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De lo teratológico como tedio

Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

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De lo teratológico como tedio

He aquí a un hombre en su estado puro. Ninguna idea extraña le ronda por su cabezota. Está encerrado para que no marche por las avenidas arrasando todo a su paso. En realidad él parece un Jefe de Estado en decadencia. Levanta los puños en alto cuando escucha la marcha triunfal y grita desaforadamente. Perdió el peine y la ropa interior. Ahora no necesita ni silla ni cama. Se puede pasar la vida así, reprendiendo con destemplanzas a los transeúntes. A veces flota y se mantiene como flan de músculos en el aire. El sol apenas le quema la piel y bate sus brazos a semejanza de unas grandes hélices y con todo el coraje del mundo pisotea el entarimado de su jaula hasta rayar en la locura. Alguien le oyó vociferar en solicitud de la paz. De pronto, sus ademanes fueron suaves y comenzó a respirar como un gran danés y las orejas se le alisaron. Pero todo eso no era más que el signo que preludiaba una terrible explosión de ira. A voz en cuello exigió un caballo de tiro que se adecuara a sus toscas piernas. “¡Que lo traigan pronto!”, clamó. “¡Que lo quiero montar cuanto antes y fuetearlo y hacerlo cabalgar hacia la sede del Poder y larga, largamente, que deponga sus cagajones a perpetuidad!”. El hombre en su estado puro no se fía ni de su sombra. Piensa en los hechos con una frialdad pasmosa. Sabe que los siglos que le restan por vivir transcurrirán con él ausente, pero no se acostumbrará a esto y regresará por la revancha, vestido de hierbas rugosas, preñado de abominaciones de jardinero. Aunque se lo proponga, no volverá a ser joven y los ciudadanos lo hallarán culpable de sedición y le arrojarán frutas y verduras podridas a la cara para que se aclimate a la tiranía de los nuevos tiempos.

 

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De lo teratológico como tedio

Parece que el negro se desprendió de una latigante edad y cayó a tierra y quedó convertido en gran batracio, con un buche para refundirlo en las mieles de las mujeres. Él recordará las disputas posteriores por mercaderías y por las afinidades voluptuosas de las lindezas. A pesar de las promesas que le hagan, sus ojos se brotarán cada vez más hasta ralear las superficies armadas. Por momentos habrá la presunción de que es necesario llamar a los carros de la policía. Los familiares del gran batracio lo decidirán. Si él llega a salir de su encierro la sangre gritará y ése será su mayor crimen. ¿Por qué? Porque los humanos verán ante sí las razones de su propia insania, la inhumanidad de los hombres. En ocasiones el gran batracio oscuro intentará decuplicarse para parecerse a los dioses y tenderá a borrársele la fiereza del rostro, pero su mala salud le torcerá la noción de agigantarse más. Ante la calamidad del calor debe sudar copiosamente y corregir su metabolismo que le hace pronunciar palabras que carecen de sentido, excepto para quienes se tumben a sus pies. Él desea saltar con soberbia y hacer sufrir a los indiferentes. Anhela comprometerlos en sus rivalidades. Sabe que odia y lo jura; sabe que su exorbitante gordura no se debe a la ingestión de piedrecillas, sino al consumo desmesurado de silencios elocuentes y calenturientos. Se mantiene quieto frente a los observadores acuciosos y se obstina en transmitirles por telepatía los pensamientos más terribles que pueda alguien imaginarse. La oscuridad de su piel es la preparación del imperturbable rito funerario que prepara a escondidas. Tanta hambre de muerte le tiene la sesera pulida y refractaria a la común luz. De esta manera, él se asocia con el misterio y se apasiona con los sueños que ruedan bajo sus pies y que, al final, norman su memoria de impenetrables recuerdos de cuando estaba en la barca como esclavo.

 

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De lo teratológico como tedio

Gime, es obvio, y está compungido. “Por las muertes semejantes. Por los enemigos que no lo fueron. Por las razas inexistentes. Por los esquivos. Por las monstruosidades de la noche, de la negación, de los chillones, de los pelirrojos”. Se pronuncia y padece el estatismo de vivir. Ha tenido sueños de bribón. Brilla su pectoral con el papel iconoclasta de ¿Armenia? Enmudece y su “cuarto” se agita. Escucha con atención el ruido de los fórceps a que es sometido el destino para que nazca sin deformidades. Ruega. “¿No será posible que haga una llamada telefónica, una sola?”. La soledad lo nombra y no lo ampara. Las alas se le agujerean y son tan leves las agujas que no logran remendarlas a tiempo. Se le enfría el pubis y se le torna marrón, indefinido, pivote para lo rústico. “Si tuviera aunque fuese una mínima chimenea haría mis experimentadas señales de humo”. Lo mantienen con vida los estudios profundos que realizó acerca de los abismos en las ciudades y las miasmas y las cagadas de las palomas y los plúmbeos umbrales de la fraternidad. Él comprende a cabalidad desde la heredad del hierro a la diálisis de los gendarmes. Para toda esencia se combina en un exquisito gris. Él va a saltar en algún momento que devendrá en hembra. Ya su falo no se le retiene y huye entre los pliegues obtusos de la carne. Su gusto por las rosas tiende a declinar y se exaspera porque quiere lanzarse cuanto antes a un agua dramática. Desea que lo desechen. Anhela que sus perdidos árboles se vuelvan bárbaros y fluyan con las pretensiones de lo famélico. La presión sobre su costillar se ha hecho tan de plata que ya ninguna lectura retiene. Y así, ¿para qué continuar con esa existencia? Mejor será reconcentrar las adecuadas palabras y aguardar con benevolencia un golpe de viento y salir en coma hacia las nubes hasta apoderarse de la llave del sol y dejar caer sobre la tierra una algarabía de cristales.

 

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De lo teratológico como tedio

“Busque, busque. Entre mis dientes perfectos está la enseñanza que los doctores filósofos nunca han prodigado”. A cuatro patas infla su corpachón. No decae ante nada; no obliga a nadie a falsos armisticios. Su criminalidad subsiste y detrás de su dentadura no se interceptan los fluidos del delirio. Él no abandona la zarabanda de los días postreros. Carcome los barrotes y eructa. No le teme a su prisión, pues ella repone el amor por la siquiatría y el manicomio. La piedad no está entre sus juguetes preferidos. Suele hurgar en el interior de los parlamentos de quienes fuman tabaco de mala calidad a hurtadillas. ¡Ah! ¡Si pudiera agarrar por los cabellos a los poetas! ¡Se los arrancaría de cuajo! Él es un firme defensor del uso de la guillotina. Las torturas le enternecen. Su sentido del olfato es solar y en su frente la noche se relapsa. Las epidemias le son proverbiales y aun apartado del tráfago humano incide con su aliento en los crímenes de famosas celebridades. Sus ojos se resisten a las alucinaciones de las estaciones y como ignora que la Tierra semeja una circunferencia brinca y brinca e irremediablemente provoca sismos de poca monta. Antiguamente poseyó un par de antenas para la esperanza, pero se le atrofiaron por falta de uso. El buen opio le pone de óptimo humor, mas ¿quién se atrevería a dárselo? Divaga interminablemente acerca de la propiedad de los banqueros y suele llegar a conclusiones que orillan el entusiasmo por la necrofilia y el canibalismo. De día se apropia de la negrura y de noche, la claridad se le enlaza con validez y dedicación. En sus ensueños se transporta hasta la región de los sangrantes, aquellos hipócritas que se clavan a una cruz para redimir las culpas de las seducciones y abusos de los curas y obispos pederastas.