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Rostros en su tinta

Textos y dibujos: Wilfredo Carrizales

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Rostros en su tinta

Dos jotas, cuatro corazones y un ojo que gira con un rey invertido. ¿Para qué más? Todavía el semblante agita su dureza y el dolor que le falta migró hace rato hacia un costado de nostalgias. Se nota en el rostro el acoso de algún fantasma que se desliza desde la oscuridad de la tinta en su despliegue que se aleja y aproxima. Más allá cruza por la cara una temporada de oposiciones. Hay como un velo que propone un maquillaje para lo meramente memorístico.

Si se entreabre la sombra facial aparece una distancia que es una condenación a priori. Desde el cielo alguien escupe: tal vez se trate de cierta mordedura desprendida de la boca de Dios y cae sobre la fisonomía con su ingravidez roja y aproximativa de hoguera. Algo parecido a un murciélago se estampará con angustia en un lado de la expresión y un retazo de azul se anticipará al origen de un cielo que será implacable.

Ni pensar en cara de ángel. A menos que sea uno de los que poseen mórbida fauce donde se enciende el peregrinaje del temor para que el destierro definitivamente se convierta en asunto de sentencia o fundamento inhóspito o desvergüenza en el gratuito oprobio.

Nunca falta un oráculo que arrostra su signo de carencias en la transparencia opaca que aísla. A mal semblante recinto con diapasón en el acceso a los misterios.

 

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Rostros en su tinta

Rostro de perfil, embozado con la turbiedad del restallido falaz porque la ceguera ha dado de cuajo encima de la herrumbre que enluta. Aquella intención no puede ser estandarte de mirada equívoca. El ojo —brotado, nada ecuánime, presionado por la rojez de las venas— va en pos de un pincel huérfano para anudarle la duración de un tiempo que sólo es rumor, vacilación, áspera consonancia. ¿No equivaldrá todo eso a una visión volcada a más altura que lo inmutable? Por la cara concurren enfados y perdiciones.

Se traslada el sueño avecindado a lo gualdo o a las minucias del verdor que apenas se hiere. A cada momento el semblante debe intentar una rotación, pero lamentablemente no lo consigue y debe entonces guardar la idolatría que produce. Nadie podría afirmar que hubo una fisura en su demencia.

Otra vez el emborronado gesto tiende a empañar la incertidumbre que lo signa. Es que se ha disipado el longevo espejo y ahora únicamente queda una máscara para constreñir las indulgencias. ¿Alguien, al pie de la letra, será capaz de endilgarle que cometió infidencias tras los biombos? También el oro se ennegrece y muestra su faceta. ¿Quién hablará, entonces, de trampas, de descaros, en las noches esculpidas con minerales tenues?

 

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Rostros en su tinta

De cara, con soberbia e irritación. Como conviene a la costumbre del sacramento de la niebla que se afana por llegar a ser faz y ningún sonrojo. Los ojos bien abiertos, en procura de un no inocente vuelo en la distancia. Uno se empequeñece nutrido por la ictericia de su acontecer; el otro, se agranda, verdiazulado, con el párpado fundado en la grandiosidad del vacío.

Sin ninguna reversión, el labio inferior ayuna con la ayuda de una lengua que, en su insuficiencia, se manifiesta con sus verbos ahítos, con sus despropósitos de silencio y trizaduras.

El rostro se entrega a su severidad —¿y para qué?—, si no le truenan monedas y dondequiera se mueva lo acompaña un deslave en la sucesión de sus miradas sustraídas a la gasa o a la tela ofertoria.

La mancha de un eclipse intenta ejercer su oficio sobre la superficie del rostro que se descose de imperturbabilidad. La observancia de su ley le evita el atisbamiento de una pupila blanca que subyace al pie de su muralla. El semblante trasuda y fija la fisonomía a la perversidad del purgatorio que le sirve de envoltura.