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Ernest HemingwayEl hombre no está hecho para las derrotas, Hemingway

(Y E. Hemingway, Papá, vuelve a Estados Unidos procedente de La Habana, Cuba, en más de 20 mil copias de sus páginas escritas en la mayor de las Antillas, un lugar que le apasionaba y donde vivió intensamente 22 años de su vida. Los documentos serán destinados a la Biblioteca del Congreso de Washington. Los originales quedarán en el Museo cubano sobre Hemingway. Entre los valiosos documentos que Cuba envía a Estados Unidos, se encuentran las copias de sus novelas más emblemáticas, Por quién doblan las campanas y El viejo y el mar. Fue una operación difícil, dicen algunas fuentes, porque trabajaron expertos en Hemingway de ambos países, contra viento y marea).

Desde que comencé a leer a Ernesto Hemingway he mantenido mi homenaje solitario a su obra, sin esconder la pasión que siento por su narrativa y manera de ver y vivir la vida, sin arandelas de ninguna especie.

Hemingway es una lección para quien ose escribir o intente transformar el ejercicio de escritor en el pan de cada día de su vida, porque el autor de El viejo y el mar hizo del oficio la razón de ser de su existencia y se mantuvo de pie frente a la vieja Royal portátil, sobre sus viejos mocasines, con la alegría del compromiso y de robarle unas cuantas palabras a cada día.

Sólo he escrito un par de artículos sobre este viejo lobo de mar, recordado por la vitalidad de sus obras, tan próximas a la gran oxigenación de la vida y al escenario de la guerra, que le tocó vivir y registrar a pleno pulmón.

Está también en un cuento con Roberto Bolaño. Esa es otra historia, escrita e inédita.

Hemingway no sabía vivir a la orilla de los problemas ni a la vera de la vida, y siempre se aproximó tanto como pudo a los grandes acontecimientos, porque sus novelas y cuentos los escribía con el olfato y sobre las riendas de la vida.

Se daba por satisfecho cuando escribía una página al día, porque cada palabra, cada línea, pesaban duro en su conciencia de escritor, en un trabajo cotidiano que sólo concluiría cuando puso fin a su vida de un escopetazo, un dos de julio de 1961.

Hace ya mas de cuatro décadas de ese doloroso día, tiempo en que el escritor norteamericano, laureado con el Premio Nobel de Literatura y consagrado en vida, vivía el vía crucis de no poder seguir escribiendo.

Memorable es su narrativa tensionada, humana, vivencial, real, en la novela corta El viejo y el mar, un clásico llevado al cine y que todo estudiante de periodismo y aspirante de escritor debe leer.

Fue a mediados de los sesenta cuando nuestro profesor de técnica de la expresión, Antonio Skármeta, nos leyó a Hemingway, ese cuento lleno de atmósfera y suspenso, de odiosidad literaria bien calculada. Me refiero a Los asesinos, pequeña obra maestra del diálogo y de una agresión en espiral para mantener en vilo al lector y arrinconarlo como los personajes en la desesperación y desaliento de que la vida se puede escurrir si no la acompañamos en su momento de un acto de valentía.

Exactitud y claridad en el lenguaje, exigía Hemingway a sus escritos, y, sobre todo, conocimiento, porque cuando se escribe sobre lo desconocido, “lo que queda es un hueco”, solía afirmar. Escribir con objetividad rigurosa es la única forma de contar una historia, precisó en alguna oportunidad de su vida.

Papá, como le llamaban a Hemingway su esposa, amigos y conocidos en La Habana, Cuba, sentía un particular afecto por El viejo y el mar: “Es como si, finalmente, hubiera dado expresión a lo que he perseguido toda mi vida”.

La novela resume la vida del propio escritor y recoge la filosofía hemingwayiana, que le arrastró hasta el día que decidió partir: “El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido pero no derrotado”.

Él vivió al filo de la navaja como corresponsal extranjero en la guerra mundial, viajó al África para oler el viento del león en su propio hábitat y se mantuvo en Pamplona, como un eximio amante de las corridas de toro, sobre cuyo tema escribió piezas de antología.

En una memorable carta a la periodista Mary Welsh, a quien bautizó cariñosamente Pickle, le confesó que los alemanes están derrotados y sólo tenemos que destruirles la fachada, pero es como enfrentarse al pitcheo de un lanzador veterano, lleno de mañas, que aún puede resistir cuatro innings más. Era el 18 de noviembre de 1944.

Hombre de extremos vivenciales y comprometido con la especie, el autor de Por quién doblan las campanas, Adiós a las armas e Islas en el golfo vivió 22 años de su vida más productiva en Cuba, en Finca Vigía, convertida hoy en museo y donde escribió El viejo y el mar, porque su personaje y mar son cubanos.

Se identificaba con la mayor de las Antillas, y hasta allí había llegado a fines de la década de los 30, a “esta isla larga, hermosa y desdichada”, como le llamaría en su novela Las verdes colinas de África (1935).

En Cuba, Hemingway hizo más historia aun, no sólo como escritor, sino como personaje, con su propia vida de pescador del famoso pez aguja y habitué del bar Floridita, donde creó el Daiquirí Hemingway Special, cuya receta damos a conocer por si algún lector desea seguir las vivencias del gran narrador. Coloque en su batidora eléctrica zumo de medio limón verde, 2 cucharaditas de zumo de toronja, 2 cucharaditas de marrasquino, 4 onzas de ron blanco, hielo frappé. Batido. Sírvalo frapée en copa de champán.

Papá, contó en alguna ocasión memorable el bartender del Floridita, Antonio Meilán, llegaba a las 11 am al famoso bar habanero y partía a las 4 pm con 12 daiquiris dobles en el centro de su humanidad.

El viejo titán disfrutaba, sin duda, del ambiente habanero, donde en una ocasión fue a buscarlo Marlene Dietrich. Allí, en el Floridita, se le vio con Gary Cooper, el torero Luis Miguel Dominguín, Ava Gardner, Sartre, Rocky Marciano y Tenesse Williams, entre otros.

Vivía con los personajes de sus historias, la experiencia de la vida y él mismo solía afirmar: “Yo siempre tuve buena suerte escribiendo en Cuba”.

En el Floridita conoció a una prostituta, fina, elegante y bellísima mulata, quien se llamaría Liliana en Islas en el golfo.

Cuando ella murió, Ernesto sufragó los gastos del entierro y la leyenda cuenta que fue el único hombre que la acompañó hasta su última morada, y al regreso, “bebió más de lo habitual”.

Hemingway, según narra Gregorio Fuentes, el personaje de El viejo y el mar, quien cocinaba para el escritor, bebía mucho vino italiano, español y chileno, ginebra con tónica, whisky con soda y ron con hielo y limón. Eran sus bebidas favoritas junto al daiquirí doble sin azúcar, que le enseñó a preparar a Gregorio.

Hemingway estaba definitivamente vinculado a Cuba, a tal extremo que ofrendó su medalla del Premio Nobel a la patrona de Cuba, la Virgen de la Caridad del Cobre, gesto que identifica su agradecimiento a la isla y sus gentes.

El hombre que había estado en una guerra mundial cazando leones en el África, recibido las esquirlas (más de 200) de una bomba en las trincheras italianas y que había sobrevivido en Kenya, en 1954, al aterrizaje forzoso de una avioneta, vio paulatinamente disminuir sus capacidades físicas y mentales.

Lloraba porque no podía escribir, su memoria le fallaba ostensiblemente y enfrentaba delirio de persecución. Hemingway ya no quería seguir viviendo de esa manera.

Quien fue siempre la personificación de la vitalidad, no soportaba la limitación de una muerte en vida.

Partió de Cuba a curarse a Estados Unidos, en Ketchum, Idaho.

Atrás, más lejos del recuerdo, dejó su vieja Royal portátil, 9 mil volúmenes, unos 50 gatos y la tumba de sus perros, en su Finca Vigía, sobre una colina, en las afueras de La Habana, la más española de las capitales latinoamericanas.

Una mañana, en Idaho, se levantó de su cama como si fuera a tomar desayuno y con la decisión de quien va a terminar para siempre un trabajo inconcluso, inaplazable, buceó las llaves donde se escondía una escopeta Boos de dos cañones. La depresión le había ganado el corazón al viejo tigre de Kilimanjaro. Cogió el arma, se sentó en la sala, inclinó su frente sobre los orificios de la escopeta y gatilló.