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Shakespeare, al ocaso, bajo ramas desnudas

Texto y fotografía: Wilfredo Carrizales

William Shakespeare

Allí faltaría un cuervo, hermoseado por sus respiros, y un tigre imaginario oculto detrás de los actores agazapados. Se supone que el dramaturgo sería capaz de bombardearnos con versos blancos, con los mejores de los suyos y seguir siendo un absoluto factótum hasta llegar a desconcertarnos con una única escena en su país que se agita.

Los actores recordaban con frecuencia que era un honor para Shakespeare hacerles saber lo que estaba escribiendo. Sin embargo, él penaba, nunca bloqueaba las angustias y quedaba fuera de línea. Ellos tal vez fueron malevolentes con sus discursos. No hablaron de la posteridad para no poner en evidencia su ignorancia. Las circunstancias le escogían a él como a su amigo y dondequiera que fuese trataba de encontrar a un fautor. ¡Ah, pero nuestro propio candor no justifica el amor que se le pueda profesar a ese hombre! La memoria debe poseer un lado de idolatría. Hagamos entonces que él abra su naturaleza franca y natural, sus valientes nociones y aquellas expresiones que le resultaban fáciles.

Doquiera que él fluya el tiempo del desenfado resultará necesario para no detenerlo. ¡Sufrir las eras!, podría haber dicho, etéreo. Por supuesto tuvo noticia de su propio poderío y las reglas no lo enredaron demasiado. Muchas veces cayó en asuntos de poca monta y no pudo escapar sin laudes. Hizo hablar a César y expresar lo que él mismo albergaba en su caletre: “Yo, César, debo haber errado”. La réplica no se hizo esperar: “César, nunca fallaste, sino que tu causa legítima lo justificaba todo”. Parecería un pensamiento ridículo, mas la voz de la virtud se redimía con los vicios. ¿Habrá un precio que hay que pagar para ser perdonado?

Shakespeare necesitó hacerle el debido honor a sus huesos apilados por la labor de las piedras de las edades o las reliquias serían consagradas en el punto central de alguna pirámide sin nombre. La fama se convirtió en su madre y el hado le quiso entre los suyos, pero, ¿a qué acudir a la factible debilidad de su cognomento? Los espectadores continúan maravillándose y sorprendiéndose al descubrir de qué manera construyó el monumento de su arte de larga vida.

Sus escenas, a lo que parece, brotan expeditas y tocan a cada corazón en la médula. Habrá un libro invalorado cuyas hojas serán batidas por el viento de otoño. Causará, acaso, una profunda impresión las líneas penetrantes que semejarán un oráculo como el de Delfos. El mármol no estaba concebido para él ni tampoco la pompa de un fastuoso sepulcro donde al fin pudiera descansar.

Juró beber el buen vino que ofrecían los días y actuar y resolver la libertad de la cotidianidad para no caer de nuevo. En la mitad de una noche de verano tuvo un sueño que nadie nunca antes había tenido y vio que su vida transcurría a través de la ridiculez y lo insípido. Entonces confesó que resultaría mejor danzar con agraciadas mujeres y obtener de ellas todo el placer.

Algunos lo enfundaron y lo encamisan como moderno, embutido en un traje de antiguo poeta y con un alma comprensiva capaz de entender la totalidad. ¿Las imágenes de la naturaleza humana estarían en todo momento presentes frente a él? ¡Qué suerte la suya al describir tales figuras, tales caracteres, tales inquietantes personalidades! El espectáculo debía continuar con la recomendación que la condición del hombre extraía de su interioridad y le enseñaba a aprender la lección.

Algún crítico se atrevió a afirmar que la moral de sus argumentos teatrales era muy instructiva. ¿Para qué asegurar semejante necedad? ¿Adónde fue la cautela de los padres de las novias en cuarentena? ¿Y los celos como desencadenante de tragedias de donde no se podía escapar? ¿Y la posibilidad de que las buenas esposas se precavieran del ojo que con insistencia las perseguía? ¿Es que los maridos no tuvieron las pruebas matemáticas de sus cuernos primorosamente colocados?

La propiedad de sus tragedias arteras rara vez tocan en la vena verdadera de Esquilo y las sentencias manan sin cuidado hasta perderse en la quietud del designio de lo innominable. Observamos los requerimientos de la puesta en escena y las cosas se complican cuando las musas no quieren descender deus ex machina.

Esas escenas trazadas con rudeza y adornadas para rescatar una mano condenada. El reconocimiento a su propia falta de sofisticación. La extravagancia de la imaginación que soportaba la fuerza de un genio que se debatía por sobresalir. Las imágenes se multiplican por la constante reflexión sobre un cambiante espejo.

Los principios de los juicios embarran las estrecheces. Romanos que no eran suficientemente romanos, ni reyes que no llegaban a ser totalmente figuras de la realeza. El público se deleitaba y veneraba al poeta y recibía de buena gana al dramaturgo que se escondía tras el telón para disminuir su valor. Las sombras en sus paisajes se movían con una forzada diligencia y las flores que trataban de oler bastante plantadas en los bosques fueron cultivadas al compás de la novedad. Los árboles extendían sus ramas hacia un aire extraño y por momentos las pupilas estallaban con el esplendor vegetal. El drama mostraba la forma que procuraba gratificar, pero una diversidad sin límite interponía su fuero para que se incrustasen las impurezas.

Si cerramos los ojos para contemplar con los oídos, el espíritu puede experimentar el desarrollo de un lenguaje construido sobre las dudas y la oscuridad de las palabras. El misterio se torna en nuestro confidente y singularmente intenta revelar el balance asentado en la violencia de los actos o en la desventaja ligada a la ruindad de la esperanza.

Un día, Shakespeare salió de Inglaterra y comenzó a habitar otros idiomas. La inquisición de su indagación nos puso en la mira del observador y entonces nos sentimos rodeados por virtualidades que facultaron a nuestras capacidades para aguardar por las correspondencias del drama o de la comedia en que estábamos envueltos. El claro eco de unos pasos que nuestros pies provocaban nos hicieron acercar un poco más a la “esfera de lo humano”.

Estupefactos, enarbolando nuestros exilios, sirviéndole al hado que nos encierra entre sus cárceles de vidrio, continuamos con la exhortación y las mentes ocupadas en inútiles juegos del desconcierto. La serenidad no se instala en nuestras almas y un mar tempestuoso nos golpea con sus olas que nos tornan mudos. Si trasladamos nuestros temores al escenario probablemente Shakespeare los transforme en ilusiones.

Y así aparecen, con siluetas repulsivas, el Rey Lear y Romeo y Julieta y Hamlet y Macbeth y Otelo y el tedio sobrepasa a lo que se deniega, pero que en el fondo se acepta: seriamente somos devotos de la dramaturgia de ese inglés isabelino que intentó atacar el problema de la angustia y de la hipótesis humana para asumir un rol más creíble de cara a un esquema con certezas en duda.

(Baja el telón y se escucha una voz off the stage: “Estamos hechos con la sustancia de nuestros sueños”.)