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Perorata de un diablo rijosoPerorata de un diablo rijoso

Textos y dibujo: Wilfredo Carrizales

Realmente me muestro como lo que soy: un diablo rijoso, propenso a inquietarme en presencia de las hembras, lujurioso y harto sensual. Defensor de la sicalipsis: nada más y nada menos que su apologista. Sexualmente ambicioso...

Sin misterio me abro y sonrío y hago notar que las huellas de mis patas son una obra de arte digna de colgar de la pared del dormitorio de cualquier muchacha voluptuosa, quien tenderá a llevarse la mano a la entrepierna e invocarme repetidas veces entre estremecedores espasmos.

He pasado a tantas posteridades a través de la fotografía, el grabado y el dibujo que ya soy un ser poco común y me he doctorado en fornicios a domicilio y mi vía nada escabrosa es inexcusable del uso apropiado que le doy. Suelo escribir diatribas en los muros de los conventos contra las propietarias de aquellas carnes encerradas que se pierden, mustias, por falta de debidas y cotidianas caricias, arrumacos, besos y penetraciones.

Los gobiernos y las jerarquías eclesiásticas han dictado sentencias y prohibiciones contra mí, pero a tales boberías me las estrujo en los cojones y las convierto en mi lenitivo para calmar la irritación que me producen semejantes actos de bobalicones. ¡Ah, en las casas de lenocinio me desquito a placer y bailo y canto como un condenado fiel al Averno!

Distribuyo mis discursos, que contienen lo que más me produce aversión, entre las colegialas. Lo más intolerable para mí son esas féminas viudas o divorciadas que acumulan años y permiten que la estupidez se apodere de sus turgencias y de sus oquedades. Yo me les aparezco en sueños y las induzco a que asuman el decoro de volver a sentir que sus pieles reviven al impulso de mis muslos peludos.

Voy por las calles del mundo agregando felicidad y gratificaciones. Sin rubor alguno afirmo que soy un excelente ejemplo de la lascivia como rutilación individual. Avanzo destruyendo las falsas moralidades, los insípidos escarceos amorosos y sirvo con ganas a damiselas, quinceañeras y señoritas que desfallecen de ardentías.

Me comunico y demando: la lujuria, a mi paso; la obscenidad, a mi costado; la disipación —¡ah, la disipación!—, dentro y fuera de mi cuerpo; la impudicia, esculpida en mis cascos de macho cabrío... Sin olvidar, por supuesto, a la desvergüenza y a la indecencia dominada por la contumacia.

Reclamo una redefinición de lo que ha sido considerado provocativo a lo largo del tiempo. Desembalo mi primer basamento: este colgajo impúdico tras el cual las hembras colocan sus miradas, sus anhelos, sus más recónditos deseos. ¡Que jamás sea un despilfarro de potencia y elegancia! Emérito órgano que instituye la música de las alcobas.

Desde mi exaltada posición civilizo el comercio sexual, la cópula que suelta las amarras. Soy comparable al día de la exaltación cuando se quemó el sexto mandamiento que torna en inane la condición humana y niega el goce de la pulpa que palpita de erotismo y seducción.

¿Quién fue el indiferente, el indiciado? No yo, rotundamente. Mi gusto y mi atracción por las vulvas grandes y suculentas lo impedirían. Hubo una disputa entre algunos teólogos en torno a mi identidad. Que si yo era el íncubo citado por las escrituras o el demonio picaresco que hacía de las suyas en los combates amorosos más variopintos. ¡Cómo incordiaron esos eunucos, esos castrados y envidiosos gamberros, libertinos de sotanas manchadas de semen y mierda! Amasé las más sólidas evidencias de mi naturaleza y se las restregué en los hocicos, en las jetas babosas y maldicientes.

Pocas hembras se me han salvado del acoso o del empuje de mi encanto. He conocido a las amantes que debutaron conmigo en las amplias vías y que sin injuriarme gozamos juntos y después de todo me regalaron sus ropas íntimas para que adornara a cabalidad mi aposento que no tengo, porque a menudo se les olvidaba que yo soy aire pirógeno, pero libérrimo a fin de cuentas y no me desvivo por moradas fijas, pero sí por coños pasajeros.

A veces reviso ciertas cuestiones que me excitan en demasía:
¿podré convivir con mis propias mujeres en una isla donde abunden los manjares y los vinos e ignotos afrodisiacos?;
¿podré llegar al colmo de la copulación simultánea con todas ellas y no preñarlas?;
¿podré descifrar algún día el misterio que se oculta en sus culos?;
¿podré establecer una colonia de hembras de todos los países y hacerlas sentir que la verdadera riqueza está en sus cuerpos, en el placer embriagador y absoluto de los sentidos?

¡Ah, cuántas cosas diferentes se me ocurren cada día y que se me alojaron en la mente desde los antiguos tiempos!

Acaso yo sea un artista del erotismo que produce sus mejores obras con el carajo adecuado y la llama creativa que gravita dentro de mis cojones. (Así se lo hice saber en su oportunidad a Pablo Picasso y miren cómo le fue). Me siento a contemplar mis huevos en el lado bajo donde se recalienta el sol y recorro en un segundo diez mil millas y mi cabeza comienza a girar como un taladro en el interior de una gruta carnal y húmeda. Mas, ¿qué edad tengo yo precisamente? Tal vez haya nacido el año 6803 antes de la mal llamada era cristiana, de madrugada, mientras los gallos cantaban y se afilaban las espuelas para los combates venideros.

¿Cómo llegué a ser un artista de lo sicalíptico, de la pornografía? Las circunstancias son cosa de escasa importancia. Lo verdaderamente relevante son los resultados, el ejercicio de la sensualidad hasta rebasar cualquier borde de interdicción.

A las mujeres les puntualizo lo que quiero de ellas en los días sucesivos. Les recomiendo que se abandonen a la crisis de la sensualidad, que se transformen en un animal que chasquea los dedos con frenesí y que sean mis coordinadoras en la danza de los pubis. Por supuesto que la palabra prostitución estará exiliada de nuestro vocabulario.

 

Me acusan mis enemigos de ser un tradicionalista. ¡Ja! ¡Tradicionalista yo! Mi estilo clásico de seducción no tiene parangón. Él me provee del valor omnipotente de las centurias. Me parezco a los grandes engendradores de hembras salaces como Rubens, Klimt, Matisse, Schiele y el inefable Grosz... Lo que les puedo confesar a mis detractores es que disfruto a plenitud del onanismo practicado en plazas y centros comerciales.

Espero a las muchachas en las esquinas como quien aguarda el término del semestre y combino con ellas diferentes clases de discursos y obviamente hago resaltar a mi carajo cual si se tratase de un juguete para sus curiosas diversiones. Las estudiantes lo empolvan hasta hacerlo un monigote de palmaria blancura, semejante a su candidez que busca resolverse por la vía del medio o sea la raja que pide a gritos un cuchillo de lava que rasgue o una uña que sepa rasguear las cuerdas del monte de Venus.

Últimamente he estado dando paseos dentro del salón de clases de unas internas, a la hora precisa que dedican a sus oraciones y les he levantado las faldas y les he frotado mi vergajo entre las nalgas hasta hacerlas ver el paraíso verdadero, no esa fantasía monjil y pacata que les enseñan las novicias. Todas las internas han hecho de memoria mi retrato de cuerpo entero, destacando con precisión mi hisopo que las hizo hipar.

Me río con estruendo cuando fornico con putas gordas y ellas no temen a mis carcajadas. Incluso llegan a llamarme “Jefe de cabeza oval”, lo cual me alboroza una barbaridad y me induce a eyacular larga y prolongadamente. ¡Y es que esos encuentros son una fiesta de derroches, de imaginación fantasiosa y de un eximio deleite!

Hace una semana me topé con una viñeta que me dejó perplejo y estuve sin habla y sin movimiento por algunos minutos. La tal viñeta representaba a un hombre desnudo que poseía un falo tres veces más grande que su muslo y que avanzaba de lo más feliz mientras cuatro mujeres cargaban sobre sus hombros el descomunal aparato. Admito que me ganó un sentimiento de genuina envidia y quise saber la causa de aquella desproporción colgante. Empero no hubo manera de averiguarlo y opté entonces por simular que no había visto ningún prodigio de las características mencionadas.

Las mañanas me reservan con frecuencia gratas sorpresas. Como yo suelo dormir escasas dos horas —principalmente para encontrarme con mis antepasados y consejeros— muy temprano ya estoy recorriendo las arterias viales en busca de aventuras amorosas. Me topo con jóvenes esbeltas que sin embargo tienen las piernas como pajaritos y las nalgas respingadas a la espera de una táctica caricia. Al no más verme se me acercan y principian a hablarme de los huevos de las aves y de las semillas de girasol que suelen masticar mientras pasean. De soslayo las observo y descubro que sus ojos van colgados de mi glande en alarde de acrobacia y equilibrismo. Sin temor a equivocarme, les pregunto: ¿lo hacemos a tres manos? Y en el primer jardín que conseguimos nos metemos y ponemos en funcionamiento a la máquina de producir jadeos, corrientazos y vaivenes. Al rato sobreviene el rocío y los arbustos quedan bañados de una viscosidad alba y nutricia. En silencio nos despedimos y dejamos el próximo encuentro en manos de los hacedores de almanaques para ferias.

Prolifera en mí el buen humor y una plétora de exultante flema. Me siento satisfecho de haber podido contar entre mis discípulos y seguidores a auténticos seres que siguieron el camino que les sugerí a cada uno. Recuerdo con fruición y empatía a Henry Miller y a Anaïs Nin, al Marqués de Sade y a Giacomo Casanova, a Pietro Aretino y Guillaume Apollinaire, a Colette y Georges Bataille... Todos ellos súcubos e íncubos de pura cepa: mi orgullo y mi regodeo porque ayudé a crearlos y a que volaran en pos del universo de la liberación.