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Ilustración: Leon ZernitskyDiario de trópico

Las flores blancas en abril sobre el palto (árbol de aguacate), recostado tras el muro, respirando con la selva y a los pies el río, presagiaban una generosa cosecha del fruto. Inclinado más de lo habitual, resistiendo al endemoniado comején, el árbol de aguacate dejó ver a fines de abril o principios de mayo, sus verdes productos. Estaba pariendo quizás por último año y se desplomaría con sus viejos y victoriosos estandartes. Seguí sus movimientos, respiración, hasta su voluntad, día a día, mucho más allá del paisaje y de la claridad de cada jornada. El fruto se estiraba un poco más cada noche. Recostado en mi hamaca, pensando en la inmortalidad del cangrejo, imaginaba de pronto sobre mi mano una deliciosa palta con un café y todo lo demás para la memoria. Leía a unos viejos y enigmáticos poetas, aquellos que creen que el verso es para siempre y aun así lo dejan abierto a la creatividad del lector. Una Iguana me hacía señas sobre la rama de un árbol, verde ella, mimetizada, expectante, tan antigua la hermosa y bella silenciosa, que sólo pensaba en su futuro.

Ven, le decía, y me miraba fijo como si el tiempo se detuviera entre sus ojos y los míos. Siguió meditando sobre su futuro inmediato, dejando que los rayos de sol del trópico compartieran la tibieza de su piel y corazón. El día espléndidamente iluminado compartía el sueño de la Iguana, su tiempo ceñido a sus horas. La poesía sobre la hamaca corriendo en dirección de otro tiempo. El trópico en el instante perfecto de la cosecha. Sobre el tejado alguien limpiaba las canaletas de las ramas de los pinos y el tiempo pasaba de otra manera tal vez. El aire tibio sobre el rostro de la mañana, la hamaca levemente bamboleante, siguiendo viejos ritmos, deseos, la presión de un oleaje calculado, el trópico ascendiendo sobre la piel ligera. La mañana es un escudo de luz arrojado por algún guerrero. El tiempo tiene su historia personal, y nadie tal vez la conozca, quizás sus guerreros azules.

El verde y el muro blanco hacían el paisaje. La vegetación y la humedad, sin duda, el bosque con sus antiguos árboles. Miro el bosque y pienso en Joan Baez encaramada sobre un viejo nogal en Los Ángeles, para evitar que no lo derriben junto a otras cinco hectáreas que le rodean. Los Ángeles vive para producir cemento, le crece dentro del cuerpo el asfalto a la ciudad, lo expulsa livianamente por sus orejas y aún sonríe. Qué es un árbol, para qué sirve un bosque, es mejor correr por una carretera asfaltada.

Cierro los ojos y miro el bosque, sé que aún está allí. La temperatura sube, los automóviles circulan durante las 24 horas de los 365 días del año. La ciudad está más caliente. Muchos no saben que los bosques absorben el bióxido de carbono y con ello permiten equilibrar el cambiante cambio climático por la mano depredadora del hombre. El bosque es un cómplice de la vida humana.

En el trópico todo crece mucho más rápido y es más fácil eliminar el carbono de la atmósfera. Según datos de la FAO, los bosques tropicales pueden almacenar hasta 15 toneladas de carbono por hectárea al año en su biomasa y en la madera que producen sus árboles. Abro los ojos y el bosque sigue allí aún.

Es la hora de caminar, ejercitar los músculos, recorrer el costado de la selva, respirar lo que el bosque nos concede. El pasto está recién cortado y huele a tierra mojada. Atravieso como cada día el Guarumo quebrado en un arco. Es un árbol del trópico, flexible, que cuando llega a cierta altura se desprende y cae. Lo he cruzado cien veces y aún permanece allí, derrotado.

En 1950, el 30 por ciento de la Tierra estaba cubierta por bosques. Hoy menos de un 20 por ciento. Cada año se pierde el uno por ciento del total de los bosques, especialmente el tropical. Hace 10 años había 5 mil especies en extinción, hoy son más de 12 mil. El 34 por ciento de las especies amenazadas son peces.

La desertificación afecta el 35 por ciento del planeta.

En el último cuarto del siglo XX, se perdió el 18 por ciento de las tierras cultivables.

El 15 por ciento de la población vive en países ricos y consume el 56 por ciento de los recursos mundiales.

El mundo camina a los 7.000 millones de habitantes. En 2050 se duplicará la población. Más de 1.500 millones viven hoy con menos de dos dólares diarios. Sigo caminado, vuelvo a pasar por el derribado Guarumo, pienso en el efecto mariposa. Un acto intrascendente desencadena hechos trágicos en otro lugar del mundo. El Guarumo continúa arqueado. Vuelvo de mis ejercicios. Miro el palto inclinado, como perdonando el tiempo. Piero. Me baño. La hamaca continúa en la perfecta calma de la mañana. Levanto la mirada hacia el palto y los frutos espléndidos, en el verde intenso del aguacate. Es hora, más bien, la hora de la hora. Todos antes eran flores blancas. No hace mucho. Recuerdo el patio de mi casa de la infancia. Y si hace mucho. La mañana sigue brillante. El sol en el trópico se siente en su casa. Imagino el mar a sólo 13 minutos de mi casa. Otro paisaje, el rumor silencioso del mar, su presencia. Hay que cosechar los aguacates. No sé, los paltos. Una larga vara y un tarro para engancharlo y arriba del muro, cerca del árbol. Después subir suavemente. La hamaca no se inmuta, tiene la marca del cuerpo o la sensación de que alguien estuvo. Fija su leve bamboleo, un rumbo inequívoco de lo que no tiene tiempo. Comienzan a caer los aguacates sobre mi mano, son grandes, compactos. Van sumando y llegan casi a 30. Buena cosecha, me digo. El cielo comienza a encapotarse, ponerse gris, negro. Se ve venir la lluvia y es cierto, avanza. Está a unos 200, cien, 5o metros y un viento más tibio que otros vientos la deja caer ruidosa de un sólo largo tajo. La presencia real del trópico y me quedo a ver la lluvia. El bosque respira hondo, el río comienza a dar sus nuevos primeros pasos. Abandono el escenario y me quedo sobre la hamaca, como en un principio. La lluvia es la dueña del paisaje. Así debió ser en otros tiempos.