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Recuerdos del “Callejón de los Documentos Oficiales”

Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

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Recuerdos del “Callejón de los Documentos Oficiales”

Un remolino de viento envolvió restos de hojas del desechado otoño y los depositó como ofrenda en la entrada de la casa. Las hojas de las puertas se abrieron y permitieron ver el fortuito collage que se fue formando en el escalonamiento de los años, los trastornos domésticos y las tropelías del tiempo. Los dioses de las puertas no fueron invitados a la fiesta de la primavera y sólo vestigios de papel le indicaban al curioso el lugar donde se aposentó en el pasado la magia de los amuletos impresos.

En el patio ya se sentía la presencia convocada y necesaria de los rayos solares. La refulgencia rebotaba contra la pared de ladrillos y luego se reabsorbía en la oscuridad de los abrigos colgados de una cuerda. Por la escalera recostada del techo podía descender de improviso algún mensajero celestial con noticias faustas. O el espíritu del antiguo mandarín dueño de la otrora mansión hoy convertida en morada segmentada de varias familias.

Diversas bolsas suspensas de clavos contenían remanentes de la cotidianidad de la vida doméstica. El reiterado olvido terminó por transmutarlas en un todo casi homogéneo, sin esperanza de nuevo uso o clasificación.

(En el “Callejón de los Documentos Oficiales” que culebrea detrás del “Templo de Confucio” de Peking, dos niñas juegan a remontar la quietud con empujones, risas y adivinanzas. La más pequeña le hace muecas a un niño que lleva unos petardos y una explosión la obliga a buscar refugio en la velocidad de una precipitada carrera).

 

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Recuerdos del “Callejón de los Documentos Oficiales”

El símbolo raquítico del invierno pretendió ser una línea recta en el espacio azul que tosía nubes de inquieta consistencia. Un cometa se extravió y sus cañuelas se estacionaron en el límite de la hora vespertina para ejercer la didáctica sobre el tablero del cielo.

Desde los tejados se domesticaban los esplendores imperiales del pasado y se intimaba con los rincones donde la luz significaba moneda de ley y demostraba que la suerte no viajaba en lo opcional.

 

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Recuerdos del “Callejón de los Documentos Oficiales”

El tigre blanco era un proscrito y así constaba en algún documento oficial. En invierno se movía sigiloso por los tejados. Su piel volteaba la escasa nieve y la signaba con rayas de impredecibles destinos.

A pleno mediodía la reverberación enloqueció a la cabeza del tigre. En la plazoleta saltaban los niños y rumoraban las bicicletas. El tigre sintió que enceguecía y saltó hacia los corpúsculos de luz y las canciones y el bullicio que se oía debajo.

Una trampa que nadie preparó atajó la caída de la bestia. El pánico cundió y hasta la soledad atrancó sus puertas. Cabeza abajo y con mirada de vidrio el tigre no se desesperó. De sobra sabía que algún infante lo rescataría y cosería su malogrado cuerpo de albina felpa. Después retornaría a las diversiones del país que se le escapaba.

 

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Recuerdos del “Callejón de los Documentos Oficiales”

Los trapeadores deben descansar de las duras faenas domésticas. Salen de las casas a tomar el sol. Se recuestan del muro que necesita sus humedades para brillar con más fervor y, allí, alineados, mueven sus cabelleras e intercambian chismes de sus respectivas residencias.

Cuesta trabajo devolver a los trapeadores a sus oficios de limpieza. Se hacen los remolones y esgrimen manoseadas excusas. Que si hay demasiado hollín en los pisos o que el polvo de la calle no cesa de caer en los patios.

En vista de que se manifiestan firmemente reacios, se sueltan a los perros de sus cadenas para que los obliguen a retornar a los espacios donde ejecutan a la perfección sus funciones.

 

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Recuerdos del “Callejón de los Documentos Oficiales”

Las ramas desnudas del álamo avanzaron hacia el portal de la casa. Deseaban mirar de cerca a los recién llegados dioses protectores de la puerta. Arribaron ellos montados en irrisorios caballos, pero resistentes y valientes cabalgaduras.

En la mesita aprestada para el caso se aglomeraron frutas para los dioses y nueces para los caballos. El humo del incienso formó capiteles que se enroscaron en el talle del crepúsculo.

Desde el interior de las marmitas se escuchó el rumor del agua que hervía a conciencia y que pronto hizo sudar a las hojas de té. Unas sábanas blancas proyectaron unas escenas de escribanos copiando documentos con crines que parecían dormir.

 

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Recuerdos del “Callejón de los Documentos Oficiales”

La rabia de la oropéndola escapaba de la jaula, mas ella no. Saltaba de un lado a otro, sin intermisión, y rasgaba el periódico viejo que anunciaba armonías y progreso sin fin. Dispersaba el alpiste y al agua, llenaba de espuma y obcecación.

Apenas cabía la oropéndola en su celda de metal recién comprada. El cielo estaba tan azul y le prohibían hasta él el vuelo. Entonces picoteaba los barrotes y graznaba con insistencia su nombre. Su libertad es oro que no pende; metal precioso que se niega a la restricción que lo anula.

Su captor regresaba a la casa pedaleando una canción y pretendía alegrarla con un pase de manos desde lejos. La oropéndola lo miraba con odio y luego levantaba la vista hacia el cielo en procura de un veredicto que le restituyera a sus alas el horizonte perdido.