trópico. La tripulación se había acostumbrado a fumar y en todo momento la cubierta de la fragata era puro humo. En algunos trozos del trayecto nos acompañaban unas colombinas que tenían unos ojos adaptados para ver cine. Había instantes en que me sentía un prohombre de una misión en busca de los angelitos empantanados. Para disipar la tristeza gritaba ¡Que viva la música! y le ordenaba a algún esclavo que tocara el laúd y matizara la frágil existencia. El esclavo cantaba aquello de “Tanto que he amado al monstruo y el dictador me castró y no le fallé en su cometido...”. Apresuradamente bajaba a mi camarote y entonaba los salmos en tributo a Marilyn Monroe, con quien luego me enredaba en una fecunda tertulia... De madrugada, aún oscuro, naves de bárbaros pasaban raudas por babor y percibía las historias de sus intérpretes y las diferencias de sus sicologías con respecto a las nuestras. El reino de nosotros no viajaba de incógnito, sino que lanzaba sus luces al siglo y yo, con tientos y diferencias, valiéndome del recurso del método, me consagraba a elucubrar sobre mis pasos perdidos y sobre el acoso a que tal proceder conlleva. A través del catalejo observé maravillas que ni el mismo Marco Polo pudo contemplar. A mí no me interesaban los cuentos de cristianos, moros y judíos. La realidad que yo procuraba la trataba de cercar con juicios y comentarios apropiados. Inconscientemente prefería el periplo a bordo de la noche. Los artefactos milagrosos me facilitaban el retorno al país natal con sólo mover una llave. Las tempestades no eran tragedia. La escogencia nomádica ya me estaba convocando. Sabía a la perfección que el enemigo secreto eran los piratas, pero para ellos tenía un corto veneno que estimulaba la anarquía. El cordaje de la fragata sonaba con arpegios de anemocordio y la visión del sueño de gloria rimaba con las jarcias en su balanceo. Nostromo se me aparecía algunas noches con su atmósfera de tifón y se confesaba conmigo y me relataba pasajes no claros de la vida de Joseph Conrad.

Un tal Lucas, marinero guapetón y borracho, viajaba todas las medianoches alrededor de mi mesa. Alguien que andaba por ahí lo apercibía y se santiguaba, pero no intervenía. El territorio de Lucas era como un octaedro que, a deshoras, se sumergía en mapas y portulanos. El final del juego del tal Lucas concluyó con una serie de premios que yo le di para que se fuera a recorrer el mundo en ochenta días diferentes.

Salvo el crepúsculo, no admiraba nada más en el universo. Ni siquiera la estrella polar. Desde mi observatorio componía mi prosa para que pasara el examen de los eruditos y para evitar el naufragio de la fragata que se me venía encima o adentro. Afortunadamente en las sentinas estaban encerrados los bestiarios que, una vez armados, nos protegían de fantasmas, duendes y trasgos. Me entretenía con Omar el Pregonero coordinando con él toda suerte de divertimentos para cuando la fragata estuviese surta de nuevo en puerto infalible.

Cantos épicos no quise componer, aunque crucé la Tierra del Fuego, de oeste a este, y en los mares mal mentados “pacíficos” escuché hablar de un hombre-personaje, un sabio, quien dirigía una “Sociedad del Libre Espectáculo”, dedicada a comentar las protestas de los negros en sus señeros levantamientos. También supe de las aventuras de un fulano Robinson Crusoe, del cual se rumoraba que había vivido largo tiempo en una isleta apartada, en concubinato con un natural del lugar a quien llamaba “Viernes” para estar muy estrechamente pegado a lo venéreo... Aprendí difusas lenguas que me sirvieron de mucho en todas las correrías, especialmente en un país alargado como una cucaña donde sus gentes no hacían otra cosa que beber vino día y noche y andaban siempre ebrios y peroraban acerca de un obsceno pájaro que se autofecundaba en plena oscuridad y cuyos orgasmos, disfunciones y motilidades eran de dominio público.

Viaje literario desde puerto en calma

Conocí de manera muy íntima el matadero donde se sacrificaba a la semiótica general y cuyos sacrificantes usaban máscaras y no eran convidados de piedra, sino actuantes a la orden de una mujer imaginaria que construía en un abismo un museo de cera de gigantes proporciones. Por aquella época yo andaba con la ropa rota, prueba de mi mucho trajinar por las más extrañas y grotescas comarcas. Era, a ojos vista, un mito viviente, el arquetipo de la repetición, del eterno retorno en procura de la nada. Añoraba al Viejo Mundo, pero ignoraba que el sonido y la furia me tenían reservada una especial fatalidad. Moría a cada rato de encomio y la estulticia se me acomodaba con exactitud a la piel. Ni en cien años de soledad se podría padecer lo que yo sufrí. Mi mente no permanecía estática, era mi santuario para reconvenir a mis dioses. Como si yo hubiese mentido y me hubiese tirado a la playa cual un atado de novela que comienza, una novela que sería eterna, porque abarcaría los sucesos acaecidos en archipiélagos, Tierra Firme y océanos hasta que la muerte se riera con su risa macabra y argentina.

Ni por asomo se me escapó el perfil definitivo del Hombre. Sé, de fuente fiable, que se hacía llamar “Calibán” y que le gustaba ser espectador de sus obras para fundamentar sus teorías sicoanalíticas del lenguaje de los defectos y los chancros. Lo vieron en innumerables ocasiones en fiestas cubanas, glosando las voces de América, mientras saboreaba un daiquirí o un mojito. Con Calibán intenté construir la Casa Grande, donde el dicterio y la fantasía irían a la par, pero el proyecto pronto se esfumó como los socios encima de una roca resbalosa. Calibán desapareció una mañana y sólo me dejó un pastel rancio que tuve que ir a devorar a Barranquilla por mor del oficio.

Posteriormente vinieron más días enmascarados y la región más transparente del mundo no se avistaba por parte alguna. La noticia de la muerte de Artemio Cruz me sorprendió en medio de un huracán que amenazaba con tragarse a la fragata. Yo tenía conocimiento de que todos los gatos eran pardos y dejé hacer a las Parcas. En terra nostra el rey era tuerto y trasvasarse hasta allá equivalía a condenarse y no proseguir orondo. La cognición del dolor me alertó de no tomar tal decisión y más bien lo aconsejable fue recalar en el Lago de Maracaibo para disfrutar del festín del petróleo. Dicho y epopeya. Mi memoria llegó de fuego; mis venas, no abiertas. No revolví la hojarasca para no herir susceptibilidades. Fue mi tercera resignación y empecé a borronear el relato del náufrago en que me había convertido. La fragata se fue a pique. El último esclavo negro se puso a alertar a los querubines para que no descendieran, perdido ya el sano juicio y yo tomé la determinación de retirarme a un refugio con mis soledades y crear el punto X, el mismo donde la imaginación es un trasatlántico que deja una estela bermeja que es un mensaje, una seña de identidad para no perder el rumbo y volver a encallar en puerto seguro.