Raymond Carver. Fotografía: Sophie Bassouls
Raymond Carver. Fotografía: Sophie Bassouls.

Los principiantes de Carver

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Las ferias de libros son un milagro solo por existir. El libro en sí mismo es una aventura. Es suficiente animarse a encontrar uno o dos libros. Y a eso me arriesgo cada vez que realizo anualmente este ejercicio absolutamente voluntario y sin grandes expectativas. Es parte del juego y del azar. Se reta al mercado sin proponérselo. Aún se apilan libros en las estanterías, me digo, una suerte. La gente los (h)ojea, detiene sus ojos en alguna de sus páginas, lee y adquiere algún compromiso informal con el libro o los libros que va separando. Muchos hacemos algo parecido. Es el primer paso, escoger el libro, revisarlo porque podría entrar a tu casa, biblioteca, velador, mesita de noche, en tu propia cabeza. Se debe estar seguro de qué contiene más o menos. Uno va seleccionando escritores, temas, editoriales, una serie de especificaciones para ser clasificadas y decidir. No basta con leer Había una vez y saber que se trata de un clásico. Dar vueltas y vueltas puede ser una técnica de acercamiento. Un libro, a veces, es como avanzar sobre las arenas calientes del desierto sin saber qué encontraremos al final del camino o si lo concluiremos. Existe el misterio que pone el autor en sus páginas y el deseo de nuestra entrega que puede llegar a ser infinito. ¿Buscamos un espejismo? ¿Esa es la ficción de la realidad?

No sabemos qué encontraremos en sus páginas, pero nos adentramos por un espíritu de aventura que promueve todo libro y que acepta un lector. Siempre he ignorado el radar que me conduce a una estantería, pero pudiera existir porque uno avanza de manera informal, no premeditada, absolutamente libre. Digamos, existe este preámbulo y después el contacto directo. De todas maneras esta no es la historia de esta nota. La introducción puede ser inaceptable, pero nuevamente seleccioné dos libros de los mismos autores de la feria del año pasado. Me intrigó el título del libro, Principiantes, y la mirada escrutadora de Raymond Carver. Fue suficiente para una conexión con las tapas celestes del volumen y el retrato desafiante del autor. Lo primero que pensé es que todos somos principiantes alguna vez en la vida o en muchas oportunidades para distintas cosas que no conocemos. Es necesario iniciarse en algún momento, divagué, ya con el libro empaquetado y en una bolsa junto al otro autor seleccionado. Es que este último escritor me insistió de alguna manera con las lecturas de Carver. ¿O me lo imaginé? Ser principiante me parece un estímulo a estas alturas de la vida, porque en verdad nunca dejaremos de ser el río inacabado de Heráclito. Uno debe entrar a una feria como principiante y no saber nada, dejar que las páginas, las tapas, los lomos de los libros, todo el papel y la escritura que los contiene, encuentren a su lector único.

Carver, Carver, me fui tarareando al frente del timón. La feria quedaba atrás frente al mar. Y me dejaba guiar por una avenida paralela al mar y a decenas de rascacielos que buscan altura para imponerse o empequeñecernos. No estoy seguro de nada. Carver murió a la misma edad del autor que me lo recomendó y ambos murieron conociendo la fama que se les iba entre los dedos. El mar me agudiza los sentidos, más bien, creo, me amplía el horizonte. Me hace viajar, conquistar lo inconquistable. Dejo la ciudad para no verme en su espejo y encontrarme con el Carver que “utiliza el inglés como una cuchilla”, según Tim O’Brien, a quien no conozco ni de sobrenombre, pero que los editores destacan en la contraportada a su inicio sin previa introducción y abren el comentario del libro con su nombre. Es admirable, como para que alguien imite ese estilo con uno mismo, me río. Ya he bajado las persianas del día y reviso este Carver que tiene un epígrafe del Gordo de Denver... pero esa no es toda la historia. Un suculento abrebocas.

 

“Principiantes”, de Raymond CarverEditores, un cuento aparte

Esto es textual del prefacio de los editores: “Principiantes —Beginners— es la versión original de diecisiete relatos escritos por Raymond Carver y publicados —con correcciones del editor— por la editorial Alfred Knopf en 1981 con el título de What we talk abo wen we talk about love (De qué hablamos cuando hablamos de amor)”. La edición que tengo en mis manos es el original que Carver entregó a su editor Gordon Lish y que redujo en un 50 por ciento tras una exhaustiva poda. Esta versión original es producto de un trabajo verdaderamente restaurador de la palabra que se desprende de las modificaciones y tachaduras manuscritas de Lish, advierten y confirman los editores del prefacio. Se recupera también el título original de esta obra, Principiantes. Lish, en su versión, tituló De qué hablamos cuando hablamos de amor, frase tomada del relato. La historia de estos cuentos y su curso es mayor, Carver hizo otras modificaciones. Su muerte prematura le impidió al propio autor revisar la versión definitiva, pero estaba interesado en que así ocurriera, como le prometiera a su amiga Tess Gallagher. La restauración de los textos, señalan Stull y Carroll, les llevó años.

Es lo que voy sacando del libro apenas ingreso a sus primeras páginas y tomo la decisión de concentrarme en el cuento “Principiantes”, que lleva por título definitivamente el libro.

 

La cocina de Albuquerque

Como sabe hacerlo Carver nos introduce de inmediato al tema, su atmósfera, personajes y lugar: Albuquerque. No se sabe cómo surge el tema del amor, pero ocurre, para que dos parejas lo discutan en una cocina al atardecer tomando ginebra. Un paisaje mínimo para un tema que no tiene fondo, digo de primera voz, en tanteo. Y Teresa, conocida como Terri por su marido cirujano y sus amigos, aporta a la conversación su anterior experiencia a este segundo matrimonio, incorporando a su ex marido y al amor que sentía por él, a pesar de las palizas que le daba y a los calificativos de zorra que incluía como parte de su amor. ¿Qué se puede hacer con un amor así?, les decía a sus amigos Terri, aparentemente de profesión enfermera y que había surgido como una mujer marginada, de la calle, y ahora le gustaban “los collares turquesas y pendientes largos”. Son detalles y no sé por qué los agrego, siguiendo los pasos del autor en sus descripciones antojadizas. Herb, el médico, su esposo, la trata de boba y le dice que eso no es amor, sino locura. Terri insiste y le dice que diga lo que quiera, ella sabe que era amor. Terri es una romántica, califica el cirujano, de la escuela “patéame-y-así-sabré-que-te-quiero”. Una conversación cotidiana, digo, apurada por los ginebras para que salga a la superficie, con este gran tema de fondo que se agarra de las puntas de las sábanas, aire, cabello, orejas, palabras más o menos, gestos de rechazo, aprobación, toda esa combustión que quema la convivencia y las percepciones de cada cual.

 

El amor por Carl

Carl, el ex marido, era la guinda en disputa del pastel del amor, lo que refleja que está ocurriendo un presente que no convence, al parecer, a la mujer, quien se instala con el retrovisor de su memoria. Siento que Terri y Carl, por omisión y memoria, se van apoderando de la escena, y quien relata vive junto a su mujer joven el apareamiento natural del primer año y el relato es un libro abierto, lo que el amor es capaz de ofrecer y quitar según sea la etapa, ocasión o manera. Carver se reserva, sin duda, la atmósfera que va creando cada diálogo, el tino, su textura, la dimensión de los sentimientos e intensidad de cada personaje. El tema surgió quizás de una afirmación de Herb que el verdadero amor es el espiritual. Terri está frente a su propio espejo en dos aguas, y sus pensamientos no anclan en un mismo lugar. Carl pareciera no haberse ido nunca y le dejó cartas al naipe de Terri. Herb, ¿quieres decir que el amor es un absoluto?, le interroga Terri. La clase de amor del que hablo lo es, contesta. El añorado Carl había intentado matar a Herb y también pasó por un intento de suicidio en Santa Fe. Nada le salía bien, a juicio de Terri, hasta que se disparó en la cabeza. Carver va empujando a sus personajes con diálogos con una atmósfera precisa, les hace ser ellos mismos y arreglárselas como pueden. Terri sólo quería que su marido le reconociera que el amor de Carl era otro tipo de amor. Carl asediaba a Herb con llamadas telefónicas nocturnas haciéndose pasar por un paciente y cuando éste contestaba en el número que dejaba, le decía: Hijo de puta, tienes los días contados. Ya Herb venía de una disolución matrimonial que le había costado la separación, pérdida, del apartamento, los hijos y el perro. Aun así, dijo Terri, le tengo lástima.

Carl terminó en el quirófano de Herb después del disparo en la boca y cuenta que parecía un monstruo. Terri discutió hasta que le acompañó en sus tres días de su agonía. Eso no es amor, insistió Herb. Era amor, dijo Terri. La otra pareja, en medio de este telón de fondo, reflejaba su felicidad, el amor con poco estreno, de alguna manera bromeaba Herb y pedía levantar las copas por el amor verdadero. Un brindis que debe repetirse al mismo tiempo en miles de partes alrededor del mundo, mientras una bala atraviesa una vida inocente.

 

En el amor, principiantes

Detrás del ruido de las copas viene la filosofía acerca de las clases de amor, una cartilla que suele tener buen ambiente entre las conversaciones de parejas. En el amor, dice Herb, me da la impresión de que somos unos completos principiantes. ¿Está ejerciendo su labor de principiante, al reflexionar? Concluye que las dos parejas se aman entre ellas, y que él se refiere al amor sexual, la atracción física, al amor normal y corriente de todos los días, hacia el ser de la otra persona, el amor de estar con ella y a las pequeñas cosas cotidianas. Amor carnal, sentimental, y al amoroso cuidado diario. Avanza la tarde y se desprende el ginebra dentro de la cabeza de los personajes, y la cocina se hace más enigmática a la caída del atardecer en Nuevo México.

Herb no abandona el liderazgo que comparte con Terri, llevan cuatro años casados y cinco juntos, y ambos recuerdan a sus parejas anteriores, aunque el médico la ubica entre amor y odio finalmente. La saca del ruedo de la actualidad y más bien quiere que se case o muera. Recurre al contrapunto Carver-Herb con la pareja más joven y especula que los cuatro han tenido relaciones previas al matrimonio y seguramente amaron a esas personas. Pero lo terrible, explica, y bueno al mismo tiempo, es que él y Terri, si alguno de los dos faltara, seguirían haciendo sus vidas, volverían a amar. Claro, Herb no está seguro de nada, sólo a tientas atina a pensar en lo que dice sin ninguna seguridad —no olvidemos su condición de principiante—, como todos, agregaría, y duda de su propia afirmación. Le queda el sabor de que el viejo amor no sería ni siquiera recuerdo. A Terri le parece lamentable esa afirmación.

 

El caballero de la armadura

La historia la cuenta Carver, él la conoce, y los personajes ponen sus sentimientos. Podríamos haber estado en cualquier parte, dijo Herb, y ya habían brindado por el amor, respiraban amistad. Y seguía rondando el amor de principiantes, como si supieran de lo que hablaban cuando hablaban de amor. Son las palabras de Herb que van de la mano de Carver, al parecer. El accidente automovilístico en la interestatal que envió a dos ancianos al quirófano entre la muerte y la vida era más que una anécdota médica. En medio del relato que aún no cobraba fuerza, Terri y Herb se besaron, como un preámbulo de lo que venía tal vez. Los viejos, al parecer, habían guardado energías para esta ocasión extrema y en un cincuenta por ciento estaban de este y del otro lado. Dos semanas en cuidados intensivos. Herb siguió con otra cosa, preparando el terreno para ir a comer fuera y poner la sal y la pimienta de la vida en la conversación, hablando de su ser vivo y no realizado, confesándose que le hubiese gustado estudiar literatura y ser caballero, al leer parte de Ivanhoe. Recuerdo cuando me metí en la aventura del bosque de Ivanhoe en mi casa, sentado en un sillón de segunda mano, olvidándome de la mano severa de mi padre y del propio olvido de una adolescencia precoz. Ser caballero es mejor que ser siervo, advertía el médico, porque a un caballero con su armadura no era fácil herir. Miraba y le preguntaba a Terri, como recordándoselo, en un paréntesis del amor.

 

Anna y Henry

Los viejos volvieron más viejos, pero más sabios, Anna y Henry Gates. Terri seguía interrumpiendo, eso que hacen las parejas, no todos están en el mismo dial al mismo tiempo. Herb aprovechó para lanzar la frase de la noche, una de ellas: Laura, si no amara tanto a Terri, y Nick, tu esposo, no fuera mi amigo, me enamoraría de ti. Y te raptaría. Herb, vete a la mierda, dijo Terri, palabras textuales de Carver. Anna y Henry retoman la escena. De la vida no se sale inmune fácilmente, ni de las conversaciones que parecen inocentes pinceladas de palabras que llevan la carga de su inevitable contenido. Carver nos lleva con Herb por el laberinto de la recuperación y del amor a prueba de muerte de los viejos. Éstos no parecen ser principiantes, se han fogueado en una verdadera maratón de la existencia y son sobrevivientes por derecho propio. Carver desmenuza la vida matrimonial de los ancianos, sus afectos atados al tiempo de convivencia, en el contrapunto del milagro de lo que les queda de vida después del accidente. Están vendados, pero no ciegos, respiran cada uno por su cuenta y añora Henry estar con Anna. El accidente se produjo de regreso de Denver, venían de visitar un pariente. Toda ruta es redescubierta por el azar.

Carver se detiene, creo que me habla al oído, un hilo no siempre se corta, me parece oírle, Carver hace como que no sabe lo que dice, pero lo dice, no duda, pero se interroga, así han sido estas páginas contadas para leerlas. Y en eso andamos, el viejo Henry relatando sus días de invierno en el rancho cuando sólo nevaba y nevaba, en esa inmensa soledad con Anna. ¿Qué hacía?, preguntó Herb. Bailar, contestó el anciano como si ya no existiera realidad. Pero todos sabemos que siempre de eso algo hay o queda. Con un tocadiscos y algunos discos se iban al centro de la sala y comenzaba el baile. Cuando el último disco dejaba de sonar, apagaban todas las luces menos una y se iban a acostar. Sólo los copos de nieve se escuchaban en la noche.

El cuadro era conmovedor por lo que relata Carver respecto del personaje enfermera que escuchaba el relato. Henry se ganó el derecho de ir a ver todos los días a su mujer a la otra habitación, comer juntos y conversar temas de nunca acabar. Ya se había recuperado bastante. Terri no aguantó la historia, se quejó de que antes no se la había relatado completa y que temía que esto terminara mal. Carver le va sacando punta a la psicología de los personajes, no les deja vivir una vida plana. La historia me vino a la memoria, justifica Herb, por lo que hablábamos del amor. En medio de la ginebra y el ocaso rojizo del sol que ya envolvía la cocina de Albuquerque, Herb pensaba en sus hijos y deseaba llamarles por teléfono. Y así van sucediéndose situaciones, las alergias a las abejas de la ex mujer de Herb a quien mataría y sueña con que un enjambre le pique. Henry y Anna, pienso, son un oasis entre estos principiantes del amor. Herb también quisiera vestirse de apicultor y tocar la puerta de su ex para dejarle un enjambre completo.

Herb se va a bañar después de algunas reflexiones, como sucede cuando se reúnen las parejas, y Terri entra en acción con situaciones pasadas, como el intento de suicidio de Herb cuando la mujer se fue a Denver con sus hijos y le dejó. Matices de la vida, la vida misma. Terri sigue preocupada del amor y espera que la joven pareja, que lleva un año y medio casada, al menos alcance los cuatro. Los cuatro años, redondea, son el momento de la verdad. Terri volvió a alzar la copa por todos y por Carl: “Me amaba y yo le amaba a él”, persistió. Y Carver viene nuevamente con otro paréntesis de Terri en sus relaciones con Carl. Herb le tenía miedo, agregó. Sigo pensando en él de vez en cuando y eso es todo. Terri sigue haciendo el gasto del relato con su complejidad, sus idas y venidas, contradicciones aparentemente y se monta en un relato que al parecer lo tenía atascado a la garganta. Suerte de contar con Carver para desahogarse de una vez. Imagínense el espacio, la cocina, el sol cayendo de prisa detrás de la ventana y el ginebra empujando las voces y la memoria, todos los sentidos.

Dice odiar cuando la vida se te instala como una telenovela y te maneja, ya no vuelve a ser nunca más tu vida. Estaba embarazada de él, cuenta, y él no lo sabía. Fue la primera vez que intentó matarse. “Y lo peor viene ahora”, carga el verbo como una nueve milímetros. No digo nada que Herb no sepa, aclaró, fue él quien me aplicó el aborto. “En aquella época yo pensaba que Carl estaba loco y no quería un hijo suyo”. Luego se mató. Amo a Carl y en mi mente no hay ninguna duda, cuando comprendí que ya no estaba, no podía escuchar sus puntos de vista ni ayudarlo en sus temores, entonces me sentí realmente mal, coronó sus pensamientos Terri. “Sigo amándolo, pero, Dios, también amo a Herb”. Puso su rostro entre sus manos y lloró. Carver se trabaja dos planos finalmente, el paisaje fuera de la casa, los automóviles pasando por la interestatal, la carretera que comunica con El Paso y describe el paisaje montañoso y la envolvente brisa del atardecer. Terri sigue llorando y está muda con los ojos abiertos. Asistida por su amiga Laura, Terri, con un gesto de aceptación con la cabeza, ancló, al parecer, en la realidad que sólo ella podía conocer realmente.