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Poetas de la diáspora chilena

Gonzalo Millán, Germán Carrasco, David Rosenmann-Taub, Oscar Hahn, Jorge Etcheverry, Waldo Rojas, Rolando Gabrielli y Efraín Barquero

Después del 11 de septiembre de 1973, el mundo se inundó de chilenos exiliados y deportados con la letra L en sus pasaportes. Todos los oficios y profesiones, edades y sexos. Continentes, países, ciudades, pueblos, las geografías y los climas más diversos recibieron a los chilenos. Se escribió en la nieve, en el mar Caribe, la palabra solidaridad, y en muchos idiomas imborrables.

Desde autores de cine a la poesía, teatro, pintura, música, todas las artes que tuvieron parte en Chile abandonaron el país, como hormigas que iban a construir sus hogares en otras tierras. Algunos fueron doblemente silenciados por la dictadura, muertos en vida o realmente muertos físicamente. La muerte de Neruda marcó el fin de algunas cosas y el inicio de otras, en la poética chilena. Neruda, el vate, se convertiría no sólo en un referente casi sagrado, sino en una animita, en un icono del desamparo, la precariedad, un alma en pena que venía a socorrer a los más pobres y fieles. Una legítima estampa de la “religiosidad” chilena por su obra y el personaje sacro, mítico, irrepetible e irremplazable.

(Años después, el azar me puso a conversar con mi Musa y hablamos de Neruda con nuestras respectivas distancias y pasiones. Coincidimos en el talante y talento del poeta. La Musa me confesó su admiración incondicional por el poeta. Coincidimos en tres o cuatro cosas fundamentales. Pasó el tiempo y el tema era recurrente como las coincidencias nos unieran paso a paso, porque la poesía tiene una sola larga punta cuando dos se encuentran. La Musa se reconoció, tiempo después, hambrienta de poesía. Llegó a decirme que yo era su Neruda, porque estaba vivo. No quise discutir esa noche y en otros días tampoco, por cábala. Aposté a Ella y sigo apostando por su amor, generosidad, entrega, compromiso, magia indiscutida. La poesía sigue brotando de su corazón y desgranándose de sus dedos. Siento que la arena de las playas y desiertos le pertenecen).

En los setenta y ochenta, el Cono Sur se vio envuelto en llamas: Chile, Argentina y Uruguay.

El tiempo siempre transcurre, es algo inevitable, sucede, pasa y en algún momento la realidad se modifica, sacude los viejos hechos de sus solapas y surge una nueva historia. Los poetas, narradores y periodistas escribieron su historia fuera de Chile. Los cineastas, pintores, músicos, documentaron sus días y la realidad que vivieron, vieron, sintieron, escucharon.

Surgieron no pocos productos y subproductos de esta nueva historia, que escribió, contó, relató, cantó, pintó y mostró la diáspora de sí misma al mundo. No sé cuántas páginas se escribieron, cuanta tinta nueva cruzó los mares o se quedó en un cuarto de provincia o de alguna universidad. Pero basta con saber que más de alguna vez se escribió la palabra soledad, para saber que el abecedario estaba completo, como un rompecabezas mudo, solitario, inmóvil.

El tiempo puede ser eterno, pero no el humano, ese que camina al lado de nosotros, con nuestros propios pies y se asolea en alguna parte del hemisferio o ve caer la nieve, como si el silencio se olvidara de sí mismo.

La dictadura bajó el telón oficial, la carpa cerró sus puertas y algunos regresaron, inclusive los poetas. Se recicló la vida en el nuevo Chile, hay quienes se adaptaron y otros “volvieron a regresar”. La atmósfera no era la misma, los signos más y menos quizás habían cambiado de orden o ya no existían. La ecuación perfecta del olvido, el país había perdido la memoria y el verso de Lihn parecía escrito para el viento: el horroroso Chile.

La diáspora histórica cesaba aparentemente con el fin de la dictadura y el retorno de la democracia protegida y de quienes ya no cargaban la letra L en sus pasaportes.

En Chile existe tradición de los poetas que abandonan el país, Gabriela Mistral, Humberto Díaz Casanueva, Rosamel del Valle. Neruda y Huidobro van y vienen. El mismo Lihn viajó tardíamente por ciudades en tránsito. A Jorge Teillier yo lo veía desplazarse por las calles de Santiago como un viajero de provincia con las manos llenas de poesía y una sed incontenible.

Después del 11, el éxodo tomó características bíblicas, se quedaron Parra, Lihn, Teillier, Rolando Cárdenas, Juvencio Valle, Eduardo Anguita, Miguel Arteche, Manuel Silva Acevedo, Jaime Quezada, Floridor Pérez, José Cuevas, Braulio Arenas, etc. Los menos sobrevivieron a Pinochet.

El retorno se hizo denso, espeso, difícil, imposible. La diáspora se quedó con algunas alas, en Estados Unidos, Francia, Argentina, Panamá, Canadá y posiblemente otros países, como México y España. Roberto Bolaño se detuvo por fin en el mar Mediterráneo.

Seguramente en otros países se sienten los negros goterones de la poesía del exilio permanente y definitivo. Poetas más o menos, me refiero a Oscar Hahn en Iowa City; David Rosenmann-Taub, Estados Unidos; Efraín Barquero, Marsella, Francia; Germán Carrasco, Buenos Aires, Argentina; Waldo Rojas, París; Oliver Welden, Tennessee, ahora España; Rolando Gabrielli, Panamá; Jorge Etcheverry, Canadá; Javier Campos, Estados Unidos, etc. Debe de haber más poetas, porque en Chile se cumple el viejo adagio de levantar una piedra y surge un poeta. Si la geografía deslumbrante, si la tragedia, si la melancolía, la tradición, la historia, la nostalgia, el Sur, sí, el amor, se escribe poesía dentro de la garganta, desde las vísceras de Chile, entrañas de su cordillera, profundidades marinas, del paisaje árido del desierto o simplemente en Santiago, capital de qué, como se pregunta Gonzalo Rojas. También se hace poesía a partir del desaliento, olvido, del paisaje personal, desde lo inefable, de lo nuevo que nunca termina por conocerse. La poesía es encuentro.

La mano de la poesía viene de todo lo que no se tiene, quizás lo perdido, lo maravillosamente desconocido, ese momento casi absoluto de lo inefable. La poesía, cuerpo del delito de su tiempo, mi solitaria manía de cortar las palabras. Poesía, querida, no bajes la guardia, tú y yo somos más que palabras. ¿Sabías, pregunto, que el azar es tan nuevo como el alba? Una señal y se abre el poema. Transparente, vieja campana del sueño, luz del trigal doblemente amarillo, vereda en el simple ejercicio de los pasos. La poesía es este caño ruidoso, vacío, decolar de una sola gota y el poema respira, respira, hace verano.

La diáspora boxea con sus propios guantes y con los años, cuando todos se han ido, este ejercicio va por dentro, es como hacer sombra dentro del poema. El instante, lugar más amado, puede permanecer oscuro, secreto, como las palabras que siempre dicen algo nuevo. ¿Cómo encontrar el camino en la página rota? ¿Se escribe de adentro hacia afuera o el rostro del poema golpea la página en blanco? ¿Quién ve primero a quién, la palabra o la realidad, al poema? Nada más secreto que el poema que sólo se reconoce a sí mismo cuando llega la última palabra, aunque sólo se revelará ante el lector.

La diáspora de la poesía chilena del siglo XXI, diseminada en Europa, Norteamérica, América latina, principalmente, de una u otra manera se vincula a Chile, casa matriz de los poetas, a través de ediciones de algunos de sus libros, visitas de los poetas al país, recitales, correspondencia, antologías, y los que más parecieran aproximarse a Chile son los profesores Hahn y Rojas, y desde luego Carrasco, que está en Buenos Aires, y abandonó más recientemente Chile. Gonzalo Millán es uno de ellos, la lengua de la casa es vital para su poesía, y él, por eso, abandonó principalmente Canadá. Barquero hizo un intento por regresar y se “regresó”, valga la redundancia, a Marsella, porque no encontró nada para él en el Chile nuevo, a pesar de ser de los poetas más chilenos de la diáspora. Sé, tengo noticias de todos ellos, por sus poemas, alguna correspondencia y libros que de tarde en tarde llegan a mis manos, o textos que circulan en Internet.

Hahn, aunque vive por más de dos décadas en Estados Unidos, su lenguaje mezcla a renacentistas españoles con la lengua popular chilena, “chilenismos”, y lo convierte en uno de los poetas más chilenos. Su poesía no tiene fronteras, o tal vez una, la propia poesía, el lenguaje, su atmósfera cargada de sentido. Barquero, como Hahn, son dos poetas que salieron de Chile con una obra hecha y ambos son los más firmes candidatos para el Premio Nacional de Literatura del 2008. Poeta esencial de la lírica chilena, de lo cotidiano, y también existencial, donde la palabra se apodera de un muro invisible. Arte vida tituló Barquero, y Arte de morir se llama un libro de Hahn. David Rosenmann-Taub es el más experimentalista de todos, quizás, aunque su poesía siempre está en búsqueda de algo más allá, en el límite, donde la memoria y el silencio parecieran compartir un mismo camino. De Rosenmann-Taub se han dicho todos los calificativos posibles para elevar a un poeta a las galaxias, y su poesía responde a un profundo pozo de la infancia iluminado por un presente cuya memoria se desgarra. Waldo Rojas, poeta reflexivo, del lenguaje y de lo inefable. En el centro de un cuarto, el cielorraso y la realidad absorben en un mismo espejo su poesía. Fiesta del lenguaje, sonoridad de la palabra, doble cerradura de la realidad. Rojas disfrutaba apasionadamente la literatura francesa en Chile y quizás ya vivía en París por aquellos días. Oliver Welden había desaparecido de Chile y de la faz de la tierra. Escribió un libro a los 22 años, Perro del amor, verso nerudiano, y desde la ciudad de Arica se esfumó tan lejos como pudo de su propia realidad y después vino el silencio y un mar de especulaciones. Oliver apareció un día, vivía en Tennessee, en el sur profundo de Estados Unidos.

Para el azar también está Internet, ubicua zarina global, trotaconventos, celestina del alma y del alba, divina señora de todas las catedrales, espejito mágico del porvenir.

Perro del amor es un libro personal, el yo del autor, su pasado pesando en el presente inmediato, arrastrando la memoria con las vivencias del dolor, el gozo y con la ironía chilena que muestra los dientes sin que éstos se vean. Germán Carrasco es el que menos conozco de esta diáspora, el más joven y crítico del neo Chile. Partió de Chile recientemente, según nos cuenta, porque su novia vive en Buenos Aires y no encontraba lo que buscaba en su país. Carrasco despotrica sobre el Chile provincial, marsupial, diría yo, ese que se fagocita en la bolsa del cangurú y se entretienen con su pequeño ombligo universal. (Ver desde afuera no es lo mismo que mirarse por dentro y no ver) Habla de las patotas literarias, oficialismo, culto a la personalidad poética, de las becas universitarias y de los premios fabricados. Se ejerce desde el canibalismo la literatura y poesía de la exclusión.

Carrasco apunta a los infatigables herederos del sillón de Neruda. ¿Qué dirá Parra puesto en el trono de la poesía? Cada poeta con su guitarra, es lo que digo. La poesía no tiene una casa matriz, no es cara de una sola moneda, ni ojo de una sola cara. Tampoco hija de una sola Parra. La poesía no es lo que se ve y toca, sino lo que aparece en la palabra.

En nombre de la poesía
se erigen estatuas al viento
y la poesía inmóvil en un parque
de palomas muertas
comulga con el endiosado
olvido de las palabras.
La tarde se despeja
con sus botellas vacías,
el alcohol humedece
las horas baldías.
Un poeta es una sombra,
nada más,
la palabra
que aún no ha nacido.

 

Déjame apátrida

Déjame apátrida,
sin sombrero,
iluminado por el estiércol de la primavera,
brillar, brillar del sol,
luz amarilla,
no hay tiempo para la poesía,
Oh magnífico astro dorado
reflejas el mar
en la ciudad de cristal,
la que me guía con su traje blanco
aunque está muerta con su comercio cerrado,
sin mercancías, un sábado de septiembre
en el día del perdón.
El griego de la librería no perdona la fecha
y se mofa de los comerciantes,
porque no leerán a Proust, dice
y nos reímos.
Hemos perdido el tiempo Marcel quizás
haciendo literatura
y es tan probable todo
que no existe la menor certeza que ocurra,
un tiempo que no hace justicia a la historia,
una época digital
que no se avergüenza de su imagen.

Rolando Gabrielli