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Mi amiga la bailarinaMi amiga la bailarina

Antes de subirme al automóvil me detuve a mirar el desfiladero de pinos caribe que se convierten en paralela con la parte lateral de la casa, contraste que las ciudades van perdiendo y que los edificios, por su estructura, materiales y lugares donde son construidos, no tienen ninguna posibilidad de paisajear. La selva al final de la mirada permanecía silenciosa, pero de un verde brillante, rejuvenecedor debido a los fuertes aguaceros tropicales que caen como ángeles vencidos del cielo. Sólo a la noche podría reflexionar que el agua es la fuente de vida del bosque y del hombre, pero también su exceso destruye los frutos que proporciona la selva “civilizada”, a los animales que nacieron hace millones de años en el trópico. Detuve mis ojos como en un caleidoscopio que había regalado alguna vez en otra ciudad, en una ardilla que trabajaba para mí como bailarina cada mañana y yo no lo logré entender este compromiso hasta cuando fue demasiado tarde.

Ese tema insoslayable de atender cosas domésticas, revisar el aceite del automóvil, sus bujías, trabajar, pagar cuentas, escribir como si se apagaran todas las estrellas de un soplo en un segundo, compromisos sociales, lecturas necesarias, y otras urgencias, a mí, me digo, que vivo al lado de un bosque, a veces estos detalles no me permiten verlo.

Detrás del ventanal la divisé incontables mañanas asomarse como una diva con aire de musa, a mi pequeña bailarina, sin inmutarse, con sencillez, humildad y conocimiento de su oficio, porque su rutina no provenía de una preparación descuidada.

Oye, bonita, sí, tú, la de la cola que comparte el viento y espacio, nos vemos mañana, después de todo el calendario no se moverá más de un centímetro como cada día, aunque el mundo truene, escupa fuego, reviente con sus vísceras de terror y estupidez, egoísmo, miseria, ambición desmedida y el sistema disfrute de sus propias raterías que lo transforman en un transformer de múltiples rostros como máscaras de un mismo rostro. Las alcantarillas existen para evacuar aguas servidas y esconder lo que somos en la superficie.

Danzó frente a la ventana del comedor y miró por última vez, como queriéndome decir algo, porque ahora puedo tener más clara mi visión, que sus ojos reflejaban una urgencia. No nos diríamos más nada. Me despedía de esos 35 centímetros de amistad que volando llegaban al Cajón del Maipo, allá en Chilito. Y, que conste, que unos 15 centímetros pertenecen a la cola. Los expertos dicen que si se les captura jóvenes, se pueden educar y resultan ser muy cariñosas. Vaya estupidez, cuando la gracia está en la libertad, en el juego entre el aire y la tierra, la vida como en una cuerda donde la aventura es la vida misma como un oficio con sus secuencias y consecuencias. En el nunca acabar está la magia. Que primero se eduque el hombre en su propia libertad y la ajena, y que disfrute fuera de la jaula que se construye con tenacidad de araña en un telar.

Me desplacé por una ciudad en llovizna, con cielo nublado, ennuberrado, frágil, gris y lacrimeante. El día estaba cargado de su propio inestable tiempo. Al bajarme en el estacionamiento, el cielo se desplomó con una carga contenida y alcancé a llegar al lobby, como un fantasma en apuro. El día fue transformándose en el día, lo que es, sin más ni menos. un día es eso, 24 horas. Ignoro por qué se le exige más. Pero suele ocurrir con frecuencia como una deformación profesional, un deseo de irrealidad. Esa manía de querer atrapar, superar, empujar el tiempo. No le di más tiempo al día que su día. Se terminó. Eso ocurre cada día. Un poco antes, un poco después. Pero es inevitable, siempre sigue un mismo curso, como si fuera un río encajonado y no tuviera a donde ir más que fluir en una misma dirección.

Llegada la hora, cumplida la jornada, me disparé y a rodar de vuelta por la misma ruta. Las luces amarillas sobre la avenida, el asfalto doblado por el tiempo inclemente, los recuerdos del día, el mismo ruido del motor y las marcas japonesas que se han apoderado del mercado del automóvil. El paisaje nocturno se revela a su manera en la profundidad silente de la noche. Pero es el mismo día en su ocaso. Hago memoria frente al paisaje de la mañana, el de un principio, y la oscuridad sólo me permite avanzar con mi memoria. Entro a la casa en la semipenumbra, bajo el rastro de una jornada ya concluida. Dejo mi mochila, libros, papeles sobre el sofá y avanzo a la cocina por un jugo. Enciendo la luz y veo a mi amiga, la hermosa Alicia, la bailarina inerte al medio de las baldosas de la cocina. Su mirada gris, su cola detenida en el tiempo, su barriga hinchada y ni una sola gota de sangre por ningún lado. ¿El crimen perfecto? Todo el silencio de las galaxias más apartadas como un agujero negro solitario, abandonado en sí mismo, entró por la ventana de la noche tibia, ya ciega y ese áspero paisaje de soledades e infortunios, que cualquiera puede cargar en una ciudad hostil, se abalanzó como una lenta ola que en días pasados miraba desde la terraza en una playa. El mar me llegó con su marea profunda del horizonte a rescatarme de ese instante no buscado.

La noche era lo único que me quedaba más a mano. Repasé la mañana y retrotraje la alegría y la danza, esas ganas de vivir sobre la dimensión del tiempo que le tocó vivir. Mi pequeña Alicia no estaba en una performance nocturna, en esa mímica de la máscara. Yacía, yacía. La noche ciertamente es la oscuridad pero también trae luz y recordé que tenía una pala nueva, impecable, con el precio aún en la cubierta de metal. Me incliné con algo de solemnidad, como si estuviera en un teatro en Moscú, donde se presentaba el viejo Bolshoi, la levanté como si fuera a desprenderse mi espíritu de Nureyev y ascendiera por el escenario frente a un público profesional, atento, respetuoso, devoto, entregado a este acto final tan real como la muerte. Que lo inmaterial prevaleciera, la danza, el arte, la vida, la musicalidad silenciosa de su cuerpo. Que la noche se estrellara con su propio dolor y los aplausos del viejo Bolshoi se congelaran en la memoria de cada uno de los espectadores. Moscú puede contemplarse a sí mismo en su nieve, en las cúpulas de sus iglesias, en el Kremlin, esa babel de lo gótico, arabesco, italiano, griego, chino, ciudadela amurallada que sólo se atrevió a abandonar Pedro El Grande, no por un acto de humildad, sino para vivir en la ciudad que se había construido para sí mismo: San Petersburgo.

Yo esperaba arrinconado por la oscuridad y el contraluz de una luna famélica, que la Sylphide volviera con las fuerzas de la naturaleza y del aire. No tenía otro pensamiento ni voluntad en mis manos. Sólo depende de nosotros que el arte resucite y remonte más allá de las montañas y estrellas. Que la palabra sea la voz callada en el desierto.

Cada ser humano podría escribir una página diaria de sus tristezas, ansiedades, malestares, odiosidades, fobias, aprehensiones, soledad, convicciones, amores, y hacer colapsar las bibliotecas y archivos públicos y a Google, si se lo propusieran. Documentar actos de una y otra naturaleza, como un mar froidiano de egos y súper egos enrarecidos por el smog, vomitados sobre las consolas de los videos.

Salí de la cocina con Mi amiga la bailarina y ya estaba todo decidido. La dejé livianamente sobre la yerba por donde vivió la vida que le tocó vivir y volví por la pala. Alguien debía estrenar esa herramienta casi tan antigua como la muerte. Todos tenemos algo de sepultureros, pensé, y de cadáveres, por supuesto, aunque las cenizas ganan su espacio. Dura la tierra, piedra, pedregosa, el metal empujaba contra lo que resistía y mi indignación, iba de frente. El río llevaba agua y la noche una oscuridad plateada, lunar de cara conocida. ¿Es más dura la tierra que se conoce o desconoce? El metal intentaba hacerse paso. Y pensaba, ni una gota de sangre. ¿Cómo, una muerte tan limpia? La tierra se abrió por fin, próxima a los pinos, pero la noche no entiende de epitafios, recoge todo como las manecillas del tiempo en un andén sin hora. ¿Ni una gota de sangre se lleva la tierra? ¿La vida sólo abona la muerte? ¿La muerte recibe a la vida? ¿Se baja o sube hacia algún lugar? Un ascensor es un invento reciente en la historia del hombre y del universo ni hablar. No llegan muy lejos, suben hasta un mismo lugar y bajan hacia otro idéntico. Suelen trabarse y no tienen ningún otro acierto que subir y bajar. La sombra de la última palada desciende con la incredulidad de mis pensamientos y dudas. ¿Quién fue? ¿En qué momento? La vi revolotear alegre frente a la casita de los pájaros sobre la ventana. Y como si me dibujara un adiós en su sonrisa de roedora, nos despedimos con un tácito hasta luego. Siempre hay que emparejar la tierra por donde uno siembra la amistad, el amor, la nueva vida. Muchos años antes, ese era un terminal de escombros, desechos de casas, restos de techos nuevos, lo que queda de las construcciones recién terminadas, esas sobras de todo. Con las manos fuimos ordenando, limpiando el sitio y cavamos huecos, duros hoyos para plantar pinos recién nacidos. Todo parecía nuevo, un comienzo. El tiempo impone sus lecturas, las recrea, hace memoria.

Ni las nubes rondaban por la noche. Sólo la memoria. Sólo la memoria.

Descansé la incredulidad del día sobre el mango nuevo de la pala. Dejé los últimos segundos que se acomodaran. Que un día borrara a otro día, cuando sentí el aliento sobre mis piernas de White, la perra, husmear la tierra recién ordenada. No me había dado cuenta de su presencia absolutamente discreta, respetuosa.

Fue cuando comencé a pensar, a sospechar que había ocurrido en verdad cuando dejé la casa sola de soledad infinita.

Detrás del día, el día. Nos despedimos seguramente, White y yo, de Mi amiga la bailarina, a nuestra manera, claro está, pero existía un tácito respetuoso silencio. Entramos a la casa, pero yo ya iba con alguna idea en mi cabeza. ¿Respiraba un aire de culpabilidad a mi alrededor? Es difícil indagar en la mente de una persona, de un animal y más de una perra extranjera. Ya a solas intenté reconstruir la escena del crimen. Me pesaba la prueba mayor, ni una gota de sangre. Algunos utensilios de la cocina en el piso. Y ahí después de todo estaba Mi amiga la bailarina, inerte como si un último esfuerzo por vivir la hubiese llevado a la muerte. ¿Por qué tenía la panza inflada y los ojos no encontraban salida hacia ningún paisaje aparente? La noche se cargaba de dudas, interrogantes, de maniobras y situaciones propias del olvido, donde las respuestas son simples marionetas del azar.

El desorden de la cocina era mínimo. En verdad todo estaba en su lugar, aunque no se notara. Buscaba la prueba, algún indicio, porque ya sabía quién era la autora del ardicidio. Había nacido en un barco, el Captain Vincent Gann, un atunero lleno de filipinos, mexicanos, un chileno, portugueses. Allá en el Pacífico Sur, en Cook Island, la Polinesia. White tiene un cruce con un pastor alemán y un callejero de Samoa. Y en verdad vino a vivir en la tierra por primera vez en Panamá. A Panamá llegó Paul Gauguin y se fue a la Polinesia, un viaje a la inversa y con objetivos distintos.

Nos quedamos solos esa noche observándonos, sin tiempo. ¿Para qué están los amigos? ¿Qué psiquiatra no ha hecho esta observación? Estaba el cuerpo del delito enterrado y la autora a mi lado. Aquí no tenemos 911, debe haber algún número, los detesto, para preguntar, informar, intercambiar puntos de vista. Preferí la noche y el bis a bis. Había que dejar pasar las horas y con la luz del día quizás todo se aclararía. Eso ocurre, al menos, con la noche anterior. Escuché que alguien me decía, podía ser la misma White: —Serenidad, querido Watson, todo tiene solución, menos la muerte. Pero de eso hablamos, pensé una respuesta rápida. Quizás estaba sintiendo el complejo de detective de Roberto Bolaño. No sé. Pero las pistas estaban ahí a mi lado. En mis narices. Recuerdo que de los cientos de casos en Santa Teresa de 2666, se resolvía uno de vez en cuando y ahora algunas cabezas andan sin cuerpo por algunas ciudades.

Rechacé toda influencia, cualquier pista, me abandoné a cualquier pensamiento que pudiera acomodar alguna situación o respuesta. No le di más cuerda al reloj de la duda. Bajé el telón del día. White no se separaba. ¿Qué estaría pensando? No seguí en este inexplicable póker. La baraja para un nuevo amanecer, me dije, y le di carta blanca a la noche. Las baldosas no mienten, me vieron caminar hacia el cuarto con toda loche a mi espalda. El río ya era mi memoria. El día. Todo convertido en sensación de fuga. Mi amiga la bailarina descansaba de su peor día. No siempre es el último. Eran mis últimas digresiones antes de llegar a la almohada. Ya amanecerá.

La mañana entró tibia, grisácea, de invierno tropical, apabullada por el mal tiempo del norte. La noche y el día no requieren presentación, están. Volví a la cocina para cerciorarme con mayor claridad en cuanto a luz natural. La memoria repasa sus fijaciones, sobre todo cuando están frescas. Yo me despedí esa mañana y ella entró a la cocina. ¿Dejé la puerta abierta? Las cinco puertas de la casa, incluida una gran verja, quedan cerradas con doble llave. Los animales del trópico tienen sus estrategias, conocen los lugares donde viven y sobreviven en una ciudad poco piadosa, en tiempos diríamos, en una época depredadora. La naturaleza, el ejercicio de la vida en condiciones difíciles, va preparando el ingenio, las habilidades para las nuevas situaciones. El hombre busca otros planetas tal vez porque no está preparado para vivir en un lugar natural, donde la belleza es armonía y debe respetarse. Los sabios elefantes tienen su propio cementerio, y jamás se les ocurriría que construyan ataúdes para enterrarlos. Nos quedaríamos sin bosques, sin vida. ¿Qué haríamos con las jirafas? ¿Las incineraríamos? Los dinosaurios tuvieron la suerte de desaparecer, quizás, en un cataclismo. Son tan diversas las versiones de su extinción, como las películas. No se me ocurría nada. Un jugo. Un té. Un sándwich de palta. Y en punto muerto. El cielorraso se hacía más alto que los pensamientos. ¿El blanco agranda la memoria? Salí a ver por el costado lateral de la casa. Me fijé en un comedero, una casita de pájaros que cuelga sobre una de las tantas ventanas. En las mañanas se detienen cinco o seis. Es un buen comienzo para el día.

De pronto vi un hueco en la malla de la ventana de la cocina. Las ventanas del trópico usan mallas para protegerse de los mosquitos y refrescar al mismo tiempo. Me puse en el lugar de Mi amiga la bailarina. ¿Por qué quiso entrar? ¿Pudo haberlo hecho hace mucho tiempo? A la orilla del parque, mudos unos cocos secos de palmas que dan un jugo refrescante y proporcionan un alimento llamado coco, algo me estaban diciendo. Al aproximarme a la malla rota, husmeé por la ventana, con los ojos y el olfato sobre todo. Me llegó un fuerte olor a bananas. Irresistible para una ardilla hambrienta. Un bosque despojado de frutos por estas lluvias intensas. Nunca me percaté. ¿Pensé en los pájaros porque vienen del cielo? Era tan simple todo, el cuadro, la escena se explicaba a sí misma, su barriga llena de bananos. No había una gota de sangre. Quizás murió de la impresión. Son muy sensibles sus corazones, se me ocurre. White debió perseguirla hasta el agotamiento total, terminal. Tenía sus ojos cerrados. Pero me dejó un mensaje. El bosque es vida. Cuídenlo. Todos estamos en tránsito, pero vienen otros. Tu amiga, la bailarina...