La sombra de Neruda está viva y coleando. El poeta se sigue viviendo a
través de nuevas ediciones en el mundo, por medio de los ataques continuos de
sus detractores perennes y herederos de una rica y envidiable tradición, porque
es un mito, indudable, arraigado en el corazón del pueblo chileno, a quien le
cantó con fervor de amante incondicional.
Hace treinta años dejó su residencia en la tierra para caer entre las
pesadas copas, las campanas metálicas, en la ruidosa monotonía de las aguas
crispadas de Isla Negra, un último naufragio poeta. El pueblo lo despidió un
23 de septiembre de 1973, entre las bayonetas caladas y la metralla de
Carabineros de Chile, con rabia, emoción, dolor y en actitud pública de
combate y desafío al nuevo orden militar. La hora de sus muelles del alba, bajo
un sol huérfano, era la hora tal vez de partir, abandonado como el cuerpo de
Chile, doliente de una geografía desangrada, de una viudez de azufre enlutada
en el roto copihue sin nombre. Volvía a la naturaleza secreta de las cosas, al
origen de su palabra, a los sueños reales, inmortales que su poesía cantó en
el lluvioso confín de la palabra Chile.
En el acerado gris santiaguino de la chilenidad manchada, arrastrada por el
patio de los callados que era toda la República, el féretro nerudiano saludaba
a Chile con sus viejas y nuevas raíces, se sentía el dolor de las campanas en
los caminos que algún día recorrió su poesía metálica, acerada en el
vientre sulfatoso, nupcial, desmembrado, de sangrantes, desérticas islas, la
vieja copa de Chile derramada en la traición, entraba a la madera de los
nomeolvides, al ciego océano de la palabra muda.
La historia tuvo en su poesía un nombre, un Canto general, la voz
oculta de los sin voz. ¿Cómo perdonar eso en un país de afonías, medios
tonos, de mudez desmemoriada, en medio de la falsificación, del precoz
Alzheimer con que algunos aún prefieren jugar a la gallinita ciega?
En el preámbulo de la noche del tiempo de Chile, pesado bastón de su
historia reciclada como el fantasma de la Ópera, el Cid ya casi cabalga,
arrimado a su ataúd llega a la plaza pública, con sus viejos himnos. A la
patria aún le castañetean los dientes, el cuerpo ulceroso se levanta en un
agitado sueño de pañuelos blancos y de cuervos azules, camuflados en sus
trajes de fatiga, construyendo su hosco, putrefacto nido con sus polluelos
degollados. Patria negra, patria de bandidos, patria afeitada por la gillette
del odio, arrancada de las costillas de Lucifer, vomitada al atardecer cuando el
crepúsculo desenfunda el ocaso y es tiempo de partida.
La poesía es memoria y el poeta un cronista de su tiempo, y más cuando de
tiempos de excepción se trata. Enrique Lihn, me dijo, poco después del golpe,
que no se repetirá un poeta como Neruda en Chile porque le acompañó en su
momento la historia, una época singular. Sin duda, de acuerdo, pero no vimos
nacer ese poeta en los tiempos de la dictadura, aunque el régimen borraba hasta
el pensamiento.
Se requiere algo más que una época peculiar, y aunque la historia empuja el
carro de la poesía, nos hace falta el poeta, y no digo que no se haya hecho
buena poesía, pero Neruda hizo la diferencia desde muy temprano, habló con la
voz del humillado antes que nadie en Chile.
Conspicuos detractores y aprovechadores de su obra, panegiristas baratos,
enemigos biliosos, carteristas de ocasión, escritores laureados, hablan de su
infatigable amor por el amor, la mujer, y escarban entre sus piernas el sexo
oblicuo de Chile, para presentarnos un poeta esencialmente copulativo, un macho
cabrío que desordena el sentido de las hembras en celo. Revelan intimidades,
todos conocen sus pasos, lo que hizo y no hizo, rompen los cristales de su
intimidad con un martillo y se instalan en el altar pequeño de sus mezquindades
y frivolidades, en el recodo de lo banal.
El sello Farrar, Starus and Giroux, lanzará el 25 de este mes en Nueva York
la mayor colección, traducción de poemas que se haya hecho de Neruda en
Estados Unidos: 600 textos escogidos de su obra, estimada en unos 45 libros.
Bajo el título The poetry of Pablo Neruda, la antología abarca los
“principales” libros del vate de Isla Negra, Veinte poemas, Canto
general,Residencia en la Tierra, Odas elementales, Memorial de Isla
Negra, además de un estudio sobre su obra y una biografía.
En su residencia de Santiago, La Chascona, se acaban de lanzar los primeros
10 volúmenes de sus obras completas, que tendrán 25 tomos edición bolsillo.
Entre las novedades de esa edición, es que son escritores latinoamericanos los
que escriben los prólogos de los libros de Neruda, destacándose varios
argentinos. Dos de los críticos más importantes de Neruda, los chilenos
Hernán Loyola y Jaime Concha, viven en Francia e Italia, respectivamente, desde
hace algunas décadas.
El mundo literario, sin complejos ni fronteras, se prepara, como Chile, para
conmemorar su centenario el próximo año: Nació un hombre / entre muchos /
que nacieron / vivió entre muchos hombres / que vivieron / y esto no tiene
historia / sino tierra / tierra central de Chile, donde / las viñas encresparon
sus cabelleras verdes / la uva se alimenta de la luz / el vino nace de los pies
del pueblo. / Parral se llama el sitio / del que nació / en invierno. Hace
44 años, J. M. Cohen, en su referencial libro Poesía de nuestro tiempo, dijo
que Neruda abarcaba en ese entonces una producción más vasta y variada que
Vallejo, del Perú, y Molinari, de Argentina. Destacaba el crítico que Canto
general era el primer libro de Hispanoamérica liberado casi enteramente de
la tradición europea, expresa sentimientos hacia la vida de los pobres
parecidos a los de Los heraldos negros de Vallejo, una indignación
política comparable a la de éste en su última fase y un sentido de la novedad
y el vacío del continente americano semejante al de Molinari, aunque sin
implicaciones religiosas. Si de la imaginación de Neruda surgieran ángeles
volando sobre los Andes, enarbolarían banderas rojas, precisa Cohen. Dulce
materia, oh rosa de alas secas / en mi hundimiento tus pétalos subo / con
pies pesados de roja fatiga / y en tu catedral dura me arrodillo / golpeándome
los labios con un ángel.
En Valparaíso diría en una de esas páginas anónimas memorables, recogidas
en volandera, “Con estas manos presentes he hecho mis versos sin más
pretensión que las de un artesano, de un carpintero, un alfarero. No tengo más
pretensiones que esas. He querido ser poeta para todas las gentes, para todos
los rangos. He querido ser poeta de la vieja historia del mundo y de la
informalidad salvaje de lo desconocido, de la selva, del mar, del océano, de la
profundidad. Pero también he querido ser poeta de las cosas más elementales,
más pequeñas, más consabidas, más rústicas, más despreciadas. He querido
ser el poeta esencial, en su tarea, de los sentimientos nacionales.
Aquí está el Neruda confesional de su propia obra. Chile le dio a la
poesía un gran discutido poeta materialista que llenó la historia de su siglo.
Neruda estuvo físicamente y se hizo presente con su poesía en la historia y la
materia. Fue una decisión personal a partir de la Guerra Civil española, del
asesinato de Federico García Lorca, que se transformó en “poeta de
utilidad pública”, aunque nunca abandonó sus temas esenciales.
En el puerto, Valparaíso, una ciudad que amaba entrañablemente, donde
escogió una de sus tres residencias en la tierra, definió ante los jóvenes su
tiempo, su historia, el devenir de Chile, sus esperanzas. “Anhelo con todas
mis fuerzas los cambios necesarios para que nuestra condición humana de
chilenos se eleve cada día a la más alta dignidad. Esa es una de las razones
de mi poesía”.
Fue en el otoño de 1970 cuando Neruda recibió el título de Hijo Ilustre de
Valparaíso, él que ya era capitán de La Sebastiana, en los intrincados,
cósmicos, infinitamente metafísicos cerros del puerto, ahí tendía su poesía
frente al sol, los vientos y el amor que besaba el puerto como una novia agitada
en las urgencias del amor sincero, desprendido, con autoridad. Yo construí
la casa / La hice primero de aire / Luego subí en el aire la bandera / y la
dejé colgada / del firmamento, de la estrella / de / la claridad / y de la
oscuridad. Y más adelante explica, sobre los materiales de la
construcción: Me dediqué a las puertas más baratas / a las que habían
muerto / y habían sido echadas de sus casas / puertas sin muro / rotas /
amontonadas en demoliciones.
Ese día, Neruda se definió como un hombre de papel. Se consideraba
abandonado si no tenía un papel frente a él para escribir. Poeta 24 horas.
Otra cuerda la de su reloj poético. Poeta en estado de gracia permanente.
Desmesurado, torrencial, volcánico, telúrico, en fin, no sé cuántas cosas
más.
Una nación se construye no sólo de orgullo, sino de humildad —sostenía
Neruda— y se comparte con el hermano donde quiera que se encuentre, un destino
común de una patria que tratamos que sea más grande, más justa. Esa era su
filosofía militante. Es Neruda en un diálogo abierto, sin disimulo con el
puerto, “este gran recodo del mundo, con sus oscuras callejuelas, con sus
cerros extraordinarios en que se mezclan la miseria, la alegría y el trabajo
como conjunciones conmovedoras”. “Una ciudad llena de voces”,
dijo Neruda, “Valparaíso fue para nosotros una nave con todas sus velas,
un movimiento de la vida, de antiguas voces de tripulaciones, de gente que pasó
un minuto, pero dejó colgado en el aire de Valparaíso una palabra extraña, un
sonido extranjero, una canción misteriosa que sólo tenía abierto a su
misterio para nosotros, sedientos de sueños y de sombras”. En esa jornada
con la juventud, Pablo Neruda recordó al poeta porteño Carlos Pesoa Véliz y a
Rubén Darío que entró a Chile por la puerta de Valparaíso, hizo su primer
libro Azul y “revolucionó profundamente las bases del idioma”.
Neruda recibió con orgullo la medalla y el pergamino, pero advirtió que un
poeta no debe entregarse al halago ni al orgullo ni a la satisfacción personal
porque así habrá perdido la razón de su existencia y el secreto hilo que hace
que los escritores, a través de la historia de las razas, de las naciones, de
los idiomas, se conserven como puros testigos de las épocas que pasan, sino
entregarse a la verdad. Tantos lugares comunes para su obra, actos, la vida, lo
que hizo y dejó de hacer. Sin duda el más discutido e indiscutible, dijo la
Academia Sueca cuando le otorgó el Premio Nobel, tras década y media de estar
nominado, aunque se reveló que la CIA le abrió un expediente fulminante y le
siguió la pista para obstaculizar el lauro. Era mucha dinamita para un poeta
comunista, en medio de la Guerra Fría. Un poeta convertido en buque insigne,
una especie de Bismarck: hundan a Neruda.
Era más preocupante para sus enemigos que el fantasma del buque de carga.
Desmesurado el poeta como dicen sus detractores y aun amigos, pero más, mucho
más sus desmesurados opositores que lo confundían con el único faro en
altamar, la Coca Cola del desierto, el poeta de la última palabra iluminada y
cantarina. El Vate de una impecable araucanía, las más de las veces pagaba con
un implacable silencio de Toro Sentado, y olvidaba el olvido, dejaba que las
olas se rompieran en las rocas de Isla Negra. La orilla a su orilla en el centro
del abismo, el largo ataúd de Chile que se cae en el Estrecho de Magallanes, al
fin del fin del mundo, el pacífico, tormentoso oleaje de la muerte, que vestida
de almirante, como dijo el poeta, nos espera a todos en alguna orilla del
puerto.
Neruda ya hizo su trabajo y dejó una herencia cultural firme en Chile,
trascendente en América Latina y abierta al mundo. Vicente Huidobro, Gabriela
Mistral, Pablo de Rokha, Rosamel del Valle, Díaz Casanueva, Ángel Cruchaga
Santamaría, hicieron también lo suyo en este alpinismo de la poética chilena.
Enrique Lihn y Jorge Teillier, Armando Rubio, a su manera contribuyeron en este
relevo generacional. Ahora vienen Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Oscar Hahn,
Armando Uribe Arce, Efraín Barquero y otros más. Lo que importa es que están
haciendo los más jóvenes, los poetas “intermedio”, qué traen en su
mochila. No podemos vivir sólo de los activos de la tradición. Hace falta la
continuidad en la ruptura. Nuevas voces. Ahí es donde debemos poner el acento,
no en el tejido ya hilado. Mucho verso suelto en la boutade del
prosaísmo del lugar común, de la imagen trasquilada, sin lana. Criticar sin
hacer, es un oficio de nodriza sin leche. Es hora de destetarse de los míticos,
salir del raquitismo poético, del verso zarcillo, quebrado en el paladar de la
lectura. Es un acto de supervivencia, diría natural, la muerte del padre, una
continuidad, pero caer en el vulgar crimen sin una coartada real para continuar
con el solitario acto de la poesía, ya sin testigos ni guías del pasado, es un
ejercicio tan inútil que no requiere ni de castigo. Poetas con una obra
desgarbada, masturbada en la palma culposa del silencio, versos tullidos con
alas de goma, magos del raquitismo verbal, todos cobran la moneda de la patria,
reclaman la espera en algún diván, se empolvan los genitales de una falsa
esperanza. Todos reclaman de alguna manera, desde la plaza impúdica de sus
hábitos celestiales, algo a Neruda, como si su animita pudiera responder por la
historia, por el adjetivo, el adverbio y la palabra poesía.
Neruda es uno de los fundadores del mito de la poesía chilena del siglo XX.
Un hecho real. Fuera del cobre, la “democracia” hasta 1973, los
mariscos, las frutas, la geografía, la poesía resultó ser el producto
nacional más destacable entre lo relevante de la centuria. Después vinieron
los best-sellers, Bolaño, pero antes el Capitán General, y una serie de
acontecimientos en cadena que nos pusieron top, top, al lado de los campos de
concentración de Auschwitz. Le reventaron las manos, la cara, la vida,
acribillaron a Víctor Jara en nombre de la esperanza, un himno, en verdad,
diría, al terror. La poesía se incendió en la propia carpa del circo. No se
puede seguir convocando a los santos de la poesía y quedarse con la limosna, al
mismo tiempo. Quizás algún sacristán de pueblo tenga esas virtudes. Chile,
como ningún otro país, clavado en el verso quebrado, anónimo, en la hojarasca
del verbo viento soplado hacia el Sur. Empujen el país a ver si se alarga un
poco más o si se cae al mar, a sus propios abismos.
Pero fue también un poeta de todos los continentes, de América, de la
España quevediana, lorquiana, de la India, China, Rusia, Italia, Cuba, Estados
Unidos, y no dejó materia sin una palabra, sustancia sin poesía.
No conocí al poeta, ya lo he dicho, no bailé su cueca ni tomé de sus
vinos; hice, eso sí, salud por su poesía, supe desde muy joven que era mi
compatriota, un chileno esencial, eso compartí, la chilenidad, la geografía,
la palabra Chile como una rara y excitante mariposa revoloteándote el estómago
de tus días juveniles, cuando el pelo se echa al viento, los bluejeans
siluetean tus piernas y la primavera no tiene fin, se paladea un vino grueso en
invierno, mientras los cristales del verano sólo quedan en la memoria.
En el cerro Florida de Valparaíso, construyó La Sebastiana, para navegar el
puerto, darle alas marinas a la poesía, sentir la chilenidad, como el
conventillo hacía crecer sus voces hacia el cielo, recorrer las escaleras
babélicas del puerto, su metafísica popular, formar parte de la esperanza de
los pobres desgranada de los cerros como granos de maíz, porotos desvainándose
en el verano, grandes goterones ruidosos de un invierno tempestuoso,
esencialmente porteño.
Neruda se la compró a un constructor español, Sebastián Collado, que la
edificó como una extraña propiedad asida al viento, a la tempestad de un
naufragio, una vieja colmena inconclusa, de mirada extraviadamente hermosa, que
le guiñó el ojo al poeta desde la pajarera de la terraza el día que la
conoció, como si buscara quien habitara su nido. Neruda recorría con afán el
puerto, cuenta él mismo, necesitaba “una casita para escribir tranquilo,
con vecinos invisibles, alada pero firme, además barata”.
Ahí estaba el poeta en la cotidianidad de sus afanes, amores, en la
construcción de sus residencias, con los materiales reciclados de esperanzas
gastadas para refundar con sus propios sueños, en los cortos caminos que él
construía hacia a la felicidad, el universo nerudiano.
En los fantasmales días de septiembre, cuando Chile crujía como una caja
llena de tuercas, Neruda profetizaba su propia tragedia, cuando respondía a
Luis Corvalán, en Isla Negra, que el franquismo no tuvo reparos, el fascismo
dijo en sus palabras, en asesinar a Federico García Lorca, y él no veía por
qué sería una excepción. El asesinato del Duende de España le arrancó el
alma definitivamente a esa península, y difícilmente nazca otro en cien años.
La destrucción de sus casas, la visita a La Chascona del embajador sueco en
Santiago con una corona del Rey de esa nación: al Poeta Pablo Neruda, el río
vecino inundando la casa, le dieron la razón al poeta en esos días.
Mucho se ha dicho de Neruda y su poesía, casi todo, pero nunca demasiado,
porque en poesía, el lector tiene la última palabra, y mientras exista uno
nuevo, la mirada del poeta será diferente y se habrá salvado la poesía. Han
transcurrido 30 años desde que murió en medio de su angustia y la de Chile. La
historia de la barbarie dio la vuelta el mundo, nos queda su obra, tan discutida
como su personalidad, porque no cantó en vano.