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Ruinas

Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

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Ruinas

Se inscribe el derrumbe en la resolana de la tarde con su estertor de enfermedad. La decadencia irrumpió en las cámaras secretas y las huellas de los ejércitos invasores midieron a la muerte con sus descargas de pólvora, saqueo y locura. Las mariposas fueron arrancadas para que no dejaran testimonios. A las nubes se las mutiló hasta arruinarles la inmensidad de su anfiteatro de levedades.

La vileza dio dentelladas sobre las pieles de los mármoles que obedecían las órdenes de los dragones ilusionados. Un enorme sobresalto, una conmoción de escalofrío, cayó de pronto encima del recinto que emulaba un paraíso. ¿De cuántas regiones del mundo surgieron los gritos de victoria y embriaguez? Los cuerpos uniformados se lanzaron a la rapiña con un instinto de tigres sin pupilas. Creían que ellos eran la eternidad y la eternidad sólo se alimentaba de ruinas.

Ahora únicamente queda una zona de abismos y el misterio se filtra a través del telón que se transforma en lejanía y en emboscada para los recuerdos malsanos. Los sofocos de la sangre continuarán viviendo a expensas del polvo que no se puede recoger en cuencos, porque se propagaría como un fantasma que no tiene fin ni siglo para la idolatría.

 

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Ruinas

Las ruinas acumulan días que se sepultan bajo las lastimaduras que provienen de la espada y la pernicie. Un búho, en la sumisa culpabilidad, perturba los peldaños del pasado. La realidad se torna intraducible y las zarpas guerreras de otrora hacen señales de adiós a quienes recogen trozos de piedras labradas para usarlas como talismanes. El fanatismo no se salva ni aunque lo proteja un enrejado.

Con cada trueno del límpido cielo las arañas preparan las visiones en el interior de los agujeros. Las grandes maniobras son horizontes de sordos en los reflejos que se tumban sobre el interminable oráculo. Las palabras de pesar agobian y apesadumbran en las columnas que se aventuran hacia el vacío.

El titánico sabor de la derrota clava su desvarío y abre múltiples tajos en los estandartes que se frustraron por no poder imponerse con su parquedad y su humo sin memoria. Ahora comprobamos para qué sirvió el paraíso y la errancia de los caracteres sobre las superficies nos recuerda, sin cesar, la inutilidad de los cuestionarios de la historia.

 

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Ruinas

A muchos duele todavía el laberinto para el cual nunca habrá llaves apropiadas que develen los arcanos de los sitios del insomnio. Los pies se coronan de chisporroteos y de calvicies acorraladas en los pozos extintos. Se mueven exhalaciones con sus castigos de pertenencias y las migraciones de los latrocinios. El milagro del encuentro de una salida jamás se escurrirá por los canales que fraguaron vendajes de invierno.

Sorprende el inventario de iniquidades y las sombras de las manos se recuentan en un tribunal que no se altera entre las chirriantes enramadas del resabio. Las aguas se evaporaron en los rostros en acecho y campaña. Entre llamas y escapularios la ilación de los despojos chapoteó en la corte de las ascuas y el desprecio. Así no más se selló la ceniza; así se probó la fiereza de las ruedas que entramparon las estaciones del sosiego.

Una madriguera de piedras engendra una feracidad de sueños e invierte el enardecimiento en atajos que desesperan a los vocablos de las almas. El ayer se hunde en sus raíces y se obnubila tras los espejismos que se disputan los maleficios del mundo.

 

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Ruinas

Las sendas se retiran envueltas en sus precariedades de sustancias. Los tegumentos que una vez unieron las bellezas de los mármoles hoy son falaces arrastres de los huesos inadvertidos. ¿Para qué explorar en leyendas y en hormigueros sin hierbas o en juegos que desafían los fulgores que quieren olvidarse? Un velo caerá sobre nuestras cabezas calenturientas y el enjambre de aquellos amontonamientos pétreos será el credo de una geometría para el fracaso.

Un león fue invadido por una sola bala de cañón y el rugido de su postrero continente se disolvió en el blancor de la demencia que saqueaba para probar que el universo seguía sus leyes. De la tormenta oculta se pasó del delirio a la infamia de perros acorazados y trizados por la codicia y por los relámpagos con sus guijarros.

Con la más radiante luz los erizos avanzaron por entre las centurias de los ecos del hundimiento. Encontraron matorrales engarzados a bloques del oprobio. La niebla entrevista en realidad era humo con su fuego y con el destino roto que pretendía saltar hacia la escollera donde la espuria gesta se pudría con sus cucharas atragantadas en el rostro.

 

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Ruinas

De modo que el emblema del mármol quiso darse a la fuga y lo detuvo la frontera de la cicatriz en el suelo. Ningún perro lo olfateó pues temía a sus propios escombros. El luto tiritaba como un hito en lo claroscuro y en la sed del asalto final una llama excedió la miseria del más tenaz de los hierros.

Se cumplieron los pactos de los soldados y las llagas y las avaricias se instalaron con sus patas de rancios pellejos y la enfermedad que se acata en la ambición celebró sus bodas con la quemadura y la violencia.

Puede ser que ingentes cantidades de alcohol se apretujaron contra los fusiles y en los bordes de la ceguera la tierra tremoló con una declinante lámpara votiva. Entre puñaladas y escupitajos se repartirían los trofeos del ornamento imperial. El desorden precipitó los ropajes humanos hasta la necesidad de la epidemia. En un inexorable ardor la conquista fue un pan relleno de plomo y extravagancias. La cruz de los caudales resonó como un badajo en la profundidad de la duna de las errancias.

Los nombres de los insignes guerreros cuelgan de las sogas de sus sudarios. Sus patrimonios se incrementaron con el ácido de sus costumbres y en el túnel de piedras heridas que ellos construyeron sus ojos continúan temblando para que no se cierre el cerco y la noche no los despoje del bálsamo de la ineluctable fe.