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Alfonso CalderónLa última rumba de Calderón

Recuerdo como si fuera hoy la última vez que vi a Alfonso Calderón en Chile, profesor de la Escuela de Periodismo, escritor, poeta y miembro de la Academia Chilena de la Lengua. Fue en la Sociedad de Escritores de Chile (Sech), una tarde neutra de invierno, cuando el terror escribía sus mejores poemas. Me voy, le dije, qué libros cree debiera llevarme, le pregunté. Es algo personal, me dijo, pero incluye la Antología de la poesía chilena. Se refería a una antología que él hizo y en verdad es la más equilibrada y completa, hasta los años setenta, que haya conocido. Además le quitó las pestes adolescentes de la escarlatina (sarampión), alfombrilla y peste cristal, a las antologías arbitrarias chilenas y de todas partes. Siempre queda alguien por fuera por a, b, c, d, razones, pero la Antología de Calderón es un documento a leer, conservar y seguir leyendo. Hablamos de que los verdaderos libros de un escritor eran aquellos que se refieren a la vida, naturaleza, y yo le comentaba que me sumergía en mi trabajo en todos esos textos relacionados con la ganadería, el campo, algo de ecología y naturaleza. Caminó ese día por el centro de la Sech, el lobby, con un cartapacio, y nos despedimos sin saber que ya no le vería más. Lo último que se filtró aquella tarde fue algo de luz que llegó al salón solitario, donde alguien se despedía de su país. Incluí varios libros en mi mochila, Muerte y maravillas de Teillier, me lo recomendó, creo, o al menos me dijo, autores chilenos, poetas. Lihn, Parra, Neruda, Huidobro, etc. Algunos de esos libros no sobrevivieron, me los robó literalmente hablando un poeta y decano de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia.

Alfonso Calderón murió de un infarto este 8 de agosto, era un hombre estudioso, silencioso, académico, y tenía una biblioteca que llegaba a las márgenes del río Mapocho y podía inundar todo Santiago de palabras e historias. Había en él mucho de chileno raizal, conocedor de la cultura del país austral, animador de foros y charlas, publicaciones, Premio Nacional de Literatura de Chile, autor de Isla de los Bienaventurados.

(Cuando se pierde un solo libro / en tu biblioteca / es el que has estado buscando / Todos los títulos parecieran desfilar / menos el más buscado / Aparecen Los pasos perdidos / Crónicas marcianas / El cetro de los jóvenes / Cuando Chile cumplió cien años / Las obras completas de no sé quién / Dublín y Praga / Reconozco y me resigno / he perdido el control de mi biblioteca / los libros andan por su cuenta y riesgo / eso ocurre / cuando me lleno de actualidad).

Por fin apareció, desde ayer la buscaba e hice un alto en esta nota, una edición de Nascimento de 1977 y que conservo de 1978, del poemario de Calderón intitulado Isla de los Bienaventurados, que lo antecede y preside un epígrafe de Robert Frost... “En las Islas de los Bienaventurados, ni un solo bienaventurado hallé”.

“Toca esa rumba, don Azpiazu”, de Alfonso CalderónEl libro se abre con “Tardes de verano”: “Como si fuera hoy, venías en tardes del verano / A ras de hierba, el año indolente coronaba / unos muros que creímos invencibles. Tú olías / a cebada, en un vago almacén aquella esquina”. Poesía sutil, de nostalgia, amor, me recuerda a los láricos con Jorge Teillier a la cabeza, pero es Alfonso Calderón, su vida en provincia, donde nació, en la zona central de Chile, San Fernando, tierra de huasos orgullosos y de espuelas. A lo largo del libro están reflejadas sus lecturas, amigos, épocas, sueños, la vocación definitiva de un poeta, la poesía.

El detalle, la mirada, el fragmento de la realidad, la sombra del asombro, la vida. “Palomas”... “Caen de pie, fulminadas por las migas / de los viejos. Ricas y pobres duermen / juntas y les importa un cuerno / la decencia, el frío / el qué dirán. La infancia, la biografía, el Yo... A gran distancia del suelo, quiero ocultarme. / Pregunto qué es lo que desean y llamo a mi tía / o al abuelo. Paso un pie por la ventana y veo / a los hombres flotar en el espacio llamando / a las ventanas / La brisa me refresca la cara / y no me queda por delante sino caer, caer. No me fío de las apariencias y vuelvo / en mí. Siguen diciéndome: ‘no tengas más secretos’ ”. Son los temas cotidianos de Alfonso Calderón, que incursionó en Chile como pocos. Fue testigo, protagonista, cronista de nuestra época y del pasado chileno. Renunció a su cátedra en la Universidad de Chile en 1974 y posteriormente fue designado director de la Escuela de Periodismo de la Universidad Católica. Fue uno de los que se quedaron en Chile. En 3 mil páginas y siete tomos escribió Memorias de memorias, libro que no conocemos y debe ser un legado de lo que vivió, sintió, percibió, acuñó y transformó en lenguaje para todos y la posteridad. Ha partido un incansable trabajador de la letras, investigador a tiempo completo, una referencia obligada para toda una época y la literatura chilena del siglo XX.

Memorial del viejo Santiago (1984) y Una bujía a pleno sol (1997) fueron sus últimos libros, pero escribió también, entre otros: Primer consejo a los arcángeles del viento (1949), El país jubiloso (1958), La tempestad (1961), Los cielos interiores (1962), Antología de fábulas (1964), Grandes cuentos humorísticos (1966), El cuento chileno actual: 1950-1967 (1969), Toca esa rumba, don Azpiazu (1970).

Se fue sin hacer bulla, tal y como vivía, escribiendo, proyectando su mundo y el de Chile, su tiempo, fue ese cronista que miraba el tiempo detrás de un espejo imborrable. Memoria, memoria...