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Fernando VallejoEl último suicidio de Fernando Vallejo

La muerte es un automóvil
con dos o tres amigos lejanos

Roberto Bolaño

El narrador, cineasta, músico, biólogo y ensayista colombiano, Fernando Vallejo, no tiene pelos en la lengua. Los pelos no se hicieron para su lengua, que es más larga que la sabana bogotana y filosa que un machete para abrir la manigua o la cabeza de sus enemigos. Sin duda, tema hay. Acaba de estar en la 36ª Feria del Libro de Argentina y pulverizó la Nada. De ahí surgió todo lo que ya no quedaba y estaba por venir, porque la cuerda de este padrino de la muerte es larga y no tiene fin. Es probable que en su próxima novela antes de morir, diga que Colombia inventó la muerte, o al menos le cuida la guadaña. Vallejo nunca creyó en su madre, el Papa, Colombia, la religión, Dios ni en la poesía, y a Internet la califica de basurero. El Diablo, que se las arregle por su cuenta, aunque dice mantener un diálogo cordial con Satanás. No escapan de sus críticas iconos universales, algunos venerados, intocables para académicos o simples lectores, pero Vallejo no da tregua ni descanso a Albert Einstein, Jorge Luis Borges (Borges es un “güevón” y todos lo saben. ¡Pero quién le da patadas a un ciego!), Federico García Lorca, Octavio Paz, Gabriel García Márquez y Gandhi. Hamlet. Ninguno sale bien parado frente al Quijote, su reino intocable de La Mancha, aunque ya el famoso hidalgo, que murió finalmente cuerdo, no resuelve nada en estos tiempos, porque no encaja y el agujero negro de la literatura y de la vida succiona a los más viriles e imaginativos personajes de la historia. No escapó Roberto Bolaño; “Fernando Vallejo aseguró que la prosa de Bolaño es demasiado simple, plana, elemental”, “del tipo yo Tarzán, tú Chita”. Todo es tan diferente en boca de otro. Patti Smith, la antigua musa de Nueva York, dijo de RB: “Leer a Bolaño ha sido una revelación para mí, por su ternura, su poesía y su filosofía. Creo que saber que iba a morir es fundamental para entender las reflexiones de sus libros. Su enorme sentido de la humanidad y, por tanto, de la inhumanidad tienen que ver con esa inminencia de la muerte. Sencillamente, cada día aprendo de él”. “2666 es la primera obra maestra del siglo XXI”, afirma en conversación telefónica desde su casa de Nueva York. “Es la nueva Finnegans Wake, la novela del nuevo milenio. Sencillamente, me obsesiona y creo que su influencia sobre el resto de escritores será imparable”.

Casi se atropella con las palabras para que todos desbarranquen hacia el precipicio sin que el polvo los vuelva a ver. De Colombia dice tantas cosas en una misma dirección que es imposible traducirlas: el mal ya está hecho, el país no tiene escapatoria: “atropellador, asesino y mezquino”. “Impúdicos, bellacos, así son todos los políticos”, denuncia Vallejo, en un lenguaje que es su propio evangelio sin nada de nada, porque para él no existe dios ni ley. Tal vez la del embudo, por donde se siguen colando millones de latinoamericanos sin esperanza, desplazados dentro y fuera de sus patrias, indocumentados de la vida. Gira en un círculo como en una gran rueda donde ya pasó un millón de veces y quiere olvidarlo todo, hasta el propio círculo. Vallejo es su propia retórica, se pasea por un jardín sin principio ni fin. Ahí está con su permanente morisqueta ante la muerte, pidiéndole a su sombra que ahueque el ala, que le vaya dejando espacio para planear solo, el cuervo que le aletea por sobre el hombro. Sin Colombia no existiría Vallejo y Colombia es como su intestino delgado y grueso, su vaso repleto de historias, hígado agusanado en expansión y una vesícula a punto de estallar en la selvática bilis. Su páncreas pareciera comportarse discreta y correctamente, aún produce insulina su cuerpo, al parecer, y respira por las noches a miles de kilómetros de Colombia con absoluta naturalidad, con la esperanza de que se muera hasta la muerte. Levita, tal vez por el DF, que tantos muertos cuenta cada día por cada uno de sus rincones calientes, ciudad madre de tantas causas perdidas. El cine le parece lenguaje muerto, un arte inferior a la escritura, dice, pero podría reunir a tantos muertos sobre las pantallas del celuloide que rondan por las sombras de nuestro subcontinente. Alguien de seguro vio pasar el fantasma rejuvenecido de Roberto Bolaño como si el Ángel del DF le tuviera a mano un hígado para seguir saldando cuentas con la literatura. Monsiváis aún se ríe de la ciudad que carga más muertos que los cementerios y todos parecen vivos, autorizados por Gobernación. Porfirio Barba Jacob (Miguel Ángel Osorio), el poeta inédito colombiano, de los mil pseudónimos y que murió de pobreza absoluta corrigiendo y titulando sus poemas en México, es uno de los grandes fantasmas del DF. Vallejo le escribió una documentada biografía, que llamó El mensajero. A mí, que me dejen con la Tiníssima cabalgar en todas las revoluciones posibles del movimiento del futuro. Respirar, volver a respirar es mi deseo con la Diva en el DF.

Fernando VallejoNo es un escéptico, ni frustrado, desengañado, desgraciado, sino Fernando Vallejo, el quinto Jinete del Apocalipsis que baja el telón por falta de actores y escenario, aburrimiento o un ejercicio que ya cuenta con un maestro de ceremonia. Vallejo es una especie del hombre del Renacimiento en plena decadencia y quisiera sacarle una última sonrisa a la Mona Lisa con un balazo en la frente. Después de alguna de sus entrevistas cierra con un concierto de Chopin al piano, como un virtuoso. No tiene términos medios, pero sí también es un hombre peligroso; lector de un sólo libro: El Quijote de la Mancha. Otros sólo leen la Biblia y no vuelven a pisar más los pies sobre la tierra, levitan como si fueran partículas del efecto del Big Bang. Hace 25 años dice no leer nada más que libros con documentación religiosa y científica. “No pienso volver a leer más”, sentenció, como si el libro fuera a desaparecer o todo lo escrito fuera letra muerta. Su literatura, no en vano, ha sido hablar de la muerte, la homosexualidad, infancia, la familia, el país, la religión, como un martillo lleno de clavos sobre la gente y el mundo. Eso sí, ama a los animales y de alguna manera sostiene que el ser humano es una plaga que debe desaparecer de la faz de la tierra, incluido él, cada día más muerto, a su juicio. Kim y Kina se llaman sus perros. Kim ya falleció. Por eso sigue escribiendo, porque ya está casi muerto, y esa es la única manera, dice, de hacer nueva literatura. Recuerdo a dos grandes poetas chilenos, Gabriela Mistral y Enrique Lihn, que dijeron en vida y en sus poemas, que estaban vivos porque escribieron. Vallejo no odia, parece vomitar. La literatura latinoamericana le parece sosa, pobre, insignificante. Se está despidiendo como el último tango y esta vez escogió Buenos Aires, un escenario grandioso que pareciera resistir todo, hasta el final de los días de aquellos que viven iluminados. Le estorba más la vida que la muerte, ésta viene sola, sin aviso, pero segura, irremediable, sin grandes trompetas, y te coge de la solapa porque ya jugaste. Colombiano por nacimiento, nacionalizado mexicano, vuelto a nacionalizarse colombiano, vive en México hace décadas, pero su patria es la lengua y Medellín, allí en tierra paisa se desarrolla todo su infierno y dicha novelesca, ficcional, real, personal, familiar, íntima. Colombia se le pegó al espinazo. Comenzó con Los días azules, su primera novela.

Ha escrito unos 17 libros, traducido a una veintena de idiomas, pero la literatura ya no le interesa, ni lee, dejará de escribir, aunque nunca cumple la palabra y lo hace por molestar. Pero se ha transformado en un experto en el borrón y cuenta nueva, siempre dice y aparece algo, en algún lugar se sube al escenario del despotricador, alentado por un mundo esquizo, arruinado, banal, alienado, desamparado, lleno de carencias y olvidos, inducido por los resortes maniqueos del mercado. Son tiempos ideales para los depredadores. La oreja de Van Gogh es un trofeo de un vendedor de pizza o de una profesora de un pueblo apartado sin nombre. La emoción está en cualquier sitio, pero debe haber quien la ponga a funcionar. Vallejo está en su propia esquina, dice: cada quien tiene que encontrar su camino, y él es un perfeccionista, un fervoroso apologista, defensor y protector de su propia muerte.

La virgen de los sicarios (1994) o El desbarrancadero (2001), La puta de Babilonia, El don de la vida, Entre fantasmas y La rambla paralela son algunos de sus libros. Cuando obtuvo el Rómulo Gallegos en Novela en 1983, hizo una defensa a capa y espada de los animales y regaló el premio en dólares constantes y sonantes, a la Sociedad Protectora de Animales: “Los animales no son cosas y tienen alma y no son negociables ni manipulables y hay una jerarquía en ellos que se establece según la complejidad de sus sistemas nerviosos, por los cuales sufren y sienten como nosotros: la jerarquía del dolor. En esta jerarquía los mamíferos, la clase linneana a la que pertenecemos nosotros, está arriba. Mientras más arriba esté un animal en esta jerarquía del dolor, más obligación tenemos de respetarlo. Los caballos, las vacas, los perros, los delfines, las ballenas, las ratas son mamíferos como nosotros y tienen dos ojos como nosotros, nariz como nosotros, intestinos como nosotros, músculos como nosotros, nervios como nosotros, sangre como nosotros, sienten y sufren como nosotros, son como nosotros, son nuestros compañeros en el horror de la vida, tenemos que respetarlos, son nuestro prójimo. Y que no me vengan los listos y los ingeniosos que nunca faltan a decirme ahora, para justificar su forma de pensar y de proceder, que entonces no hay que matar un zancudo. Entre un zancudo y un perro o una ballena hay un abismo: el de sus sistemas nerviosos”.

Vallejo volvió a decir que seguirá hablando desde el YO, nada en tercera persona, porque apenas conoce lo que piensa de sí mismo. Su muerte y su verdad, es lo que más le interesa. En ellas se (re)afirma hacia la posteridad. ¿Son las fuerzas de la muerte las que le acompañan en sus giras a Buenos Aires y Rosario, Argentina? Viaja además de su larga lista de muertos apuntados y festejados, con sus recuerdos y el hispanista Jacques Joset, quien publicó recientemente La muerte y la gramática. Los derroteros de Fernando Vallejo. Más tema para la parca del poco parco Vallejo y un viaje por cumplir con un oficio que dice no importarle y que agrega a su agenda, valga la redundancia, por añadidura. “Todos vamos para la muerte”, ha reafirmado en una última entrevista, que no será la postrera. “Hay esperanza de que nos muramos. O todo o nada o toda la eternidad o nada. Yo prefiero la nada”, redondea la espiral de su círculo cuadrado. “Cada uno tiene su verdad. Digo la mía, no la oculto”.

Vallejo pertenece a la Legión Extranjera Colombiana, que es fuerte en México (más de seis millones en el mundo sosteniendo a Colombia con sus ahorritos) aunque a su manera, sin pertenecer a nada, desplazándose por sí mismo, ausentándose cuando es necesario, siendo también un protagonista de festivales de la vida y la muerte. Con tanto amor se recrea, festeja y pasea las muertes por las calles de México. A Colombia no le da ni pide cuartel, dice que le cerró todas las puertas, quizás las salidas y futuras entradas, y él decidió cancelar su estadía hace casi cuatro décadas en ese país suramericano, donde los muertos, falsos positivos y exiliados se apilan en la memoria del Bicentenario Si los muertos se revelaran de tanto silencio, qué grande sería Colombia y América Latina. Me pregunto si existiría Wester Union. No ha podido hacer otra cosa que odiar y amar al país y viceversa, como si el odio fuera más consistente y le produjera alivio y rencor, una satisfacción agridulce. Los muertos se han hecho tan importantes. Nada dura, nada queda, sentencia Vallejo, como ha sido siempre la vida con su lugarteniente la muerte. Y Colombia siempre está en su tintero como fuente de sus obsesiones, pasado y también futuro, la familia es un libro que él ha abierto como un tiburón su presa la despedaza. Colombia es como un cuento sin fin para sus escritores que deciden transcribir sus vidas y pegarlas a la gran carretera del cuento del país del nunca jamás que se extiende como un violín encantado que aparece y desaparece en cada pueblo. “Colombia es un país con ansias de felicidad”, dice. Y agrega, de seguido, “olvidémonos de la felicidad, no es posible en este mundo”. Vallejo desfallece cada tanto en los brazos de un fatalismo visceral que le produce felicidad, y renace de las cenizas de una muerte que tiene el acceso limitado aún, pero que se presta para esta escenografía que arma y desarma. La realidad global es un escándalo y el mundo tenebroso de las finanzas y especulaciones sigue dando al traste con países, personas, empresas, familias, vidas humanas, proyectos, sociedades y no sabemos hasta dónde puede llegar este fenómeno de jugar con el futuro de la gente. Nunca toca fondo el fondo de la mentira.

No hay escapatoria aparente. El verbo le muerde las costillas. Y recorre el ruedo cada vez que lo encuentra necesario, para asegurarse que aún su fantasma es real y tiene alguna vigencia para putear el establishment, renegar de la literatura y de estar vivo. ¿Quiere escandalizar, Vallejo? Carlos Fuentes dice que hoy nada escandaliza. Es cierto, después del derrumbe financiero del planeta a manos de bandidos de reconocido prestigio y solvencia moral. Vallejo no se mueve sólo en el panorama literario, en este escenario que conforma el mundo intelectual, de los libros, editoriales, foros, ferias, festivales, presentaciones televisivas, etc. La literatura viaja en varios carriles, venía pensando, como siempre, mientras cruzaba un tráfico endemoniado por la ciudad que me alentaba a seguir bajo un sol calcinante y un mar que de alguna manera te refresca aunque sea en silencio por solidaridad, como un cómplice perfecto, que espejea el alma ante tus ojos sudorosos.

La que se hace en casa con esfuerzo y lecturas, obsesión, sumando todas las palabras y ordenando las coordenadas ingobernables de las propias obsesiones. También está el carril contrario, donde viaja sin control de velocidad ni ningún tipo de trabas, el orgulloso, encantador best-seller que goza de la vitrina en toda su extensión. Han surgido nuevos actores, algunos responden a un mismo titiritero, los señoritos viajan por las polis, “experimentan”, van y vienen por y de la mano de la madre global que les protege como si fueran el último YouTube del desierto, pero con sonido y parlantes que se escuchan hasta en los funerales de la literatura. Benditos evangelizadores de la palabra, traen todo lo nuevo, vienen de la mano de un apocalipsis a medida y semejanza de los tiempos que ya no quedan. Dicen que se acabó la literatura latinoamericana, que Rulfo se vaya con sus muertos a penar a otra parte y Cortázar le pida prestada una brújula a La Maga para encontrar y recorrer Buenos Aires, donde ya nadie pareciera respirar. Los países no producen literatura propia, amontonan libros venidos allende el charco, recogen plaquetas livianas, existe un género híbrido cuya cabeza está fuera del cuerpo y de la propia cabeza, se alimenta de todo, menos de sí mismo, como debiera. Los críticos, editores, la gran prensa, los gurúes del mercado, nos quieren dejar para América Latina el Gran Barroco Inagotable de la Pobreza, el lenguaje zombie de Papá Doc, más sofisticado, autista y expuesto al comején. Algunos asoman como naturalistas viajeros, en sus extensas excursiones, captando la tipología latinoamericana. Qué horror, qué diría Proust que no salió del cuarto de su casa, y Kafka, que nunca viajó fuera de sí mismo o Borges que viajó después de haber leído la Biblioteca de Alejandría. Bradbury que no necesitó viajar a Marte para escribir sus maravillosas Crónicas marcianas. Los viajes son importantes, pero Neruda, calificado magistralmente por Emir Rodríguez Monegal como El viajero inmóvil, que tanto viajó y escribió de América, España, Asia, Rusia, su centro fue siempre Chile y de paso cambió la historia, el curso de la poesía en castellano. El cubano Lezama Lima no dejó la isla y circunvaló el mundo con la palabra y una gran obra en poesía y prosa. Onetti siguió escribiendo dando la espalda a una ventana y al mundo, su cuarto era su escenario, pero su mundo estaba en Montevideo, Buenos Aires, en su cabeza. Todo lo que tuvo que hacer Gabriel García Márquez fue llevarse en su memoria su casa familiar de Aracataca a México. Y todos los muertos que recogieron los Buendía por el camino de la historia colombiana. Una de las promotoras del boom declaró hace unos días que se trataba de un negocio, pero sin duda, tenía un respaldo más que en papel: obras. Eso es indiscutible. Como en todo proyecto empresarial de marketing, el boom tuvo sus príncipes y sapos encantados. Pero lo que queda es la obra. La piedra más firme, vuelve al polvo. Todo es un negocio, y a veces sólo queda eso, el negocio. Ni volver atrás, ni adelante, otra época, ya ni somos los mismos, ni estamos dispuestos a serlo, ni seremos los otros. No todo puede ser etiqueta. Ya se habla de los ex 39 de Bogotá. Es mejor dormir de sueños que de muerte natural. Por ahí se ha descolgado la “narconovela” y también la narcotelenovela en la pantalla chica. La temática es real. Literatura legible e ilegible, para algunos, novelas históricas, sobre personajes, amor, desamor, psicológicas, negras, un menú amplio, para un lector entretenido en otras cosas más entretenidas, que le permiten con un clic ver, colorear los ojos de diversión y morbo, tomarse una cerveza, no recargar la neurona del fin de semana y meterse en un estadio con todas las pelotas juntas si lo desea. Para un escritor, lo recomendable es leer y escribir, no sé si desde la muerte, agonía, la vida, la bañera, el gallinero o detrás de un salero en un restaurante de provincia. Es un asunto personal, pero hay que saber respirar. No sabremos nada de su literatura y palabra, si ese hecho no ocurre: el libro. Esta regla de oro no la cambia ni el mago chino. No se puede entrar al revés por una puerta. Salir tal vez.

La novela sigue siendo el gran telón de fondo del escenario literario global. Hay quienes apuestan por la crónica literaria, poética, irónica, prosística, como un gran cajón de sastre donde cabe todo, hasta la tijera para cortar el cordón umbilical de la estupidez. Un nuevo libreto es la crónica de otra realidad tan absoluta como volátil. No depende más que de sí misma. Híbrida, de múltiples cabezas, un cuerpo fino, estilizado, ágil, de largas piernas, sin complejos de trascendencia, la crónica se deja leer y querer.

En literatura se puede seguir apaleando lana de ovejas trasquiladas, pero al final quedará el polvo revoloteando y habrá que seguir urdiendo la madeja. El hilo de la palabra, la palabra en el hilván, la palabra secreta, intransferible, la única que el lector puede develar.