Ilustración: Rob Colvin¿El fin de la literatura?

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Un hombre entra a un bufete de abogados. En la calle llueve. No hay nada nuevo bajo el sol, al parecer desde el amanecer de ese día. Los primero que lee al entrar es un cartelito: Sea Vrebe. Tres vocales dos consonantes, menos se dijo. No le dio importancia, pero se dio media vuelta intimidado por lo que podría decirle la recepcionista, que chateaba escandalosamente con los dos pulgares, como si empujara una puja por las pujantes calles de Wall Street. Se veía poseída con esa sonrisa de satisfacción por el poder virtual. Era ella en el minuto de su historia y no sabemos qué otras sensaciones emanaban por su erizada piel. Hipnosis, pura hipnosis, no vio al hombre. En la calle seguía lloviendo y los automóviles con sus luces bajas y ventanas cerradas, oliéndose los conductores asimismo. Humedad, humedad. Los papeles, los papeles, por esas noches el hombre deliraba. Las aves migran sin papeles, solo necesitan sus alas, ningún verano se le niega a la más simple de las golondrinas. No tienen fronteras ni muros ni abusadores funcionarios o coyotes que le roban las alas migratorias a los propios cuervos.

Esto no es Manhattan ni París de los 50, ni Shanghái del siglo XXI, se dijo el hombre, mientras se calzaba la ciudad a la medida de las circunstancias y se desplazaba con la curiosidad de lo insondable, aquello que no tiene medida, una realidad no se parece a otra, ni se copia. El paisaje se tomaba sus licencias y la ciudad vivía su presente sin memoria. Dubái se apresura a ser nueva (¿a ser futuro permanente?), crear islas sobre el desierto, convertirse en un terrón de azúcar para el jet set, asomarse a una de las páginas de Las mil y una noches. No todo parece perdido, sino extraviado, puesto de una manera en algún otro lugar. La ciudad es isla, lago, mar, desierto, altura, lujo, lámparas que son lágrimas de felicidad. ¿Todo espacio es ciudad? ¿Se conversaba más en la Edad Media? El hombre se interroga como un niño cuando crece.

 

Una huella como los elefantes

El otoño climático, lo produce el aire acondicionado. La luna comenzaba a aparecer como una mancha blanca, ni redonda, ni nada que la hiciera diferente. Solo reflejos. Recordó que en la mañana temprano, al entrar a un servicio de correos, se había fijado en un aviso diseñado meticulosamente, con cierto tinte infantil, letras redondas, repasadas para un mejor entendimiento público. Un estilo con algo de maquillaje verbal: SI es Breve, dos Beses vueno. Se detuvo para examinar esa escritura, manejo del idioma tan particular, y no encontró nada especial, solo un perfeccionamiento del molde de la mano sobre la filosofía del mensaje. Después fue más exigente y examinó la conclusión. Nadie chateaba, los empleados carecían de computadoras, de cualquier aparato electrónico o técnico, deambulaban como sellos fantasmales, eran unas encomiendas por salir a sus casas a las cuatro de la tarde. El tráfico vehicular les reventaría la paciencia y las últimas energías. Al llegar a sus casas, cocinarían algún arroz casi de memoria, esbozarían ciertas palabras balbuceantes comiendo frente a la TV encendida y mañana volverían a salir en la madrugada, estrujados al alba, con la boca seca. La sábana blanca de un amanecer sonámbulo, ajustada como un buzo deportivo. El momento gris, húmedo, escurridizo del vecindario, un paisaje ya asimilado que pasa desapercibido. No se suda en vano, ni de noche ni de día. Unas cuantas calles oscuras, sin aceras, caminos hechizos, herbazales asimétricos, curvas suspendidas como un arcoíris nocturno, calles que un loco trazó los lugares cuando el disparate era un gesto social aceptado y gozaba de reconocimiento público.

A la entrada de una barriada un gran letrero anuncia: NO se Benden propiedades, se alkilan. Lo correcto sería, No se venden, por piedad. La gente aprende, interpreta y reproduce. Es la manera más perfecta de equivocarse o de repetir un error. ¿Pero quién es perfecto? No todos somos iguales. Herrar es umano. Un caballo herrado ya no es el mismo, camina de otra manera y tal vez piensa distinto del herrero. Quien a hierro mata, debe usar dos h, si no quiere errar en su objetivo.

Los automóviles estaban como arreados por un pastor de mansas, inmóviles ovejas. Era un oficio innecesario. Los vehículos seguían una huella como los elefantes al cementerio, lenta e inexorablemente. El pastor pedía a gritos ofrendas, hay que dar, donar para salvarse. La voz salía a las calles y las manos estaban alzadas. ¿Alguien caída de espaldas por la fuerza de la gravedad? Las llamas están ahí, la ciudad carece de bomberos y extinguidores. Quise transformarme en faquir y subirme a una cama de clavos y leer en voz alta el Kama sutra.

 

El salón del eslabón perdido

Llegué a pensar que no necesitaban chofer para manejar a ninguna dirección, estamos prácticamente perdidos, pero la ruta era conocida y segura, lenta y monótona como la cola de una vaca quitándose las moscas. El hombre seguía la huella ciudad como si le perteneciera a otro y él, en verdad, ahí, en una estación cualquiera. La literatura le debe a la imaginación muchas de sus licencias o trucos si hiciesen falta. Son oportunidades que nadie busca y asoman con el grado de audacia de la necesidad.

El día que el hombre entró a una Notaría, y le recibió una mujer muy graciosa parada en sus pestañas, hablando por celular, le indicó con el dedo la pared, y lo puso a leer castigado como frente a un pizarrón, mientras ella ejercitaba su vocabulario por el teléfono. Lo leyó atentamente y decía: Pience dos veces, si no quiere olbidar. Le dieron ganas de corregirlo, pero no por las faltas de burrología, sino por el contenido direccional. Piense dos veces al entrar aquí, parecía más correcto. ¿El hombre tenía una rara obsesión por notariar papeles o su existencia? Si alguien me ayuda a encontrar alguna lógica a esta manía, soy todo oídos. Daba la impresión de que su expediente, que le reconocía como residente de algún lugar, vacilaba de mano en mano, al toque de una orquesta que perdía una y otra vez los instrumentos y el compás de espera se apoderaba de toda la atmósfera. El sabor de lo inconcluso reclamaba al director de la banda reiniciar y ordenaba nuevos instrumentos y partituras. Sellos, nuevos sellos, la huella fugaz de la legalidad. El hombre entra al salón del eslabón perdido, una sucursal del Triángulo de las Bermudas, es decir, Limbo City.

Uno de los más divertidos, actuales, avisos con sentido de auténtica responsabilidad, modernismo, gracia y sentido de mercado, es el que el hombre leyó en una peluquería, un lugar tan personal, cotidiano, amistoso, chismoso, relajante y necesario. Si se va a cortar el cabello, no shatee. Las tijeras por más afiladas y que sean manejadas por manos certeras, requieren de una paz casi espiritual, el cliente va perdiendo prácticamente la cabeza, su parte externa, un rostro retoma una nueva mirada. El oficio de la belleza requiere de concentración, el plus de la santidad del mismo oficio. Sería una excentricidad chatear cuando te ponen el shampoo y dejan la cabeza en un vacío ante un lavatorio de mano anónimo. Absurdo, quizás. Pero hoy nada se le escapa a la tecnología con tal de vender y mantenerte entretenido. El peluquero pasa a ser como un individuo del siglo XVIII, con su guardapolvo blanco, instrumentos tan sencillos, mirada neutra y concentración sobre una cabeza ajena. El cabello cae silencioso y las tijeras se mueven casi en una misma dirección cada vez que inician un corte. Parecen pertenecerles a la mano de los peluqueros y al viento que las sostiene cuando el cabello toca lentamente el piso.

¿Se entra y se sale con las mismas ideas de una peluquería? Depende del corte y del humor del peluquero. El cabello va y viene como el dinero, pero a veces se pierde definitivamente. ¿La suerte es calva? Un acto algo metafísico, siento que no estoy en ningún lugar y será otro el que salga por la misma puerta de entrada. Después de todo somos el espejo de nuestra propia realidad.

El hombre entra a una central telefónica. Todos hablan al mismo tiempo. Es un lugar para hablar a corta o larga distancia por un teléfono en una cabina. Es más bien algo impersonal. Sólo se escucha la voz al otro lado del mundo que a veces se pierde como un hilillo de agua por una cañería. A este hombre le sucedió tantas veces sentir gota a gota cómo se amplificaba el silencio. El eco de una gota que nadie sabe hacia dónde la conducirá el tubo inalámbrico. El ojo es mudo, el oído es sordo, la lengua está pegada al paladar. Hablar con un mudo es horriblemente silencioso, traumático, gutural. Siempre hay un mensaje, queda pensado, una advertencia, un servicio, un cartel, anuncio, la losa helada de la palabra.

 

¿El azar como frituras?

Así se expresa el comercio. No able más de la cuenta que pueda pagar. Tanta conciencia, se dijo, el hombre. Claro, aquí no hay platos para lavar. Ezcuche atentamente si quiere recivir una respuesta, decía otro cartelito. El hombre comenzó a imaginar los suyos, le parecía entretenido el juego. Hable sin pensar, igual no le van atender. Escuche por un oído y saldrá por el otro, así quedará con uno de repuesto. Los gestos salen de las cabinas, miradas, pero las voces se conducen por el inalámbrico y nadie más las puede retener que el destinatario. El hombre miraba el simple proceso y no podía entender por qué dos a larga distancia no se podían comunicar. Algo tan simple. Se dijo que a él no le volvería a suceder y tomaría un avión para mayor seguridad. Le dieron ganas de cortar todos los teléfonos inalámbricos, para ver si se entendían mejor. Un largo silencio como que ayuda a pensar cuando uno está frente a una montaña. No se va a mover de ahí ni abrirá la boca, pero con el tiempo el hombre encontrará un sendero para ascender a su cima y respirar. Mirar de frente lo que no se puede alcanzar, aclarar los pensamientos, sin palabras, sin palabras. El mar está al otro lado.

Atendemos todo tipo de público, y privados, también. Estaba bien escrita la frase, aparentemente la información, pero al hombre le llamó profundamente la atención. La notaba como una sinfonía inconclusa. Lo público y privado, casi un desorden hormonal, que gusta tanto a nuestras repúblicas confundidas en haciendas personales, amicales, familiares, con extensión hacia cualquier lugar donde la impunidad juega una partida de naipes. Dados, dados, piden los gamonales. Todo a la suerte del patrón. La mesa vibra al rodar de los números ganadores. El hombre piensa en el azar de Limbo City, es el oxígeno nacional. ¿Se abre la puerta del futuro, para vivir el presente? El juego juega al póker la vida, los casinos huelen a aire refrigerado, comida, frituras, a la tristeza de los perdedores, al goce de las putas, a piel de estrés y allí, en las maquinitas, reina la ley de las probabilidades, la mezquindad perversa del azar calculado por la mano del hombre. Se pierde casi todo, casi siempre.

 

La sintaxis de la ciudad

El hombre camina de aquí para allá, en un circuito de estrechas calles, un tiempo de enredos, donde todos los caminos que alguna vez llegaron a Roma se dispersan en un tráfico feroz, animal, que le arranca la vida al ciudadano común y corriente, quien posa para la posteridad como un sobreviviente iluminado en un moderno parque jurásico. Debiera colgarse el mismo en un poste, animaría el paisaje o lo subvertiría.

Un viaje a la Luna es más expedito. Al hombre le robaron el tiempo, lo pusieron a dar vueltas por la ciudad, y todos los días habla del mismo tema en una esquina circular donde solo se escucha su voz como si un parlante se la volviera a repetir mañana a la misma hora. Nunca había tenido una oportunidad más grande, única, excepcional, para chatear hasta el infinito mientras hace fila en su automóvil. Ahí, detenido en neutro, sin ninguna esperanza, abandonado a su mezquino y circular destino. ¿Qué dirá?, se preguntarán. Ya voy llegando a casa, dice. Falso, piensa. No podré pasar, cierto, estoy atascado, efectivamente, al de adelante le sucede lo mismo, sin duda, mañana volveremos a formar parte del mismo flujo vehicular que tiene un motor y ruedas para rodar por gusto, efectivamente. Y aparece alguien con un cartelito infaltable: Tranzito seguro, si no va por aquí... más allá el hombre de a pie lee: Taxista, travajo por nesecidad, soy necio. Otro: ¿Para dónde Ba?, Yo, para mi casa, que la lleve el Biento. Esta parada sigue Sintaxis.

La ciudad está sin taxis, hay un desgobierno vehicular, de espacios que estaban allí y ya no se encuentran, es como si las palabras no se pudieran organizar en una frase. La sintaxis no es un servicio, ni una necesidad. En el mundo del chateo todo es posible, abreviado, dicho porque hay que decirlo como sea, de manera cool. Los dos pulgares disfrutan la piel de la imagen. Soban las letras con ambas huellas digitales, los dedos para votar en alguna elección, y ya no están allí y en ninguna parte. El aparatito les robó la piel y el alma.El que piense y le guste la gramática, que estudie para diccionario. Alguien pasa con un cartelito: Los Tazis vrillan por su ausencia. Al menos, los lavaron, y nos dan la oportunidad de imaginarlos, saber que están seguros en su casa, en algún sitio, detenidos, sin que nadie les exija desgaste alguno. A rodar, sí, pero los pasajeros. ¿Para dónde va?, pregunta el taxista, una interrogante casi filosófica. Sólo falta el de dónde viene. Ni imaginarse hacia dónde va, un misterio de Agatha Christie, por algo conduce un vehículo amarillo, que rueda como un dado francés o chino en una mesa donde triunfa una esquiva fantasía. ¿No hay conductor, solo una pieza china que encaja con otra y así 6 mil años de civilización ininterrumpida? Quizás ya no usan gasolina o diesel, con estos precios, y los mueva la indiferencia, el desdén, un desprecio olímpico, viven quizás el foto finish como una vanidad y ego de un éxito que no llega. No hay recta sin curva, se pasea un informal, con un cartel le saca la lengua a los choferes.

No hay acuerdo, no van para el mismo lugar. ¿Nunca sabremos hacia dónde vamos? El pasajero y el chofer no esperan al mismo Godot. Qué misterio el de estas calles. Hay Zeñales que resisten la lógica y se mantienen kafkianas, bajo el sol o la lluvia, abren como flechas de senderos que se bifurcan y se reúnen a esperar que otras flechas vayan evacuando los vehículos y que otras Zeñales fluyan como ellas quisieran: inocentes, prácticas, (in)útilmente distraídas. Una señal no es más que eso, un dato en el camino, una pista. Un mojón por donde pasar guiado y dar continuidad a una ruta más o menos como para no perderse en un museo. Aquí, en una curva o giro obligatorio, hombres trabajando a 100, cincuenta, 25 metros, sobre la nariz del parabrisas se detiene el tiempo. ¿Estamos enone way?, se pregunta el hombre. Un antiguo letrero colonial evaporado por el tiempo. Qué paisaje, exclama, la modernidad es un sueño de nunca acabar, como una interminable autopista que va y viene en ambas direcciones y todo vuelve a repetirse, porque así son los caminos que no son circulares del todo.

 

La amistad del zorro

Al hombre le parecen más honestos los laberintos, están definidos a partir de su nombre, no engañan a nadie. Son lo que son. Ese es su atractivo. Un laberinto sabe hacia dónde va. Es muy simple. No se complica. ¿Este laberinto nos conduce a la libertad o nos plantea que la eternidad es posible si encontramos la puerta de salida? Un laberinto, si no es un mero truco literario, se puede transformar en una trampa ciega, en una rueda inútilmente fija. El amarillo fue el último y único color borgiano de la luz en su laberinto final, y la ciudad pareciera imitarle en un tránsito intermitente que no sale de sí mismo. Se refleja un doble espejo, el va y viene frente al mar y retorna por el brillo de esa imagen que le apoya como asistente del paisaje de vidrios y ventanales. El hombre camina como un extranjero más, sabe de memoria por qué la ciudad le ignora, le convirtió en memoria su futuro. El presente, dice el hombre, puede ser un acto sorprendentemente ridículo, si lo incluyes en el destino o en alguna de las partes del tiempo transitorio. ¿De qué estará hecho el futuro?, se pregunta. No las tiene todas consigo. En uno de los bolsillos pequeños de una chaqueta de mezclilla azul guarda una edición en miniatura de El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, quien recuerda al hombre de negocios que se adueñó de las estrellas y las contaba cada día y guardaba en un cajón bajo llave, esa bóveda inmunda de la usura. Robarse las estrellas era como fundar un banco, pensó el hombre, hacerse rico con dinero ajeno. Una anécdota lejana en el tiempo que cobra una actualidad que sorprendería al propio Principito, cuyo padre, después de recorrer los desiertos, la Patagonia, volar por todos los cielos posibles, llevar correspondencia en el lejano Sur, luchar en la Segunda Guerra Mundial y no encontrar más sentido a la vida, se perdió en un último viaje donde planeó perderse para siempre.

El Principito no entendía la forma de pensar y actuar de los adultos. Todo espejo tiene múltiples miradas y cada encuentro que tiene con la vida, queda demostrado de cuán absurdas son algunas personas. Hay personas mayores que hoy no entienden cómo piensan los jóvenes, porque no piensan, piensa el hombre. No todos, desde luego, afortunadamente, porque si no el mundo sería el paraíso de los idiotas. El hombre tenía entre sus capítulos favoritos, el XXI, cuando el Principito se encuentra con el zorro y le enseña a ser único en el mundo, uno para el otro. Domestícame, le insistía el zorro al Principito: Sólo se conocen bien las cosas que se domestican. Los hombres compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan los amigos, los hombres ya no tienen amigos. El zorro le dice cómo puede domesticarlo, y no es más que un acto finalmente de confianza mutua. La amistad como un rito, nos recuerda el zorro, debes venir a una hora para preparar mi corazón. El zorro le dio finalmente un secreto inolvidable: Sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos. El zorro le recordó al Principito qué hacía esencial a la rosa que el amaba, y no era más que el tiempo que tú has perdido con ella.

 

Como si volara una estrella

El hombre camina, solo camina, / lleva escrito en la palma de la mano una fecha / solo una fecha / el año 2012. / Hay restos de memoria olvidada, / espacios que pertenecían a otros espacios, / Tribus, civilizaciones / nuevas tribus con otras danzas / ¿Si te atrasas / el porvenir estará en ruinas? Oh, tecnología / Un muro otro muro / cristales reflejan frente al sol / otros cristales / chatarra inadvertida / ¿Fin de la historia? / ¿Fin del mundo? / ¿Fin del camino? / Fin de todo y nada.

¿Por qué se va tan de prisa, si con la rueda bastaba antes? Es cierto, una rueda no rueda ni escala, aparentemente la atmósfera hacia la conquista del espacio. Pero es un principio. Y todo lo que es un principio, me reafirma.

El hombre sigue caminando, siempre en sus dos pies, todo a sus pasos, es lo que ve y va dejando de ver, una luz cenicienta del atardecer, vaho, la atmósfera que el mar retiene y expulsa lentamente. ¿La ciudad sabe de sí misma que está herida, mutilada, desorientada? El hombre va caminando sin h, se le desprende una hombrera, le estorba el cuello, el cuerpo, la cabeza flota y las piernas siguen caminando. Hacia algún lugar llegará a descansar y el cuerpo se irá armando frente al mar, lo más probable cuando baje la marea. No está solo, ni acompañado, está de cuerpo presente, es lo que tiene y carga para la ocasión. La ciudad también lo ve pasar. Alguien lleva un sombrero, un niño con un globo, una pareja va discutiendo, el hombre se ríe como cuando se escondía debajo de la cama como si nadie lo fuera a encontrar, con la luz apagada y el interruptor a la entrada del cuarto. Pasa la trivialidad del brazo oronda en su minuto de fama. El hombre continúa alrededor de una pista aérea construida sobre el brazo de un río secado por el cemento, siente la brisa de los aviones que se elevan o aterrizan al pasar sobre una hilera de carros que van en fila india como en una pista fija. Todo es cemento, pero alrededor el verde recuerda cómo era antes la tierra. El hombre mira y mira, no quiere olvidar su futuro, su memoria le puede fallar, pero no el horizonte. Más lejos, más lejos, un volantín es como si volara una estrella y volviera a la mano de un niño. Un hilo puede hacernos viajar y conducirnos también a la oscuridad.

 

El globo naranja

No sopla una brisa, nada se mueve. La ciudad está paralizada. Todos viajan para algún lugar, nadie se mueve y nadie mueve a nadie. Nadie es nadie, todos son nadie. La televisión dice su mensaje: todo lo que está pasando es producto del desarrollo, del crecimiento, de este viaje hacia el primer mundo y más allá. ¡Cuánto cuesta lo inalcanzable! El paquete viene con pasaje incluido y también se añadieron los impuestos. Se aproximan los cables soterrados, como si una voz lejana nos hablara con una autoridad autorizada de antemano a todos en la ciudad, en voz bajita, debajo de los pies, y nos fuera persiguiendo donde quiera que estén estos invisibles cables. ¿El hombre pisa en el aire? Hoy la ciudad es un tendero de cables. No se puede colgar ropa, pero sería muy útil, se le daría un colorido a las calles. En algunos postes los cables crecen como racimos, se van tejiendo a sí mismos, unas trenzas llenas de electricidad. Palmas retorcidas de hierro, el paisaje de la improvisación tiene sus propios e innovadores, sorprendentes caminos. Más de un acierto puede ser algo premeditado. El hombre se detiene en una esquina y mira el poste como una obra de arte, la huella de la estupidez. Hoy todo es arte y esto no es diferente, se destaca. La fealdad también cuenta, tiene su espacio, se nos revela como parte nuestra. No la esquives, puede resultar un mal de ojo. Salúdala con una sonrisa pretty, cabezón, vino para quedarse, para afear. O sácale la lengua, el paisaje da para eso y más. Tiene cuerpo, textura, rostro, piernas y culo, qué más.

La ciudad es inoportuna al ojo que la escudriña, se siente espiada, si tal le rompieran sus vitrinas al alba, o el viento cálido que se cuela por algún lado y distrae al ojo que parpadea para despejar lluvias o lágrimas, cortinas de humo en buenas cuentas, y termina sin verse lo que cree que se ve, porque el espacio no es estático y el hombre camina, recurre a poner en foco lo que la realidad del momento descubre. El hombre ha salido del cine donde vio cine, una pareja por fin feliz y deja el mall de vidrios secos, estructuras para no pertenecer a nada, camina sobre las baldosas y hace el mismo recorrido a la inversa de como ingresó y ahora sale, y sucumbe a la magia de un globo color naranja que le sale al camino y en él ve la mano de un niño, sus ojos desesperados, la pérdida de su placer. Lo sube al auto, lo sienta al lado y se pasea por la ciudad. Se eleva y vuelve al asiento. El hombre considera su comportamiento intachable, silencioso, volátil, llamativo, un copiloto ideal. El globo se bajará con él, ingresará a su cuarto y permanecerá allí como una gran naranja, fruto del día.

En una tienda el hombre pasa lentamente y se detiene: LLa lo atenderemos, después de los demás. Un anuncio que llena de verdadero optimismo. No hay falta de ortografía en la espera. El hombre se fija en el cajón de ropa de un dólar, el baratillo perfecto para la mujer. Ropa de 30 posturas y después a la basura. Si resiste más tiempo, la adquisición fue perfecta, un acierto del mercado. El contenedor no tiene la culpa de lo que contiene. En su interior un misterio, cara o cruz. Los inspectores de aduana los ven subir y bajar en los puertos, los olfatean, acarician, dudan, hasta que entran en su interior para saber si el rectángulo naranja va preñado con alguna mercancía. Gajes de este siglo, donde todo es mercancía y mercado. Oferta y demanda, sube y baja, Corrientes, 348, segundo piso, ascensor, no hay portero ni vecino...

 

Mejor me voy a escribir un poema

El hombre es nuestro sujeto en acción y observación, quizás no se vea a sí mismo, está repetido en las calles. Avanza tan lejos como puede. Ya no quedan casi rutas desconocidas, Magallanes, nada más estrecho que el espíritu de nuestro tiempo, profundos, ciegos, sordos abismos. Devoramos, ocupamos tierras, como gusanos, los mismos que nos encontrarán algún día. Paredes, montañas de vidrios, autopistas. Manglares bajo nuestros tractores. ¿La vida es una rata de laboratorio? ¿Las hormigas construyen un mejor destino? El espacio antes era otros mundos, lo desconocido, ahora lo que se construye a la vuelta de tu nariz. Hombre, respira, respira, no es un vicio, sino una necesidad, obligación, más que una costumbre. ¿Castillos de aire o en la arena? ¿Esa es la cuestión?

El hombre avanza por las aceras sin tiempo, improvisa pasos donde no hay respaldo físico, casi perdido, confiado en sus dos pies y un paragüitas de cine mudo. El tiempo está cambiando. Los tiempos siempre cambian, no solo en las estaciones, sino en el verdadero que corresponde a cada época. Cerros de basura, hoyos profundos que podrían dar al centro de la tierra o volar hacia los agujeros negros, vehículos sobre las aceras como si estuvieran en venta, arriba de las isletas, acampando bajo los árboles que dividen las vías vehiculares, automóviles que transforman en un paño una vía, carros que no dejan de pasar una y otra vez por el mismo lugar durante el día, sus choferes adolescentes ven las calles, observan los semáforos, la lluvia, el sol, todo lo que pasa, los lugares inmóviles, giran, suben los parlantes en sus asientos refrigerados y ya no están en la tierra. Otros se estacionan frente a las iglesias —no van por ninguna indulgencia—, universidades, hospitales, aún no se ha detenido, el hombre, alrededor de los cementerios o donde creman la basura. ¿Serían choferes gallotes con sus smokings brillantes alquilados? Si les pusieran alas, no veríamos el sol. Algún día lo harán. ¿Ya no habrá petróleo? ¿Ya no habrá agua? ¿Ya el desierto no querrá ser desierto? ¿Ya no habrá nada? ¿Ya no habrá tiempo? Nos sentaremos con un gran tablero de ajedrez en una ciudad vacía a mover las piezas. ¿Reescribiremos la historia con la pluma de la pobre ave que fuimos sobre la tumba de la última arena movediza que aún respira y nos espera? Oye, Flaco, Flaca, bajen, les tengo un cuarto con el gusano de mayordomo de un verde impecable. Mejor me voy a escribir un poema.

 

Epílogo
¿El epílogo, es comenzar de nuevo..?

El hombre hizo un último viaje por la ciudad, los rascacielos como moáis tallados al acero, cemento y vidrio, un sol vago y el cielo vaporoso devolvía las nubes y el agua esencial, la profundidad de una mirada perdida sobre un mar inmutable. Todo cambia y sigue su curso, el viejo Heráclito con sus botas nuevas cruzando el río. Yo no me pierdo este espectáculo, el hombre sigue el curso de los pies en la avenida, a su espalda van pasando los rascacielos como elefantes de cristal inmóviles, somnolientos. Nadie en un balcón, nadie en las aceras, nadie en el mar. ¿Nadie, dónde están todos? Pasa una bandada de pájaros que busca un refugio, el paisaje es un ejercicio natural, despega, se desprende de la tierra, otro movimiento, colores, azufre, vapores y smog a ras de calle. Galpones oxidados contra el mar, viejos muelles, estuvo otro tiempo aquí, anteriormente uno más antiguo. La ciudad repite un tiempo nuevo, el hombre es memoria, el presente sucede y es memoria.

 

Moby Dick regresa

Esta es mi vía crucis,
me apego al cemento,
vamos bufando con la manada,
carburando mal,
oliendo la bosta por las alcantarillas
Somos la porfiada Moby Dick,
varados en la blanca espuma
de un mar gelatinoso,
azotando el cuerpo sumergido
respirando con el arpón en el espinazo,
brota sangre, furia blanca,
la fe no muere marinero,
soy una simple ballena
¿No dices que todo lo destruyo
sin vencer?

Rolando Gabrielli