La Caja de Parrandora

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Nicanor, Nicanor, saca tus cachitos al sol, debió decirle ese cancionero sin nombre, libro que lo mantuvo en el limbo poético chileno por largos 17 años. Y el hombre, como en los cuentos de hadas, primero se hizo Príncipe de la Antipoesía a partir de 1954, y ahora “el último vanguardista”, vuelve al trono de la poesía, por obra y gracia del Reino de España, que acaba de premiarlo en la X versión del Reina Sofía.

A sus 87 años, Parra sólo hace viajes al interior de su mundo hamleteano y kafkiano, allá en Las Cruces, un balneario en el Pacífico chileno, que pareciera ser un símbolo del más allá, aunque su clima es recomendable para los corazones cansados o que han latido como cabra de monte.

El éxito de Parra es no bañarse dos veces en un mismo poema, ni siquiera palabra, y en su constante búsqueda en la Caja de Parrandora, porque su logro radica en haber mirado más allá de su propio ombligo y pisar tierra firme, aunque se encuentre entre el mar de Isla Negra y de Cartagena, donde habitaron dos de los gigantes de la poesía chilena: Pablo Neruda y Vicente Huidobro.

Qué no se ha dicho en vida y muerte del antipoeta de San Fabián de Alico, siempre en el ojo de la tormenta. Neruda le llamaba juglar. Este Nicanor es un gran trovador, decía el vate de Isla Negra, y el cura Ignacio Valente, según algunos poetas, no ha dejado de intentar llevarlo a la cruz en sus críticas literarias, a este Cristo de Elqui, que “ha cambiado los rumbos de la lírica en español”, según comentarios a posteriori su premiación más reciente.

Clown de la poesía chilena, le han dicho, para ofenderlo, pero en un texto mío, inédito, intitulado Los poetas de Chile: Veo a Nicanor Parra / vestido de Tony Caluga / pedaleando camino a San Fabián de Alico / con las sandalias / de la antipoesía / rompiendo el sonido del Olimpo / Pescador de Isla Negra / este Cristo de Elqui / vuelto a bautizar en Cartagena / Y siempre hijo de La Reina / Hoy con las Cruces antes de tiempo / pero sin aflojar las espuelas / de la Cueca larga de Chile.

Después de Parra se puede escribir poesía de cualquier manera, otra de las perlas en su honor, cosechadas en las fértiles márgenes de opiniones tras el Reina Sofía.

El poeta, en un arrebato de modestia y olvido del yo, sumido en la lejanía del escenario real de España, por enfermedad, envió un mensaje a la Reina Sofía, a través de su hijo Juan de Dios y por intermedio de una dedicatoria en su más reciente libro Páginas en blanco: “en represalia por haberle sacado del anonimato”.

Quizás poco leído en España, un 40 por ciento de la población de la península no lee libros, dicen las estadísticas oficiales, pero sí muy influyente en la poética latinoamericana y de Estados Unidos, desde los años sesenta, poco más o menos cuando Jorge Luis Borges entra tardíamente al escenario de los reconocidos con El hacedor.

El bombo de Parra llegó a la propia Casa Blanca, a Moscú, La Habana y Beijing, en sus tiempos de pleno apogeo y sonó para ser escuchado con sus propios platillos, a pulso, cuesta arriba en la loma difícil de ascender de la poesía.

Parra reconoce a diestra y siniestra sus influencias de poetas de Grecia, Inglaterra, Estados Unidos, Chile y sobre todo, su maestro absoluto: Franz Kafka, como de Charles Chaplin, dos clásicos kafkianos de un mismo lenguaje y mímica, la que hoy aun vivimos en el siglo XXI.

Pero él fue por el botín de la antipoesía, y entró como una persona cualquiera, de la calle, con el decir de todos, multiplicando el yo y transformando cada una de las palabras en nuevas esporas del lenguaje.

La lucha del antipoeta ha sido contra la retórica de sus “maestros”, de los monstruos de la poesía chilena, como el les llamó, en una célebre entrevista con el poeta uruguayo Mario Benedetti, en 1969, y en especial Pablo Neruda que tragó de manera pantagruélica la gloria y la fortuna en su larga época dorada.

Su mérito es haber sobrevivido y brillado entre tantos diamantes, y como cumpliendo con el título de su primer relato en prosa, Gato en el camino, se fue agazapando hasta instalarse en la poesía, porque eso es la antipoesía, y no otra cosa, que poesía, una nueva retórica.

Quizás Parra vino a desarmar el viejo jardín de la poesía y a instalar sus propias parras, sin mayor aspaviento, pero con la metodología de un sistemático demoledor del orden establecido, entre dinamitero e incendiario, pero sin quemarse las manos para seguir escribiendo el enigma de la antipoesía.

En Parra y su poesía hay drama, risa, humor, crítica, amor, destrucción, erotismo, observación y crítica de época, una postura frente a la realidad, un ojo en constante movimiento, y una máscara superpuesta a otra, una y otra vez, hasta volver al rostro común que puede ser cualquiera.

Su yo está vivo, pulsa, hurga, recicla constantemente los materiales de ayer para ponerlos en valor, como una nueva propiedad inmobiliaria del lenguaje.

Nicanor nos ha hecho reír, pensar, reflexionar, dudar, ver, desarrollar el olfato, más allá de la inmortalidad del cangrejo, en un país más bien mojigato, siempre vestido de azul o café, limitado por paredes y aguas, pero sobre todo castigado por un padrastro que aparece cada cierto tiempo y nos da una paliza por si nos fuéramos a portar mal.

La obra de Nicanor Parra es gruesa hace años, tiene una fundación sólida, no en vano el poeta es matemático y físico, lo que le permitió escoger y usar buenos materiales para construirla. Quizás ese sea uno de sus mayores legados a los jóvenes, aunque él no es de los que suele aconsejar a nadie. Pero bien ha definido la poesía Nicanor cuando ha dicho que es vida en palabras.

Algo simple, pero real, necesario, porque la poesía es parte de nosotros mismos, aunque vivamos tiempos de descalabro, de lenguaje más propio de un parte de guerra, que poético.