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Aquel río

Texto y fotografías: Wilfredo Carrizales

Aquel río

Aquel río flotaba en sus barcazas y en sus barcos con paletas que giraban para moler las luces últimas del crepúsculo e introducirlas en sus vasos comunicantes. (Una pantalla gigante que proyectaba las “bondades” de la publicidad era arrastrada, río arriba y río abajo, por la corriente que ganaba intereses en esos afanes).

Aquel río

Aquel río iba herido de ocre y barros disueltos; iba vapuleado por despojos de cartones, latas y ramajes de lejanos aluviones. Una avecilla picoteaba las ondas y desde el fondo de las aguas no surgía ningún eco, ninguna conocida resonancia.

Aquel río ya no se enamoraba de la bruma. Ahora el smog imponía sus criterios, aunque las cometas y los volantines continuaban siendo audaces y se defendían con dentelladas de tiburón y en parejas.

Aquel río se sabía profundo. La superficialidad de la opulencia lo acoquinaba. En su espejo de muerte contaminada se reflejaban las sombras de los mendigos y la oferta sexual de las damas del tránsito nocturno.

Aquel río apenas sonaba con el amarillo de su nombre; sonaba grueso y sordo con ruido de puchero y los siglos terminaban por arrugarle el lomo. Desde los barcos de recreo lo abrumaban las risas que luego caían al agua con sus máscaras de cenizas y tabaco.

Aquel río ha visto descender a los fantasmas de la pestilencia lanzados desde aviones imperiales del Sol Naciente; ha escuchado negociaciones en extrañas lenguas; ha servido como señal para que unos pocos puntualicen los fines de las procesiones mercantiles. La abundancia y la soberbia lo han navegado y le han dado la talladura a sus riberas.

Aquel río chapalea entre estertores y sus venas se le hienden con la alquimia del progreso. Avanza sucio, triste y mortecino a echarse en brazos de un río más largo que duplica la agonía. (Un mar los espera a ambos con la pasividad de un pez putrefacto).

Aquel río

Aquel río se niega a seguir siendo faro o torre grotesca para puyar el culo del cielo. Los barcos administran las pinturas donde aparecen sonrientes extranjeros, mientras las afluencias del pasado se pegan como costras bajo la línea de flotación.

(En un recodo del muelle una vieja vende albaricoques de dudoso brillo y un turcomano asa pinchos de carnero que controla con un Rolex de utilería).

Aquel río deposita sus cienos en los bancos que carecen de puertas y vigilancia. Los usureros lo ven venir y festejan con petardos el comienzo de una nueva era.

Aquel río se sirve de un farol para tratar de encontrar al hombre honrado de la historia. El farol alumbra en las noches y es vano su oficio. A los hombres honrados se los llevó la riada y ahora flotan, cara al sol, en el más pacífico de los océanos.

Aquel río quiere detenerse y dar marcha atrás. Lo apena el carbón de las cargas, la herrumbre de los días sin sol, la migración definitiva de los cangrejos, la disolución del paisaje en los ojos de las gaviotas ausentes… El río visualiza las quillas de los barcos y se suicida cotidianamente. Su cadáver es un oleaje de prematura presencia.

Aquel río soporta fogonazos de turistas que se retratan haciendo la señal de la victoria. De ellos, por supuesto, es el triunfo, el éxito para la posteridad de los álbumes o las paredes del hogar. Al río le quedan los vítores del desamparo o los aplausos de la gula.

Aquel río

Aquel río desconocía las funciones de los relojes. El tiempo olía a mercancías y a moda avalada por los mass media. Los edificios exhibían sus estructuras híbridas y sometían al escarnio al río sincerado con sus costes.

Aquel río se sumergía en todas las posibilidades de la abyección. La seguridad remojaba el borde de los diques, pero los ahogados saltaban a las páginas de los periódicos con una delicadeza que sorprendía.

Aquel río fluía consolado por el tráfico automotor. Los viejos puentes de hierro fueron fundidos y en su lugar el concreto acercaba al futuro instantáneo. Por debajo escarbaron sus entrañas y los motociclistas pronto descubrieron a la muerte dando zancadillas en el túnel.

Aquel río retorcía con lentitud a su serpiente invisible. Le ofrecía vidrios y cristales y fragilizaba su sentir. Luego la exhibía ante las cámaras internacionales y un gran festejo de agua y pompa se deslizaba hasta el fondo de las pupilas obnubiladas.

Aquel río empecinado quería revivir a sus dioses subacuáticos y con bigotes. Los bagres remontaban la corriente y perecían atravesados por los anuncios crueles del aluminio y del plomo. Muchos observaron a unos fuegos fatuos que trasponían el horizonte con el descenso de las estrellas. Una barquichuela de papel trasladó el luto hasta el lugar donde se olvidan los afluentes.

Aquel río apareció como postal multiplicada cuando el verano dispersó los almanaques que le sobraban. Los rascacielos se empujaban entre sí para poder respirar un poco de aire aliviado. Desde las terrazas se contaban las luces para evitar que se extraviaran. Los barcos eructaban a los pasajeros y en medio de la corriente no pensaban en Buda y llamaban a gritos al dios de la riqueza.