Medardo FraileMedardo Fraile
Cuando el cuento se convierte en gota de sangre
Comparte este contenido con tus amigos

Medardo Fraile, cuentista de culto, habla sobre los relatos que han marcado su existencia y sobre los cuentos propios que prefiere. Prefiere el sarcasmo, la brevedad, el misterio; y confirma que hay algo autobiográfico en cada cuento que escribe.

Amable e informal, en mangas de camisa, Medardo Fraile, un escritor de culto entre los amantes del cuento, me recibe en el pequeño departamento “de paso” que ocupa en Madrid cuando visita la ciudad. En 1964, cuando ya había publicado tres libros (Cuentos con algún amor, A la luz cambian las cosas y Cuentos de verdad) abandonó España. Emigró a Inglaterra, donde vivió tres años y desde donde se trasladó a Escocia. “Yo pensaba volver”, asegura Fraile, “pero me casé, tuve una hija, una casa cómoda... Uno se queda en otra parte por cosas importantes y no tan importantes”.

A pesar de tener más de 30 años domiciliado en un lugar donde el castellano es inusual y de impartir clases en una universidad de Glasgow, Fraile continúa ejerciendo el oficio literario en su lengua materna: “He escrito cartas y artículos en inglés, pero prefiero el español porque el idioma eres tú siempre: tu infancia, tus recuerdos. Incluso se convierte en algo más importante que tú”, asegura quien acaba de publicar todos sus cuentos en el volumen Escritura y verdad, cuentos completos (Editorial Páginas de Espuma), que reúne nueve libros y todos los relatos publicados en revistas y antologías. “Hoy no tengo nada inédito”, afirma. “El diario ABC me ha pedido un cuento y tendré que escribirlo”.

De su obra narrativa, que comenzó en 1954, sólo quedó fuera de la publicación una novela, Autobiografía, que escribió a finales de los años noventa, “para demostrarle a la gente que sí sabía escribir novelas. Es una historia recreada de mi infancia en Madrid, desde los tres años hasta los cinco años. No tengo recuerdos, pero sí la impresión de lo que pasaba a mi alrededor, de la gente que venía del pueblo a la ciudad”.

Resulta fácil imaginar la presión que los amigos, sin querer o queriendo, ejercían sobre el autor para que saltara al género comercial. Se cuenta que en las editoriales, cuando un escritor tiene un buen libro de cuentos, le felicitan y le dicen: “Cuando tengas una novela, sí te publicamos”. El libro de cuentos, como si se tratara de un ejercicio para pulir la redacción, debe guardarse en el cajón. Entonces, ¿por qué esa fascinación y entrega casi total a un género que el mercado desprecia?

Fraile se encoge de hombros. “Me entusiasma el cuento. Cuando comencé ‘No sé lo que tú piensas’ (su primer relato), la gente se sorprendió”, recuerda. “Me dijeron que no se ganaba dinero con el cuento, pero a mí no me importó. Por qué esa obligación de publicar novela. Un escritor lo es en verdad cuando escribe lo que quiere”. Y desde entonces no se ha detenido el quehacer de Fraile: 130 cuentos.

 

El sarcasmo como expresión

En el prólogo de su primer libro, Fraile sentenció: “No sé lo que es un cuento”. Cincuenta años después tampoco ha encontrado una definición que describa esa extraña magia que crean las palabras en una minúscula parcela de papel. “La gloria del cuento es la brevedad. Hacer impacto. Si en esa brevedad el verbo se hace carne, sale un cuento maravilloso. Y siempre tiene algo de misterio. Se debe encontrar una sobriedad que no quite expresividad. En realidad, nadie sabe lo que es un cuento. Al que cree saberlo, se le nota, porque hace un mal cuento”.

Confiesa que, cuando hace lecturas públicas de relatos suyos, como “La piedra”, debe hacer grandes esfuerzos para no interrumpirse, “para no sentirme apenado”. El autor asegura que no sintió la tentación de retirar alguno de los textos que aparecen reunidos en el volumen que se edita hoy, pero sí corrigió “el final de uno y una imagen de otro”. ¿El autor siente predilección por alguna de sus creaciones? “Realmente hay montones que personalmente me gustan; son demasiados. Hay 47 cuentos en antologías”, responde Fraile que, sin embargo, y sin consultar el índice del libro, comienza a recitar títulos: “El mar”, “Ojos inquietos”, “Rafi”, “Niveles”, “Caramelo de limón”.

Fraile prefiere el sarcasmo incluso para abordar temas políticos y sociales. “Es una forma de quitar peso a lo que se dice. Ser solemne es algo lamentable; no me gusta la retórica”. Esta postura se trasluce en cuentos, como “La historia de España contada con sencillez”, en que un rico hacendado, de apellidos rimbombantes y de noble alcurnia, reúne a sus tres hijos para dictarles los destinos que deben seguir. Al mayor le indica que debe hacerse político de derechas; al segundo, de izquierdas y, cuando el menor pregunta por su papel, el padre responde que “tú, ni de izquierdas ni de derechas. Tú en la reserva, por lo que pueda ocurrir”. Fraile sonríe al rememorar el texto: “No les importa las ideas, sino el estatus. Los ministros de Franco, que hicieron fortuna con la dictadura, continúan con la democracia”, refiere con desdén.

 

Lo que queda siempre

Tan sólo un sofá, una mesa redonda con dos sillas y una biblioteca atestada, que ocupa la pared más larga, decoran la sala donde transcurre la entrevista, un escenario que bien podría corresponder a alguno de sus relatos. Y el clima parece querer imitar las sensaciones que Fraile describe en el relato. “De pronto (celebración ibérica)”, cuando el invierno comienza a retirarse. “Hay mucho mío en cada cuento, como la visión de un tema o un recuerdo personal; existe una carga autobiográfica”. Fraile, al igual que Julio Cortázar o Jorge Luis Borges, ha intentado una aproximación a la teoría del cuento desde una visión poco académica, más propia del creador. Ha dicho, por ejemplo y sin pretensiones de redactar un decálogo, que el cuento “no debe ser excesivo ni en la diversión ni en la tragedia”; que “guarda algo de risa, aunque sea dentro de una lágrima”; que se “siente” más que se “lee”, y que “el cuento acaba cuando acaba el hombre”. “El cuento dice algo tan esencial que se convierte en una gota de sangre en el lector”, mantiene. “Se queda algo. Me ha pasado con cuentos de Katherine Mansfield, como ‘Fiesta en el jardín’ y ‘Las hijas del difunto coronel’ y de Anton Chejov, con ‘Los compañeros’ ”.

Y le pasará al lector con textos como “Un viaje sin vuelta”, donde el escritor utiliza la metáfora de la araña que muere dentro de un libro, justo sobre la palabra “muerte”, para retratar cómo las coincidencias pueden llegar a determinar una vida. El cuento narra la manera en que un niño descubre la literatura, cuando un pariente lejano, llamado Melitón, muere y deja un sacó de libros: Cristóbal Colón, El arbolista práctico, la Santa Biblia y Penas de amor perdidas, de “Guillermo Shakespeare, cosida y recosida, sin empastar, sin hoja de portada”. El lote cayó en manos del protagonista porque nadie más lo quiso. “Los libros que cito son auténticos y los tuve cuando joven. En La Torre de Esteban Hambrán, en Toledo, cerca de Madrid, que era el pueblo de mi padre, existió un hombre Melitón, solterón, que tuvo libros y que repartió a toda la familia... La casualidad es una palabra comodín porque quizás las cosas están escritas en alguna parte”.

Como si se tratara de una nota premonitoria y trágica, Fraile eligió una cita de Pedro Alfonso para cerrar Escritura y verdad, cuentos completos, en que dice que “al llegar a este punto de la narración, el cuentista empezó a dormirse (...) y si tú insistes para que refiera más de lo dicho, intentaré librarme con la ayuda del cuento que te he referido”. ¿Acaso Medardo Fraile se prepara para un silencio, quizás largo, tal vez definitivo? Nada más lejano a su intención. “Pienso seguir haciendo cuentos y artículos”. Y amenaza: “A lo mejor, hago otra novela”. Sonriente, satisfecho, Fraile se despide sin cerrar la puerta e invitando a unas copas para otro día.

(Publicada en el diario TalCual. Mayo, 2004)