Algún niño empujó el zapatico

Texto y fotografía: Wilfredo Carrizales

Algún niño empujó el zapatico

ALGÚN NIÑO (¿ignoramos cuál?) empujó el zapatico hasta el borde de la alcantarilla. ¿Hubo la inminencia del peligro? Sólo hubo el constante sueño por huir; ir al encuentro con las criaturas del subsuelo y dedicarse a jugar con ellas en el júbilo de los granos de arena, sin temor a la prueba y al llanto. No existió la idea de desgracia ni desesperación. Un acicate lo movió a la audacia: el llamado de las almas de los gusanos. Su deseo de arrimarse a lo ignoto. Sus anhelos lo llevaron a los canales y más tarde a la laguna. Con la oscuridad se dio y no apareció el miedo. El sol dejó de punzar allá abajo. Desde lo hondo el cielo se veía más cercano. Buscó desconocidos pasajes, a retaguardia. Aguardará hasta que no haya mañana para echar a la muerte. Se ocultó en la maraña que se definía por debajo. Hubo ruidos para preguntar por las trepidaciones; hubo paciencia a la usanza de la tierra. Frente a él una escabrosa y hedionda masa de sorpresas; él a ciegas con su soledad. Cosas negras se movían con espanto. Dentro de su pecho una pelea que no se confesó. Del descuido un prodigio. Jornada con ramitas en asaltos. Vino el cuento y le cautivó su utilidad. Aparecieron varias señales que pudieron declararlo reo. Tal vez cierta escondida fragancia. Hubo destrozos para caer de bruces. Un cruce que lo apaciguó. Mató en las deudas a la indecisión. Insultó a la debilidad de sus pies. (Más tarde hallará otro breve zapato confundido con el olvido). Se abalanzará hacia columnas de salitre. Allí resuena lo poroso y abundan las noticias en conglomerados. Por ese camino inferior la noche se aprovecha más; hay más aciertos. Acuciadamente se notan las glándulas subterráneas; se adivinan los guijarros que no descansan. Adondequiera una doctrina de dureza; adondequiera se esparcen los lamentos. Achaques que verá la corriente de realidad enferma. Con obstinación, él logra la extensión de la afinidad, grumos, malicia a la que nadie culpa. Verá engaños y cálculos que no sanan entre el extravío del tiempo y la espontaneidad de los frutos sucios. Sus manos serán llevadas por la atrocidad. (Adelante la sanación tras las vísperas; aire que no se guarda). Descubre un ímpetu que aparta los vahos, sus cortinas de flexión: sumaria relación de lo putrefacto. Procura la edificación del ánimo. Nota el traslado de lo que se ve y no falta. Fuera de sus alcances, vestigios de vasijas, las toses y las obras tóxicas. Evita la destrucción de las pupilas por el ámbito de lobreguez. Se asombra de los elementos de las semillas que fueron perturbados. Parte de su interior y dice con voz de baldosas y los grillos esquivos plantan sus husos en cualquier momento. Algo se torna apacible y se ignora lo que es. Observa flores de lodo nacidas bajo la amenaza de lo blando y cortes de las figuras que carecen de oficio. Siente manchas en el mismo eslabón del pensamiento. Ahí se le enceguecen los antecedentes del dolor y la saña y también siente la sentencia de un herrumbroso cuchillo. Luego suenan diminutos días y casualmente se despojan de sus males. Intuye que habrá un amanecer de amarga amarillez y, a su costado, antigüedades proporcionando surcos y fragmentos atados a la degeneración de la lumbre. Ve volar moscones de anchura destinados a los travesaños de la sinrazón. Escucha con pasmo gotas gobernadas por la presión de los anélidos y quiere contemplar a éstos a través de su perenne martirio. ¿Adónde se fueron aquellos bramidos de atrapados embusteros de las ruinas de antaño? Piensa en la desnudez comprada sin alabanzas y percibe que le faltan minutos y joyas sin lustre, pero evita un seguro descarrío. Atrae con la mirada a arañas con alfileres en los lomos y rasgaduras un tanto deliciosas. Ardiondo, se sume en la inverosimilitud de la nigromancia. Traza círculos enrollados a riesgo de extenuarse. Provoca la pelea por la simetría y la sola garganta correspondiente. Detrás de la venganza que se manifiesta de improviso, asienta los clavos y los estorbos: mercaderías sin contrato. Así explica los derrames del ánima; así las causas de los gemidos del espíritu. Porque rezuman aves llanas, imaginarias emplumadas, padecidas sin majestad. Impulsa a los átomos que se desvían hacia los cilindros de la espesura y los espacios quedan con una descarga de opalescencia. Su ego asume el descenso hasta la edad de la angustia. La comunicación de la piel va siguiendo un prodigio que abusa de lo tenue, aunque la congoja arrastre sus partículas de cautela y enojo: ocasión para el salto de las más terribles de las espinas. Su conciencia en lo trémulo se rasga y expone su ámbito de abandono. A ratos mengua su valentía y adquiere el basamento una imagen de esqueleto que se curva. La grava se propaga en herradura y con la gratuidad del momento proferido. Le cae un estupor, en especie, autorizado y las excrecencias lo intervienen por orden del dios de los enfermos. Fuera del tiempo, se ve compelido a correrse en troquel y sus hechuras, poco satisfactorias, se tornan fáctum que fácil y ligero se amolda al símbolo de la tenebra. Febles cuerpos fajados se le juntan y con los hojaldres que engañan por lo abstracto organiza un ritual de palo y yerbas en el ambiente comprimido. Surge en su mente una desazón y en el remate de la fase desgraciada una pragmática aparece para convertir la suciedad en felicidad de las úlceras. Provoca la proliferación de las interferencias y las estancias de los trabajos flacos. Palpa sus ferrugientos espasmos y se castiga con gravedad. No hay celeridad en su proceder y no hay porqué celebrarlo. Se malogra el respeto por los coágulos. No se trata de la laminación ni de ninguna pasta, sino de las garrapatas y sus fiebres recurrentes. Intima aún más con la fidelidad en la creencia de la patraña aminorada. Chispas, embelecos, quebraduras que subsisten sin el cabal sentido de las circunstancias. Descendió en el asolamiento y atrancó su energía sin obraje. Se lanzó al perpetuo desbalance que se pregona y se continúa pregonando, a pesar de los vicios en las generaciones y una gangrena de fuego se expande con cuerdas que no dan reposo y tanta era su tolerancia que se llenó de ecos la oquedad que se mostró ahíta a partir de allí: cuando roturas, quejidos; cuando quejidos, roturas. Por lo pronto, conoció a las lombrices idénticas a su algazara y libres para vivir de balde. Nunca culpó a las cucarachas por haber arrojado las negaciones a los trechos del asco. Trepanando, no trepanó la miasma. Vociferó: a la extinción, con miedo de escrutarla, con pavor de escucharla, sin saber qué oponerle, ni cómo expulsarla. Se arrastró, braceó, se desplazó con el hambre tiesa y abundancia de apostemas que no se ablandaron. Haló su mordacidad para enajenarla de un pedrusco que la requería para certeras insanias. Todo retornó a su sangre. Su magma se atajó para evitar no sé qué quiebre. Recogió menudencias como argumentos de los desastres en medio de inconsistentes fábulas. Nada abundó en los preconcebidos topos: ni siquiera la redención de la tortura. Consignó testigos deleznables que holgaban donde el polvo se hacía más fiero y echó a rodar las sombras de una acre textura y trastocó el vituperio de las rapiñas para pernoctar en un gris aroma.

Después de tantas abreviaturas, el niño volvió acá, a la entrada del enrejado y se lavó del óxido y supo que lo aguardaban raíces, hormigas y la acanaladura de otro zapatico con su recargo de metáforas. Con el carbón irrigado se deshizo de las alimañas y de la variedad de peligros sufragados en el ínterin. En el desagüe ganó abalorios y hojas secas para constreñir a los ácidos. Desde el submundo vio subir unas virutas que ensalzaban su nombre y sus quehaceres.