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J. D. SalingerSalinger, la muerte del pez banana

Alejado tal vez por último de sí mismo, el talentoso y enigmático J. D. Salinger, decidió partir finalmente a los 91 años y olvidar quizás su famoso imborrable pasado literario, que los adolescentes norteamericanos y del mundo convirtieron en mito, lectura de culto. La literatura norteamericana ha perdido su principal mito. Fue como un rayo que iluminó una época con su obra emblemática —The Catcher in the Rye— y se consumió en su propia luz, que se hizo expansiva más allá de su voluntad. Salinger se borró públicamente, no editó un libro por más de 40 años hasta su muerte y se opuso a cualquier reedición no convenida, con la tenacidad de un guardián solitario refugiado en su cabaña en New Hampshire.

Todo esto y más, pelearse con los fotógrafos, pedir que retiren una página sobre él en Internet, querellarse contra un sueco que escribió la segunda parte de El guardián entre el centeno o El cazador oculto, quemar las cartas de sus admiradores, forma parte de su historial kafkiano y de su bien ganada leyenda y reputación de ermitaño, irreductible anacoreta.

Esta leyenda es su vida real, por la que combatió hasta el final de su existencia en solitario, inclusive contra una joven amante, la que vendió unas cartas íntimas contra su voluntad por la suma nada despreciable de 150 mil dólares, hace más de una década. Salinger, padre y filósofo del silencio, se opuso también a que El guardián fuera llevado al cine y que cualquier palabra suya se imprimiera o registrara. Salinger, de origen judío polaco e irlandés-escocés, fue dueño de sus palabras hasta el final de sus días, no dejó que un punto y coma fuera a parar a una editorial.

El legendario escritor, con más de 60 millones de ejemplares vendidos de su Cazador oculto, editado en diversas lenguas, nos hizo ver, lo recuerda su representante ahora que ha muerto, que estuvo en este mundo, pero que no participaba de él.

Concedió una única entrevista en su vida en 1974 y por teléfono a The New York Times, periódico que dio la primicia de su muerte y que lo calificó en su tiempo: un sacerdote del culto subterráneo, que florece principalmente entre jóvenes académicos.

Alabado por la más exigente y oficial crítica norteamericana, calificado por Hemingway de escritor con talento infinito, pero para Salinger, Ernest H. era un segundón, no superó la crítica familiar, como padre egoísta y narcisista en su dolor y con desprecio del ajeno. No le dio cuartel ni a su sombra, este sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial, del famoso Día D de Normandía. William Faulkner, uno de los padres de los autores del boom latinoamericano, dijo que El guardián es “la obra maestra de su generación”.

La vida del autor del citado cuento, “Un día perfecto para el pez banana”, deja a Salinger entre la veneración y aplausos de sus fieles lectores y la crítica ácida, sin otra retórica que la franqueza descarnada, de lo que piensa de él su hija Margaret. Ella escribió El guardián de los sueños, una biografía del dolor, frustración y desencanto paterno, del Salinger desconocido en la intimidad de su familia. Llegó a sargento, comenta la hija, transitó de civil a militar y no retrocedería jamás, ni volvería a las filas de la civilidad, le recrimina finalmente Margaret. Mi padre, ha dicho, sin embargo, se ha pasado la vida escribiendo cosas bellas. Nunca dejó la trinchera.

Frases más o menos, casi todo pareciera estar dicho en algunas pocas palabras y lo que queda es comprobar si efectivamente Salinger escribió algo más, porque tanto su hija como mujer, aseguran, al igual que el propio escritor, que lo hacía todos los días y los textos los guardaba en una caja de fondo. La palabra bajo llave. Jerry, como impuso que le llamaran sus allegados, se transformó en un personaje a la altura de su propia literatura. Se narraba a sí mismo, como si el pasado no existiera. ¿Le puso un candado a todos los ayeres y llaves al futuro mientras viviera?

Sin embargo, las leyendas son leyendas y en el fondo de ellas se agita una persona, un hombre, un escritor en este caso. Por ello existe siempre la posibilidad de un discurso interior más complejo. La prensa anduvo por años, como las editoriales, intentando cazar al Cazador oculto en su centeno. El mercado le reclamaba un nuevo debut a su mayor estrella, la más brillante y silenciosa. El mercado tiene testosteronas de ave de rapiña y pulsa hasta el aroma y el vacío de las palabras. Luego vampiriza todo lo que toma a su manera. Salinger, como sabemos, se ausentó de toda publicidad, marginó del dios mercado, pero lo espió y disfrutó a su manera. Llamaba, cuentan, a los canales de TV en Estados Unidos a las presentadoras que más le gustaban y conversaba con ellas para saber si le leían y de paso seducirlas. Se mantenía vivo detrás de la cortina de humo donde desapareció un día para seguir ocultándose hasta el final, fuera del alcance de los cazadores furtivos, a pesar de sus casi dos metros de estatura. Muy pocas fotos, las dos últimas de sorpresa, esa que da la vuelta el mundo protegiéndose del fotógrafo con su brazo derecho e inclinado en el otoño de su vida. Sospechamos que dijo, aunque no tenga sonido. Era una hazaña encontrarse con el fantasma vivo de Salinger y registrarlo en el flash contra su voluntad absoluta.

El abandono del mundo exterior es tan monumental como su obra, es un guiño total a su actitud antisistema, algo con lo que los 300 millones de norteamericanos y sus visitantes podrían no estar de acuerdo como filosofía de vida. Salinger ya no está, quedan sus libros, escritos acumulados en estos años en que algunos escogidos hicieron contacto físicamente con él y un mundo al que prefirió darle la espalda.

Lo importante, finalmente, es encontrarse con la verdadera caja de Pandora de Salinger.

 

PD: Pueden leer mi texto en Internet: J. D. Salinger, emperador del olvido