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Noche de lápicesNoche de lápices

Porfirio Esperanza Pérez era un animal de provincia. Su refugio espiritual, radicaba habitar sin ruido sus lugares conocidos. Pudo filmar, sin libreto, El Hombre Rutina, y obtener algún galardón. Escribía una modesta columna en el diario de su provincia, intitulada: Lugar Común. Usaba frases cortas, como ramas arrancadas de los árboles de navidad. Y se refería a la comunidad con el respeto de la pertenencia. Palabras casi de culto, desde un púlpito de papel. El tema de los bomberos, la Cruz Roja, del correo y de la obsesión estatal de los inspectores de impuestos internos. Un día se lo dedicaba al amor, privado, comunitario, a la naturaleza, Dios, la patria, a las madres solteras. Un repertorio variado y sabía matizar los temas con las preferencias del público. Un día arrasó con un titular: Yo soy el público, pero también hablo en privado. La ambigüedad le gusta a la gente, solía comentar. Salía de su casa a la hora acostumbrada a dejar su nota. Internet le parecía impersonal, una máquina diabólica de absorber y prestar ideas ajenas. Un escalofriante embudo de palabras sin jerarquía. Una máquina de moler el abecedario y compararlo con millones de personas. Partículas de palabras volando por las pantallas. Parecen plumas de pájaros desautorizados para seguir volando de cuerpo entero. Su vida la ha dedicado a este misterio: ¿para qué sirven las palabras? Se desayunaba pensando en cómo usarlas. En provincia es distinto, pensaba. Hay un código más simple, local, arbitrario. El menú es más largo y complicado. Lo que se puede decir y lo que no. Las palabras tácitas, las que no necesitan mucho, y otras dichas a medias. Hay un juego entre las palabras no dichas y lo que se dice a medias. Ese vacío con palabras pensadas, por decir entre paréntesis todo, es el mensaje íntimo de la provincia. Desde el desayuno, titulares de hechos mínimos y otros porsiacaso. Ese vacío de los contenidos reales, murmuraba entre dientes. Un paso adelante, dos al lado, y viendo hacia atrás el mismo punto de partida. Con Dios, el diablo y lo que venga, y como sea, entre la cola y las patas, la sonrisa de frágil carey. Días para mostrar las encías y pasar de largo. La provincia húmeda, cargada de sopor, la somnolencia de la calle, el ataúd del conocido. La calle no va a cambiar de mirada, ni la plaza, o la iglesia, la fachada de los diarios será igual. Todos moriremos con esa misma cara. No puedo hacer estos comentarios en el diario, me linchan. Como si me refiriera al vestido repetido de la vecina en su estampado horroroso, desteñido, floreado. No importa cómo te entierren, después de ahí se acabó la fiesta. Algunos van a pasear a los entierros. Se lucen ante el muerto, como si los viera. Los vivos se miran de reojo. Están en la superficie, aún, fuera del hoyo. Seguirán saltando como sapitos fuera de la charca. Algún día caerán. Croaccccccccccccc. Dejan el ataúd lleno de rosas y lágrimas, tan pesado de remordimientos, deudas, olvidos, rencores, pasiones, humillaciones, calumnias, mentiras. Sólo los gusanos recibirán a satisfacción el cuerpo cargado de despedidas y adioses. La última palada es tierra en los ojos. Ya no verá ni el cielo, que es tan grande y ancho. Afuera está la bulla. El río no deja de pasar por su mismo lugar. El reloj de la plaza sigue preciso, como un reloj. El almacén abre y cierra a la misma hora cada día. Los feriados son en rojo. La profesora dicta sus clases en los mismos horarios. Cierra su libro de clases. Comienza la clase. 45 minutos. Hasta que suena la campana o el timbre. La bulla. La vida en los gritos. La muerte se espanta. Todo parece circular, respirar, oler. Y llueve. La tierra devuelve los sentidos. Algo del paraíso perdido entre las hojas. El tiempo ahí se detiene. La vida comparte sus secretos misterios. Tierra para seguir viviendo sobre la superficie con los pies en ella y caminando en dos pies hacia adelante. Miro la línea del ferrocarril. Inmutable paisaje. Silencioso hasta sentir el pitazo. Gente en el andén sentada leyendo. ¿Hacia el Norte o el Sur? Son pasajeros, esperan. Tránsito. Un boleto. Un pasaje. Otro asiento y una nueva dirección. Un paradero en movimiento. La estación en otro lugar y tiempo. La ventana es la sensación del viento, lo que queda atrás y lo que viene. Un extraño movimiento en dos vías contrarias. Queda todo suspendido en el viaje. El traslado. Los movimientos, las risas, todo es nuevo. Yo atravieso la calle. La misma. Cemento. Mis zapatos. Soy yo. Disco Alto rojo. Semáforo. Los automóviles pasan en las mismas direcciones de siempre. Llegaré a casa por la misma calle y doblaré la esquina de siempre. Una casa amarilla y estoy en casa. La puerta de madera. Dos llaves. Las cerraduras se abren. El escenario se repite. La luz no varía. La cortina es una muralla silenciosa, algo pálida. La tarde ya en oscuro parece afeitada. Está limpia y absoluta. En la certeza de la definición del día. Sólo le falta abrir la puerta y sentarte al sillón. Como diciéndote, deja el día atrás. Mañana es mañana. Pienso en la próxima crónica. El ordenador duerme. Está frío. Mis dedos también. Pulso con los ojos el cielorraso. Los cierro. Imagino el día. Abro la persiana. Entra la luz. El día se viene. Van los pies bajando una escalera. El día comienza en automático. 33 escalones en la memoria. El caracol cae a mis pies y sigo en dirección a la cocina. Café, lo primero. Gas suave y al baño, y otra vez la escalera. El baño está frío, impersonal. Los azulejos en las paredes se ven indiferentes. Las baldosas del piso, mudas. Me miro al espejo, en el clásico vidrio de baño. La noche está detrás del rostro. El día adoptará otra mirada en media hora. El agua de la ducha lo va definiendo lentamente. Despertando, quizás. La mañana viene en borrador. Un cuaderno donde todo está por hacer con las mismas faltas de ortografía. El viento se colará por la rendija de una sandía recién partida. La señorita S pasará tan hermosa como un mantel tendido en la primavera. Su camisa alba de mangas largas y el cuerpo terciado en un bluejean. Supera la calle suspendida S, lleva aire propio. Va a enseñar su clase de español. Quisiera sentarme en la última fila para contemplar su marcado acento argentino. Esos movimientos de diosa de espalda al pizarrón, donde todos los ojos son ventanas. Soy uno más en un su salón, profesora. El día se lo gana usted, levantada en su humanidad, erigida en la rosa. Lo que el silencio deja en sus movimientos, es casi el vacío. Cruzo la calle conmigo mismo. Voy repasando la crónica de mañana. Usted es un pretexto. Invento títulos: La profesora ama a su alumno favorito. S, usted es mi primer día de clases. Profesora, mi página en limpio. Profesora, la siento como el tañido de sus campanas. Los titulares se me encendían en la cabeza. Yo la dibujaba de memoria. La veía leer mi columna. El diario se le caía metros antes de entrar a su salón. La profesora S disfrutaba de la pasión dormida de mi crónica. La veía abrazar el periódico contra su pecho y respirar hondo. Volvíamos juntos al primer día de clases. Tomados de las manos, en un marzo profundo, atmósfera ligera, la cordillera exultante, el tiempo no pasa, no sucede, no avanza, no existe, es tan casual como el aire que se respira. Podrían chocar dos océanos como el Estrecho de Magallanes y el silencio sería el mismo. El portugués debió sentir el silencio de la muerte tantas veces iluminada negra frente al mar que caía al Sur y daba la vuelta al mundo de campana. El mundo abrió una nueva puerta, de la mano del portugués. Así camina con la profesora en su primer día de clases, abriendo puertas, mundos, sueños, la redonda primavera del día siguiente. Escribí de otra cosa. “La mujer es un poema, en nuestra provincia”. No podía ser tan directo, personal, íntimo. En provincia todos nos conocemos. Las profesoras tienen un corazón de fresa. Sí, ese era un mejor título, pero también, alguien podría identificarse. La misma gente se encarga de decir: es para ti. La provincia es la provincia. Ahí no existe la aguja en el pajar. Todo se encuentra a la vuelta de la esquina. Sopla fuerte y botarás la casa del vecino. Estas crónicas las converso con la almohada y la doy vuelta varias veces por si alguien pudiera escucharme. Uso de borrador la almohada. Y vuelvo a pensar en otras notas inconclusas. Son excepcionalmente pecaminosos los altos impuestos que paga el único prostíbulo de la pequeña ciudad, frente a la de los grandes terratenientes. Un titular a todo techo de la primera plana. Porque de seguro ahí dejan parte de los impuestos. La pobreza es nuestro mayor vicio. Los titulares luchan con mi almohada. Los siento salir. Se desarrollan autónomamente. Quieren ser libres. Buscan lápiz y papel. Quieren escribir su propia historia. La corrupción viaja en el coche de Carolin cacao. Me ensueñan sus ojos grandes y se agrandan la boca para decir: leo, lao. Los lápices se manejan en una extraña danza. Sus cabezas son de chocolates. Y las puntas de un acero blando que cambia de colores y se transforma en plastilina. Van dibujando y armando los muñequitos de las autoridades de la ciudad. El alcalde con un puro que hiede a cadáver. Dice: La ciudad va a crecer en un 10 por ciento de aquí a la eternidad. Grandes aplausos y risas. El puro estalla. Vuela en mil pedazos y se convierte en ratón. Cae un aviso del edificio de la Alcaldía: cerrado por duelo, el presupuesto se gastará en el entierro del alcalde. Hasta el próximo año. Los lápices viajan por la ciudad, recorren las calles. Se sientan en un parque a ver caer las hojas. Una estrella queda fija en el firmamento. El río de la ciudad se oye claro, como si estuviera pensando. El asfalto está húmedo, respira por cuenta propia. La panadería y la farmacia estarán llenas mañana de clientes. El olor del pan, como un cuerpo abierto al alba, y esa horrible farmacopea que se hace polvo en las pesadillas de la noche. Los colegios se dejan llenar de un murmullo informal, risas, y después en las tardes se vacían frente a los frondosos robles. Y se apagan las voces. Soy un lápiz y me gustaría escribir las historias de mi pueblo. Por ejemplo, les llamaría: Borrador de calles dormidas. El día aparece encendido con los ojos de un bombero. Revolotea la abeja y pica la avispa. Alguien dice: no visite el panal, se acostumbrará. La miel chorrea por las piernas del pueblo. Pienso en la profesora, un artículo prohibido para el diario. El reloj apura las manecillas cuando la veo cruzar la calle. Va seria, deprisa, sin risa, casi saltando la rayuela. Sabe que le dirán: Buenos días, señorita. Yo soy un lápiz y recorro la hoja en blanco del pueblo. La anatomía de sus rosadas, albas nalgas. Tienen razón, sus vidas están por escribirse. El crimen de la Tía del Toto quedó impune. La ahorcaron silenciosamente. Encontraron su cuerpo en el río, descompuesto y tenía puestos en sus manos unos guantes de plástico finos. Los mismos que se utilizaron para el crimen. El titular fue seco, inesperado, un martes 13: Caso cerrado el de la Tía de Toto. Después se inundó la provincia de rumores. Nadie se tragó el mensaje. Impunidad fue la palabra que más se escuchó en los bares, gasolineras, supermercados, iglesias, paseos públicos, y nadie hizo nada. Estaba vestida, restos de sus ropas íntimas, en verdad fue lo único que se encontró ese día en el río. Una lencería francesa, muy ajustada al cuerpo, hizo pensar que a sus 35 años la Tía tenía algo más que unos hábitos especiales. La sortija estaba incrustada en su mano derecha, una plata fina, con un valor moderado en el mercado. Restos morados, pesados, una masa de agua putrefacta, es lo que quedó de la Tía del Toto. No faltó quien dijo: Fue más puta que su madre. La provincia tiene una lengua implacable, es depositaria de serpientes de un potente, letal veneno. Es lija fina y áspera. Pasa y repasa las palabras. La artesanía feroz del lenguaje popular chismoso, un subproducto que juega con la cizaña, sin pelos en la lengua, ni pudor. En una ferretería se pule el metal de la palabra. Hay cierras, hachas, machetes, serruchos, exactos, lo necesario para destripar un vecino, sin que el crimen se note, para evitar el castigo. Cero gota de sangre. Verbo aséptico, corto punzante sin rastros. Un lápiz toma nota. Apunta. Registra. Palabras y números. Nombres. Descripciones. Escribe las vocales. Taquigrafía un juicio. Dibuja un plano, un rostro, un vestido. Un lápiz no sabe su nombre, pero sí el de los demás. En el tacto de los dedos siente el peso de las palabras. Sólo las deja correr. Armar su juego. Ellas conducen. Él las fija en el papel. Son hormigas obreras, arañas constructoras. Escaleritas de Babel. Van nombrando cosas, personas, puentes, lugares comunes, marcas de automóviles, de ropa, de celulares. Entro a un banco, firmo un cheque, cobro. Salgo. Rayo, rayo unas hojas mientras espero. Un boceto de la ciudad. Hago un barquito de papel y lo lanzo al río.