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Nicanor ParraParra, el último retórico

Nicanor Parra es como el bolero, está siempre despidiéndose. El hombre estruja los calcetines de su poesía. Le arranca la propia retórica, un último grito al cisne, y las cenizas del Ave Fénix son parrianas. Upa, chalupa, le dice a la antipoesía. Se retira, pero sigue jugando. Pacta con Las Cruces, pero no con la cruz. Es un nuevo mar silencioso entre sus dos pares: Neruda y Huidobro, un paso a la izquierda y otro más allá, el que primero dieron ellos, los grandes fantasmas de la poesía chilena.

Parra es un aventajado de la Capitanía General de Chile. Se conserva como la estrella solitaria. Juega póker con Hamlet, y se distrae con sus monólogos frente a un tablero de ajedrez vacío. Sólo le queda apostar contra sí mismo y que lo hace muy a menudo. Ya no viaja, dice, al parecer gira sobre su propio círculo, cavando un pozo para su nueva retórica, como el taladro sobre el asfalto. Poco visitado, poeta solitario, anacoreta, Parra es su propio bumerang.

Ha sido tan parriano como ha podido. Fiel a sus uvas. Hay que conocerlo para saberlo. A los 91 años, cumplidos en septiembre, decidió lanzar sus obras completas. A la semana siguiente, si aún le queda cuerda, escribirá un Opus para seguir con la leyenda, que puede haber una Obra Gruesa, pero no completa.

Parra no sólo es un poeta vivo, sino vivazo. Reencarnado en Rojas Jiménez, Romeo Murgas, Carlos de Rokha, Omar Cáceres, Rubio, se ha propuesto a sobrevivirnos a todos y de seguro nos prepara un antipoema para lanzarnos como uno de sus artefactos, si fuéramos el hombre imaginario.

Parra no se compondrá ya a estas alturas. Ni hace falta, dirá. Está aferrado con dientes y muelas como un recién nacido. Su mirada es la de un águila que no cree en la inocencia. Sólo un millón de homenajes después de muerto podría silenciarlo en parte. Una catarata de aplausos como un maremoto. Un alud de discursos en la Sociedad de Escritores de Chile (SECH), a puerta cerrada. Un paseo por las afueras del Pedagógico de la Universidad de Chile, junto a los terribles Plátanos Orientales. Es inmortal el antipoeta.

Parra prefiere dar vueltas y vueltas entre paredes blancas con su cuaderno de notas. Le obsesiona, es drogadicto, dice, de la página en blanco. Lo describen como un marciano con sus pantalones verdes. Parra no cree en cementerios. Ya Chile los ha tenido a lo largo y ancho, norte a sur, de todos los colores, sabores, dolores, horrores. En alguna esquina infernal de Chile, en otro sentido, con distintas motivaciones, alejado de toda antipoesía, Augusto Pinochet cuenta sus días. Es el autor de la cueca del terror más larga de Chile, y que nos perdone el antipoeta. Ese huaso se fue de mano y claveteó el gran ataúd de Chile. Este es Chile, mi hermosa Patria.

Parra es otra cosa. Un poeta con más vidas que un gato. No se le ve pasar bajo una escalera desde sus días de infancia en San Fabián de Alico, cuando su hermana Violeta Parra se untaba el delantal con maqui. El antipoeta está en sus plenos cabales en una nueva aventura frente a la página en blanco. Según confesiones propias, hace 19 años no edita, desde que publicó Hojas de Parra, y en cada intento vemos sorprendentemente que intenta apagar el sol con los dedos de una mano. Es Parra en su última retórica, un hueso duro de roer.

Nació en Chile, de padre y madre chilenos, y hermanos también. Profesor de mecánica racional, con estudios en la Universidad de Chile y en Oxford. Laureado de sur a norte, pasando por Madrid, Londres, México y Nueva York. Cuando Mario Benedetti lo entrevistó poco después de que le habían otorgado el Premio Nacional de Literatura en su casa de La Reina, en las faldas de la Cordillera de los Andes, el escritor montevideano creyó que Parra se suicidaría en cualquier momento. Nos engañó a todos, más bien cada día nos entrega una fórmula para seguir viviendo.

Parra no ha creído en el límite de la imaginación, sí, en el ejercicio, experimento per se en el poema (antipoema). Calcetines guachos es su más reciente intento por decir, nombrar, poner las cosas a su manera en la página en blanco. Ese pan está aún en el horno. Un Parra para el 2007, disparando los cartuchos de un oráculo que se resiste a quedar ciego.

El antipoeta vela las armas de la antipoesía, día y noche, en el blanco mesón de su posada:

 

Nicanor Parra

El antipoeta no está ciego como el Oráculo de Delfos,
vela la antipoesía en la noche de su última posada,
no deja rastros, no deja huellas, rastrea el poema,
enciende una vela a la próxima primavera,
oscurece el cuarto lo que del día le queda,
no cree en las ventanas y sin embargo las abre
a ciega, a ciegas se entrega a algún corazón
y se reconoce en el espejo de la hermana muerta.
No es profeta, no es carpintero,
es un soldador de palabras,
recicla en las noches lo que produce su nevera,
el poema crece bajo la tierra y nadie ve sus raíces,
inmenso sol rojo que sólo la amada reconoce.
Un astronauta que no vuela más allá de la parcela
del poema, siembra su luna, ciega el trigo negro
de su último invierno,
el antipoeta nunca llora.