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Gabriela MistralChile le debe una explicación a la Mistral

Dormida en el sueño final y niña en las rondas de la escuela. Nacimiento y muerte, el origen de todas las cosas. Amo las cosas que nunca tuve, con aquellas que ya no tengo, dice el verso mistraliano. Desgarrada en el frágil cuerpo de su infancia violada, voló en la tierra precoz de sus días en la pubertad comprometida con sus enseñanzas y posterior juventud de juegos florales, la Mistral aún cabalga por sus valles y cordilleras y mares broncos. Déjenla llegar, déjenla partir, déjenla a la Mistral. Es viento su nombre, es polvo cada palabra que la ofendió, supo juntar la memoria de otros pueblos para descifrar el porvenir que aún nos entrega.

 

Bisagra del modernismo y las vanguardias

Chile le debe una explicación a la adelantada del Valle de Elqui, poeta que abrió un camino para la poesía del habla castellana, pero sobre todo, una mujer que puso los puntos sobre las íes a una sociedad chata, pueril, machista, provinciana, autoritaria, vergonzosamente pacata, arbitraria y espejo de su propio desdén. La estupidez criolla de la clase dominante le pasó la cuenta, a la Mistral, de su propia ceguera y prejuicios medievales, inquisidores, patéticamente santurrones. Pocas veces he visto una crítica más miope, mezquina, gratuita, infundada, insana, sobre un escritor en el siglo XX, a pesar de su calidad literaria, reconocimientos universales, y cuya obra haya puesto además a un pequeño país desconocido y aislado en la geografía global de la literatura, dentro del más hondo y auténtico americanismo.

Este 10 de enero se conmemoró 50 años de la muerte de Gabriela Mistral, y afortunadamente su obra continúa revelándonos su transparente oscuridad, su poderoso verbo, la fuerza y sensibilidad de una mujer de su tiempo y de otros, cuya mirada nos conmueve hoy día. Su poesía fue la bisagra entre el modernismo y las vanguardias. En su época algunos llegaron a pensar que la poesía era cosa de hombres y la Mistral ya llamaba la atención sobre la mezcla de géneros literarios, contaminación de prosa y poesía y más. Algo que mucho después se hizo realidad.

Es conocida la infamia que la convirtió de una maestra rural afincada entre los cerros de Montegrande a la errante profesora que recorrió Chile enseñando hasta que llegó a La Patagonia. Poesía marcada por el duro desierto y gélidas tierras australes, sureñas, patagónicas, donde su obra se enfundó literalmente el traje de Chile, aunque se haya autodesterrado de por vida en Europa, América Latina y Estados Unidos, finalmente donde murió.

Gabriela Mistral marcaría desde muy temprano en la historia de Chile, no sólo por su extraordinaria prosa y poesía, un destino alto a las letras de su país, sino un camino de destierro, exilio, no buscado, a intelectuales, artistas y escritores chilenos después del golpe militar de 1973.

 

Chismografía pueblerina, crítica enana

Ella definió su escritura por encima de la crítica enana y chismosa: cuando viví en Chile escribí sobre la carne caliente del asunto, pero en mi autodestierro, en medio de un vaho de fantasmas. “La tierra de América y la gente mía se me han vuelto un cortejo melancólico pero muy fiel, que más que envolverme, me forra y me oprime y rara vez me deja ver el paisaje y la gente extranjeros”, revelaba su escritura, en 1938, en un coloquio en Montevideo, con Alfonsina Storni y Juana de Ybarbourou.

Siempre rotunda la Mistral, auténtica, no usó caretas, ni máscaras de carnaval, ni maquillaje alguno, lo que nunca perdonó una sociedad acartonada, almidonada, posera, fruncida, simplemente fru frú. Peleó mucho con las palabras, lo reconoce en ese texto intitulado: “Cómo escribo”, le arrancó sonidos, alma, voces antiguas, secretas, caminos, paisajes al idioma no conocidos.

Nunca se fue por las ramas, privilegió el centro y la raíz de las cosas, lo sustancial de la vida y las gentes, se ahondó en sí misma, y pudo naufragarse, pero escribió, se debió al reino de la palabra.

Poco antes de terminar el XXI, afortunadamente, llegó un redescubrimiento de Gabriela, y surgieron libros, ensayos, comentarios, una nueva mirada sobre su obra, al tiempo que fueron apareciendo nuevos escritos guardados en los secretos baúles mistralianos.

Editó en vida sólo cuatro libros entre 1922 y 1954: Desolación, Tala, Ternura y Lagar, obra que le valió el Premio Nobel de Literatura, en 1945. Su primer libro se edita en Nueva York y el segundo en Argentina. Ternura es editado en Madrid. Desde el dolor primario al ser americano, en un recorrido permanente por la naturaleza de las cosas y alma de Chile, Gabriela Mistral puso un nuevo acento a la poesía castellana. Privilegió una visión y voz femenina propia, distinta, trasgresora, que le valió, una y otra vez, el “aislamiento”. Sus lecturas, viajes, amistades con intelectuales como Bergson, T. Mann, Zweig, Curie, Mauriac, Neruda, entre otros, así como sus desempeños internacionales en los foros de la ONU en favor de la mujer, derechos humanos y de las causas justas, la mantuvieron con oxígeno más allá de las capillas, de los envidiosos y de la pacatería chilena. La Mistral fue una mujer pública, de discursos, conferencias, dio la cara, algo que hoy los intelectuales rehuyen. Siempre participó con ideas, propuestas en foros, reuniones, universidades, con presidentes, líderes y nunca se mostró débil, disminuida o sin ideas.

Su defensa del indígena fue una constante en ella, y su obra rescata en su lenguaje y arcaísmos, el mundo maya, azteca, inca, las culturas precolombina, el sol y el maíz, los mitos. Mujer de la tierra y del espíritu, del pasado, presente y futuro.

 

Más secreta que pública hasta hoy día

Estos 50 años sin, con la nueva Mistral, la Gabriela de siempre, la Mistral mistraliana, nuestra querida Gabriela, la Gabrielísima del Valle de Elqui, debemos festejarlos en la mujer “humilde y soleada” en el largo túnel de Chile, y dejar que su poesía nos llegue como un río silencioso para bañarnos una y mil veces. Ella dejó habitarse por Chile, como Neruda, Parra, Rojas y tantos otros poetas, de una manera abierta y secreta. Cargó Chile entre sus dolorosas y queridas nostalgias, la pasión definitiva de su paisaje, pero no olvidó a su gente egoísta, a quienes le hicieron daño. Siempre temió un retorno definitivo en vida a su tierra y lo postergó hasta su muerte.

La conocí cuando llegó embalsamada a Chile, más solemne que nunca, ese verano santiaguino, en una larga fila para verla con mi madre, despedirnos de la insigne olvidada. Por primera vez estuvo maquillada. Su vida y obra estaban hechas, otros tal vez seguían creyendo en la presentación de manos y rostros de un primer día de clases. La Mistral ya había partido y regresaba a Chile por última vez. Probablemente nunca se fue. Pero fue México quien le hizo estatuas en vida y la reconoció en su justa medida y tiempo. Una escuela se llamó Gabriela Mistral en tierra azteca. ¿Chile reconoce a sus muertos? ¿Yo vi la última estatua, la primera de Chile? Ahora pienso en los maquilladores, el último pliegue de su almohada. Las manos sobre la amortajada de Chile. Gabriela viajando de Nueva York, sobre el rascacielos de un pájaro en vuelo, dormida en su última sombra, en el olvido del olvido. Pálida, de manos cruzada, como el gobierno de Chile. La Mistral en el adiós callado. Ahí el mito yacía, donde los hombres la pusieron.

Su gruesa caligrafía, porte de diosa distraída, calma provinciana, vocación de educadora y mujer comprometida con su época, la definieron siempre, más allá de todo comentario, más acá de las mezquindades que le tributaron sus gratuitos detractores.

Se le regateaba hasta la maternidad, su derecho al amor, porque el destino se impuso un pulso con la Mistral, y ella lentamente lo fue aceptando, mucho después que la pasión le ahogara casi por completo en el vacío.

 

El Dios triste

Mirando la alameda de otoño lacerada,
la alameda profunda de vejez amarilla,
como cuando camino por la hierba segada
busco el rostro de Dios y palpo su mejilla.

Y en esta tarde lenta como una hebra de llanto
por la alameda de oro y de rojez yo siento
un Dios de otoño, un Dios sin ardor y sin canto
¡y lo conozco triste, lleno de desaliento!

Y pienso que tal vez Aquel tremendo y fuerte
Señor, al que cantara de locura embriagada,
no existe, y que mi Padre que las mañanas vierte
tiene la mano laxa, la mejilla cansada.

Se oye en su corazón un rumor de alameda
de otoño: el desgajarse de la suma tristeza.
Su mirada hacia mí como lágrima rueda
y esa mirada mustia me inclina la cabeza.

Y ensayo otra plegaria para este Dios doliente,
plegaria que del polvo del mundo no ha subido:
“Padre, nada te pido, pues te miro a la frente
y eres inmenso, ¡inmenso!, pero te hallas herido”.

 

La extranjera

A Francis de Miomandre

Habla con dejo de sus mares bárbaros,
con no sé qué algas y no sé qué arenas;
reza oración a dios sin bulto y peso,
envejecida como si muriera.
Ese huerto nuestro que nos hizo extraño,
ha puesto cactus y zarpadas hierbas.
Alienta del resuello del desierto
y ha amado con pasión de que blanquea,
que nunca cuenta y que si nos contase
sería como el mapa de otra estrella.
Vivirá entre nosotros ochenta años,
pero siempre será como si llega,
hablando lengua que jadea y gime
y que le entienden sólo bestezuelas.
Y va a morirse en medio de nosotros,
en una noche en la que más padezca,
con sólo su destino por almohada,
de una muerte callada y extranjera

 

La copa

Yo he llevado una copa
de una isla a otra isla
sin despertar el agua.
Si la vertía, una sed traicionaba;
por una gota, el don era caduco;
perdida toda, el dueño lloraría.

No saludé las ciudades;
no dije elogio a su vuelo de torres,
no abrí los brazos en la gran Pirámide
ni fundé casa con corro de hijos.

Pero entregando la copa,
yo dije con el sol nuevo sobre mi garganta:
“Mis brazos ya son libres como nubes sin dueño
y mi cuello se mece en la colina,
de la invitación de los valles”.

Mentira fue mi aleluya:
miradme. Yo tengo la vista caída a mis palmas;
camino lenta, sin diamante de agua;
callada voy, y no llevo tesoro,
¡y me tumba en el pecho y los pulsos
la sangre batida de angustia y de miedo!