Hace miles de años la Naturaleza le extendió un cheque en blanco a Panamá.
Aquí tienes dos océanos, uno al lado del otro, para que te comuniques y unas
los continentes. Selvas, bosques vírgenes, la lluvia abundante, el sol
canicular, el trópico en tus manos y los manglares, querida, reservas
ecológicas, la vida en una palabra.
Todo en poco más de 75 mil kilómetros cuadrados de cintura americana, y
sobre los cielos, tus aves y las que vienen como golondrinas cada año a hacer
verano en tu singular geografía.
Verde que te quiero verde, diría más tarde en un homenaje secreto a ti, el
poeta granadino.
Los cheques en blanco en manos del hombre, con su refinado sistema
mercantilista y bancario tienen un tiempo de expiración, no son eternos, se van
deshaciendo en deudas, intereses, morosidades, malos manejos,
“destrampes” en una palabra acuñada para estos menesteres y casos.
Cuando el compromiso entre los hombres se rompe en dos, la amistad cae herida
en algún punto de la humanidad. Si el hombre rompe la cadena ecológica, la
Naturaleza misma que le rodea y otorga la vida le sustenta su hábitat en el
planeta, responde con diversos malestares que se van uniendo a daños cada día
más severos e irreparables, como el gran hueco que nos mira desde la capa de
ozono y nos guiña con su ojo cada día más agigantado para ver si hacemos un
alto y dejamos de lanzar plásticos, aerosoles, desperdicios químicos y toda
clase de basura por la ventana en una noche estrellada, de luna llena, que nos
implora un poco de conciencia y humanidad.
No hay que ser poeta para amar la vida, pero cómo ayuda me dice alguien.
Hace unos años sembramos en mi casa una palma gigante, 19 pinos, un guayacán,
tres aguacates, un mamón y un mandarino. Con el correr del tiempo y nuestra
ausencia en la casa, se murieron dos pinos, el guayacán alcanzó a dar unas
pocas flores amarillas antes de partir nosotros (sigue en pie), y un aguacate
había sido condenado a muerte por el comején. Todo dentro de la Naturaleza:
vida y muerte por selección.
La muerte de la palma roja, maravilla del trópico, y el robo de sus
múltiples hijos, es harina de otro costal, y ahí está la mano abstrusa del
hombre deshumanizado, de la pequeña bestia de la caverna que aflora a pesar de
los tiempos aparentemente superados.
Cuando retornamos hace unas semanas después de desmontar la biblioteca por
octava vez con el correr de los años y regresar a su origen, los gitanos, nos
comenzamos a asentar, a acomodar los objetos, a instalar otra vez la vieja carpa
y a convivir con el bosque a unos metros del patio de la casa.
Luego de los rigurosos inventarios y balances, vinimos a recuperar un poco
los viejos predios perdidos, a caminar sobre la grama mojada por la lluvia de la
noche, a sentir el olor a tierra húmeda, a escuchar los ruidos del bosque, a
contemplar a los ñeques cargando restos de pipas del cocotero, a divisar los
monos sobre las ramas de los gruesos árboles dormidos por la falta de luz.
Hace algunos años, una garza, estirada, rabiblanca, en el exacto sentido de
la palabra, me esperaba un mediodía en el estacionamiento. En otra oportunidad,
mientras descansaba al borde de la vereda, un oso hormiguero joven pasó por mi
lado camino a la selva. Una Navidad nos visitó sobre el alto poste de la
electricidad, una lechuza de fija mirada sobre el porvenir de la noche. Las
culebras son vecinas del patio: boas, equis, cazadoras, corales, bejuquillas,
desde las inocentes que podrían haber vivido sin problemas en el Paraíso hasta
aquellas que con una mirada te envían al más allá. Todo el Paraíso perdido a
10 minutos del centro de la ciudad, con tráfico normal, en Villa de Las Fuentes
Número 2.
La Naturaleza nos había dado un cheque en blanco para que lo mantuviéramos
inmaculado, no lo convirtiéramos en letra muerta, sin respaldo, falso de toda
falsedad. Pero al volver, y caminar hasta el mandarino, sembrado y erguidamente
envuelto en su follaje, próximo al bosque, abajo, en su pata escondía un
automóvil de plástico con pedales, que en algún momento un niño había
usado. En las proximidades del árbol, una gran maleta, olvidada por el viajero
o viajera, vacía, inanimada, absolutamente perdida en su itinerario. El envase
de plástico que contenía agua, completaba la escena de un trágico vuelo en
tierra, porque asemejaba al plato que reparten las azafatas en pleno vuelo.
Pequeñas chucherías, objetos de distintos materiales, enseres, recubrían el
piso a unos cuantos metros del mandarino, que continuaba su vida solemne e
indiferente ante los invasores de la vida natural.
Un caso insólito reciente es el de un visitante que frente al jardín se
dedicó a golpear contra el piso los restos de una cortadora de pasto abandonada
a su suerte y muerta, naturalmente, de tanto sudar y oxidarse frente a la grama
y los inviernos lluviosos. Quería arrancarle, al parecer, el corazón a su
víctima, porque ya nada bueno le quedaba. Sentía desde mi ventana los quejidos
de la pobre máquina y cómo se le desprendía el alma de su cuerpo ante el
troglodita que visitaba Villa de Las Fuentes número 2.
Ayer, para no ir más lejos, alguno de mis vecinos o de casas aledañas,
próximas en la barriada, dejó abandonado un palomar podrido sin palomas,
detrás de una planta de cinta que hace esquina con la casa. Ahí están los dos
huecos por donde entraban las aves. ¿Ellas dónde estarán? ¿Habrán cumplido
su ciclo y se despidieron del palomar? No lo sabemos, sólo nos ha quedado el
encargo del dueño olvidadizo.
El mandarino está para entregarnos su fragancia, volver más verde aun, con
sus pequeñas hojas verdes, el bosque, enseñarnos con su paciente crecimiento
que sólo se prospera con humildad, sin afanes más allá de los naturales. Y si
algo permanece en el tiempo, es aquello que se cuida y alimenta con esmero. El
bosque es la última enseñanza secreta de la vida que nos queda en la ciudad. Y
también la esperanza de un mañana mejor.