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Anoche soñé que me ahorcaba con tu soga
La broma infinita, de David Foster Wallace
David Foster Wallace

La muerte es un acto corriente. Ocurre. Un compromiso inevitable de la vida. Un hecho impostergable. Más allá o más acá, la línea está trazada. Se cuadra todo ante la capitana. A veces resulta ser una sorpresa anticipada. Ocurren eventos especiales que sorprenden, primero, a la vida, y luego, quizás, a la propia muerte. Internet trae de todo. Es caja de Pandora por naturaleza y el lector entra en el menú. Nada uno como en un largo río sin fin que desemboca en un mar de palabras. Toda selección es arbitraria y es lo que hace uno. Lee, separa, deja pasar, olvida. Algo queda entre los dedos y la memoria. No podemos leer todo y menos memorizarlo o procesarlo. Uno se detiene de acuerdo con sus intereses. Hay quienes buscan recetas de cocina y es un arte hablar de ese tema, repasar viejos postres, sabores, olores, seguir degustando lo perdido y recuperable. No buscaba nada, pero las noticias llegan a veces de manera espontánea, inconsultas. Son las que más sorprenden y quedan rondando en la cabeza. Noticias que adquieren categoría de obsesión. Independiente de nosotros mismos, adquieren categoría de ciclón silencioso. Vayamos al punto, la muerte de un escritor importa poco en estos tiempos. Es una notícula de obituario, que supera cualquiera de estas catástrofes naturales recurrentes, accidentes aéreos, asesinatos entre parejas, masacres, asaltos, choques de trenes, enfrentamientos entre narcos y policías, declaraciones de los dirigentes mundiales e historias de corazón, policiacas, de autoayuda, reality shows y pasatiempos de las cadenas de entretenimiento. Basta leer con qué pasión y obsesión y banalidad, también, se sigue el éxito o fracaso de los futbolistas que juegan en otros países. Un escritor es una oveja negra y descarriada con una campana loca al cuello. Lo que quiero decir es que David Foster Wallace, escritor norteamericano, fue encontrado colgado en su casa por su mujer y me parecía un buen tipo, aunque no lo conocía ni había leído una sola palabra de su potente y exitosa obra, según vengo a enterarme. Tenía 46 años, un gran humor, ejercía dando clases de creatividad en inglés y le cuelgan una fama desde 1996 cuando editó su novela Infinite Jest, aunque The Broom of the System tuvo éxito en Estados Unidos en 1987.

Espero que su novela emblemática, La broma infinita, llegue a mis manos pronto. Un writer de verdad, según voy buceando más y más en su obra. No siempre llegamos a la misma hora, David Foster Wallace. Son 1.092 páginas más otras 115 de notas y erratas. Según leo, tiene que ver con el compromiso que adquirimos todos en la vida con las diversas manifestaciones que se nos presentan: Dios, el Diablo, la política o cualquier oficio donde se dé la entrega total. Es más que todo eso, al parecer, un buceo crítico de la sociedad norteamericana sin contemplaciones.

 

Dos

Estuve pensando en David Foster Wallace, quien se sabía un suicida en potencia y había demandado lo vigilaran tiempo atrás en un hospital, cuando me interné en un parque de diversiones con entretenimientos norteamericanos. Me detenía ante los juegos, las marcas de los equipos, el idioma, las imágenes de Elvis Presley con su loca guitarra en Las Vegas, y todos esos juegos electrónicos para enloquecer al más cuerdo. Caminaba en la semipenumbra sobre la alfombra estelar, las luces, esos ruidos singulares de parques de entretención y aparecía mi desconocido escritor David Foster Wallace, como diciéndome: Ya ves, es lo que digo, hacia donde vamos... No lo han dicho aún, ayer leí la información de su deceso y me quedé reflexionando si se había ahorcado o no. Lo encontró colgado su mujer, dice el primer anuncio de su muerte y lo reiteran los demás. Sigo leyendo sobre este autor y destaca su visión, sin duda, de la sociedad norteamericana, como apunto arriba de esta nota. Se fue convencido, por lo que leo, de lo que hacía. No hizo concesiones. No se trabó en la parálisis de la fama y del ego o de la banalidad del best seller. Qué malo tiene escribir un best seller, dicen, y quizás tengan razón, pero David Foster Wallace, noto que amaba los clásicos en el buen sentido de la palabra y apostó desde Grecia en adelante. Fue un duro crítico de Internet: “No nos engañemos: la Red no es más que una avalancha de información, un laissez faire salvaje, sin estándares éticos. Se acosa al consumidor con un aluvión de ofertas seductoras, sin ayudarle a discernir a la hora de elegir. La explosión punto.com es la destilación de la ética capitalista en estado químicamente puro”.

 

Tres

¿Qué llevó a David Foster Wallace a la decisión final?, me pregunto mientras camino entre esta atmósfera de diversión y distracción, donde las personas parecen hipnotizadas por los aparatos electrónicos y algunos juegos tradicionales. Crazies Cars son mis favoritos, y cuando me subía en un viejo parque frente al mar, los llamábamos Carros Chocones, pero veo que ahora son Carros Locos. Un buen nombre para tanta locura. La gente atiende a sus gustos, preferencias, dos chinas muy blancas y de rostros mezclados están electrizadas frente a la máquina de Elvis Presley y reciben de premio unos cartoncitos canjeables por la estafa de siempre, un juguetito o llavero. ¿Todo será electrónico, hasta el corazón de la noche? Pienso en este hombre que desconocía, mientras miro la alfombra que me lleva a ningún lugar. David Foster Wallace, sigo investigando, se sentía triste por su país. La literatura le mantenía a flote, supongo, pero es un salvavidas limitado, cuando las heridas y dolores trascienden la palabra. Karen Green, su esposa, lo encontró colgado en su casa. La sociedad en que vivía le apestaba. No hay muchas ni más razones para una decisión de este tamaño. Era un gran jugador con las palabras, dicen sus críticos, con un gran sentido del humor negro —cómo me simpatiza este tipo—, armador de lenguaje, ficcionador de realidades y viceversa, con suma claridad, transparencia, se paseaba de ida y vuelta por un mundo que rechazaba.

Duele la partida de un desconocido que sufría y enfrentaba la falsa felicidad, por todos nosotros. Los rostros que estoy viendo pasar podrían ir cubiertos con el chador musulmán y tendrían un significado, una mayor vinculación que la que tengo ahora con David Foster Wallace. Abandono este coto de la diversión electrónica y voy a comer a una franquicia colombiana. Un grupo de gringos jóvenes en una mesa próxima, unas lesbianas leen la cartelera de cine, una joven pareja cena como si fuera un ritual, muchas mesas vacías y me decanto por una ensalada griega con alcachofas y un jugo de guanábana. Salgo del restaurante iluminado por lámparas artesanales colgantes blancas y me dirijo al estacionamiento al aire libre. Inmenso y casi vacío, la noche caía tibia con una luna cobarde, apagada entre nubes muy altas, mezquinas, pero que ya entregaban a su rehén. No le perdí pisada a la luna cuando llegué al automóvil y el desolado estacionamiento crecía como un mar lejano de asfalto que dormía después de un día muy agitado. La marea ascendía a algunas cuadras, el mar real vivía su fin de semana.

 

David Foster WallaceCuatro

¿De qué se saturó David Foster Wallace? Cuentan sus allegados que a partir del siglo XXI ya no era el mismo. No he dejado de pensar sobre las últimas horas de DFW, porque nunca sabremos si fue una decisión de último minuto o ya la había tomado. Su padre dijo: No aguantó más. Probó con todo tipo de medicamentos. Estaba, digo, dentro del corazón, del alma, en el fondo de la caja torácica, donde sólo llegan las tripas personales. Ahí nadie entra, sólo el que sabe hasta cuándo da su hígado y pueden respirar sus pulmones. El mismo sábado me enteré de su deceso. Fue en horas de la noche. Aún no se ha dicho con certeza de qué y cómo murió.

Escribió, según las reseñas de la novela Infinite Jest, de la intoxicación banal, deprimente y comercial de Estados Unidos. Lo que entiendo es que le tomaba el pulso, revisaba los puntos cardinales, el millaje, cambio de aceite, la respiración, su drogadicción en todos los sentidos y direcciones a la sociedad norteamericana. Todo seriamente, humor, sarcasmo, morosidad, velocidad, cambio de paso y de lenguajes, movimientos bien calculados o simplemente a caballo desbocado de las situaciones y lenguajes que iba creando para cada situación como si se apegara a su cuerpo la realidad y la ficción reclamara su espacio dentro del cuerpo principal. Sé que debo leerlo, es un compromiso. Me lo dije muchas veces en el estacionamiento ante el asfalto como testigo. Y lo haré con lo que encuentre en español (castellano). Estoy dispuesto, si no encuentro aquí esos libros o adonde los encargaré, a canjear la novela 2666, de Roberto Bolaño, por La broma infinita. Es un buen deal, ¿no, David?, y sé que estarías de acuerdo, porque es tu par o algo así en castellano. Perdona el tuteo, pero me hubiese gustado conocerte y compartir contigo el otro lado de las cosas, la verdad simplemente, esa atmósfera que la toxina no deja respirar muchas veces o el humo de la chimenea reciclando la historia.

También se muere de mala historia, de ambiente contaminado por lo banal, falso, y de la mentira se puede sobrevivir un tiempo, quizás, hasta que ese letal arsenal toca la punta de tu hígado con su arpón infestado de estiércol y entra con todo su valor agregado nacional. En principio puede ser un cosquilleo, un elemental sentimiento de desasosiego, esa intranquilidad que empuja a buscar una salida que se va mordiendo la propia cola. El malestar va avanzando hasta anidarse en el lugar más poderoso, el motor del cuerpo y de todo lo que le acompañe, desde los gestos hasta los sentimientos más íntimos: el cerebro. Cuando se concentra ahí toda la cloaca que respiramos, la asfixia va ganando terreno, minando el cuerpo real, que termina abandonándose, cayendo una y otra vez, con esa sensación de un largo vacío que no terminará de tocar fondo. Hay que estar en el cuerpo para comprender ese estado. Después se entra como a un pequeño túnel portátil que te persigue a donde vayas. Difícil sobrevivir a la caricatura, porque la tragedia global suele transformarse en personal. Con su basura de vendedores de productos nuevos, suelen contaminarlo todo. Deja de comprar y verás lo que te ocurre. Un ejército de sombras y risas medievales entran por la ventana de tu casa y la marcan con una X. Leo, en una de mis pesquisas, que a Wallace le producía horror y le preocupaba: “La anomia y el solipsismo y una forma peculiarmente americana de soledad: la perspectiva de morirse sin haber querido nunca a nadie más que a uno mismo”. El ombliguismo personal, íntimo, esa mirada hacia sí misma de la sociedad, pareciera querer decirnos, cómo si la rótula dañada no nos dejara avanzar después de un ataque con morteros o el paso de un ventarrón de mariposas que nos deja sin aire. Wallace venía hablando de la tristeza que sentía en el estómago desde hace unos años.

Wallace decidió finalmente tomar el último vagón dormido en la noche de California.

 

Epílogo

Me aprestaba a subir y a dejar el estacionamiento, más bien el largo e infinito asfalto cubierto de noche, cuando veo cruzar hacia mí a una joven de pantalones cortos y una suave blusa de aire y transparencias. Venía de un automóvil estacionado al medio del asfalto, como si la nada la empujara hacia donde estaba. Apenas se fue acercando vi que traía dudas, el aire de las preocupaciones, pero no dejaba de sonreír, arte primario de la comunicación. Al fondo se divisaba otra mujer en bermudas y un niño que revoloteaba en las proximidades del automóvil. Sólo esperé que llegara.

—Buenas noches, tengo el carro dañado.

El vehículo estaba en el centro del mar de asfalto, y si no se movía a esas horas, era porque algo le sucedía. la mujer sonreía, como si todo se fuera a solucionar.

—Vamos a ver —dije.

Y nos encaminamos hacia la máquina, que descansaba plácidamente. Un Toyota Corolla, sedán, pero con motor electrónico, como los de ahora.

—No arranca, ni se inmuta, no da señales de vida.

—Bueno, puede ser la batería y por ahí nos vamos. Jumper, y el motor quieto, como un ángel. No da señales el motor. La máquina está absorta en sí misma, no aletea. La atmósfera tibia, descomplicada, es lo más próximo a la realidad. Los gestos son los de siempre, interrogantes, llamadas de celulares, exclamaciones y la luna sigue aclarándose.

Mientras conecto las dos máquinas pienso en Wallace, su soledad final, su riesgo de vida, lo que escribió, dijo, reflexionó, aportó, descubrió y aún no he leído. Notamos una interferencia de la alarma, suele suceder. Y seguimos intentándolo. Wallace, ¿qué fue lo que pasó? ¿La vida giró en redondo, bocabajo? Quién arma este rompecabezas sin cabeza, pareciera hablarnos la soga del silencio. Un pequeño gesto en medio de la noche y siento que el espejo nos mira, busca un reflejo ante la opacidad, él, que pareciera contener todos los rostros. (El hombre de la moto, vestido ridículamente, con esos sombreros de parques de entretenciones, pasa como una tromba entre uno y otro extremo de la realidad. Patrulla, eso se dirá a sí mismo) Wallace está aquí esta noche, me gustaría gritar. Pero es tan fácil que a uno le digan loco, y no es lo más importante, sino que no entenderían ni una sola palabra. El mar encontraría las palabras en alguna playa. Es apenas una gran verdad, así muere todo, como de rodillas sobre el asfalto. Se detiene uno de esos cuatro por cuatro que parece un búfalo en la noche y pregunta su chofer si necesitamos algo. El Toyota Corolla estaba dando extrañas señales de vida, un carraspeo muy alentador de parte del enfermo. —Gracias, parece que va a arrancar. Fueron palabras mágicas y tal vez un poco de intimidación de ese animal que bufaba sobre el asfalto y arrancó como un estruendo con sus cuatro patas enllantadas por la pradera de asfalto. Mientras se perdía en el pequeño horizonte, el vehículo insomne salía del sopor y se incorporaba como todo un campeón a seguir en la ruta, sabía que le esperaba la velocidad por el corredor Sur. Nos despedimos y yo ya estaba lejos hace mucho rato.