El reposo del poeta

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José Emilio Pacheco

Alta traición: “No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, / fortalezas, / una ciudad deshecha, / gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / —y tres o cuatro ríos”. JEP.

Ha muerto el poeta José Emilio Pacheco, novelista, ensayista, cuentista, cronista, crítico literario, libretista, traductor, mexicano esencial. Las causas de su partida son contradictorias: se quedó dormido en el sueño o tropezó con unos libros en su biblioteca y se golpeó la cabeza, comentaron los medios el domingo. Dos aspectos de una mala noticia, que significa la desaparición de un intelectual notable, que no se empeñó en demostrarlo.

La poesía en este tiempo ya es un accidente, un azar, siempre una aventura, lo reconocería el mismo JE Pacheco, un poeta del lenguaje y de la palabra, que apostó a la vida, al lado invisible de lo real, quizás.

Alguna vez afirmó en un verso lejano en el tiempo y presente en esta hora, que Tenemos una sola cosa que describir: este mundo. Lo poco que sé de Pacheco es que fabulaba, fabulaba.

Tuvo el discreto encanto de despedirse en silencio hacia un tránsito mayor. Tal vez consideró que había escrito todo lo que traía bajo el brazo, ni una cuarta más y en el mudo silencio final, se dejó partir. No estaba distraído, simplemente la obra estaba hecha y sabía que con “poesía” no se va a cambiar el mundo. En medio del gran bullicio nacional, viendo cómo el viento sopla sin dirección, decidió hacer mutis por el foro mexicano en tiempos de gran crispación social. Una manera también de llamar la atención, un acto poético que reclama un retorno a los mejores valores del pueblo y de la nación mexicana. ¿Para qué sirve la poesía en estas circunstancias?, me imagino fue preguntándose. Él, un poeta del silencio.

Hasta el día de hoy no he encontrado un libro de José Emilio Pacheco en Panamá. Él se quejaba de que a México no llegaban los libros de los poetas chilenos. Es que la poesía, JEP, no circula por ninguna parte, las venas comunicantes están escleróticas, las endureció la banalidad, el consumismo, la farándula y la clásica inmortalidad del cangrejo. Es más fácil dialogar con un clásico griego que algún contemporáneo, aunque la poesía clásica se convierte en contemporánea por su vigencia y lecturas. Así estamos de comunicados en la era de la (in)comunicación digital.

Reconocido internacionalmente en forma tardía, como suele suceder en las mejores familias de poetas de este mundo y del otro, no pareció inmutarse porque al final de sus años le llovieran los premios desde Chile hasta España, dinero que, solía decir, destinaba a paliar en parte su mala salud.

Un poeta no es un reloj, las manecillas de la poesía giran en distintas direcciones, no tienen tiempo, su presente es perpetuo. La hora de la poesía y el tiempo del poeta son una misma cosa: el poema.

A JEP lo retratan sus palabras y gestos a lo largo de su fecunda vida, un hombre sencillo, alejado del mundanal ruido, de toda estridencia verbal e histórica. No se dejó llevar por las modas ni la retórica, no asumió el papel de profeta ni de hombre de actualidad, más bien abrazó la sencillez en la palabra y el poema. Era un humanista que se reconocía en el espejo, de la realidad de México.

A los poetas los bautiza la realidad, es decir, el lector. Por ahí pasa su escritura y memoria, por el ojo de quien lo lee, que será su mejor crítico. Los lectores son la extensión de la memoria de cualquier autor y a un poeta, a nadie, debiéramos preguntarle cómo pasa el tiempo. Menos a José Emilio Pacheco, un maestro de la fugacidad. “Si quieres que te diga qué es el tiempo, entonces no me lo preguntes”, responde JEP. El tiempo pasará a pesar del poeta y el hombre será vencido por su pequeña, presente, temporal eternidad.

He leído sin la debida atención a Pacheco. Me confieso, aunque tuve en mis manos, tengo, uno de sus primeros libros, cuyo título me inspiró el de esta nota: El reposo del fuego, que no es más que un apunte cercano a encender un puñado de fuegos artificiales con sus luces dispares hacia el cielo que todos miran de una manera distinta. Fue a mediados de los sesenta que me encontré con este libro en Santiago de Chile. Leía todo lo que caía en mis manos y pasaba por el aire de la poesía. México tan lejos e inalcanzable para un estudiante de periodismo. Octavio Paz renunciando a su embajada en la India, Tlatelolco ensangrentado, sabíamos de esos iconos de la pantalla, Negrete, Cantinflas, Tin Tan, María Félix, pero también de Zapata, Pancho Villa, Juárez, los muralistas, del México profundo, revolucionario y del más profundo de los profundos silencios: Juan Rulfo. Sabíamos, sabíamos de México lindo / canta y no llores... Después, en Panamá conocí a Carlos Monsiváis, uno de sus entrañables compañeros de ruta de ese DF, México, posible e imposible, una de las marcas registradas del siglo XX y de este tiempo. JEP sabía que la poesía ardía en su propio fuego, el fuego de las palabras. Si hasta el fuego arde en sus propias llamas, nos anunciaba en uno de sus primeros libros.

José Emilio Pacheco perteneció a una estirpe de escritores mexicanos Llaneros Solitarios, cuyas balas de plata nunca tuvieron que usar para cazar lectores. Trabajaron sin estridencia de ninguna naturaleza, como si cada día escribieran una última palabra. México tiene sus iconos, y la generación de JEP es icónica, referencial, en la cuerda de la vieja tradición azteca, tan rica y diversa, como pocas en el idioma español. No voy a nombrar a tanto nombre, Rulfo no me perdonaría abandonar su silencio.

México, tanta historia y tragedia al mismo tiempo. Con una cultura e identidad tan mexicana, admirablemente, diría. México de raíces profundas, ha sabido atraer con su imán cultural, misterioso y geográfico a intelectuales, escritores, artistas de varios continentes. No es un hecho menor que México haya acogido y seducido a Gabriela Mistral, André Bretón, Trotsky, Artaud, León Felipe, Malcolm Lowry, Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez, Juan Gelman, Le Clézio, Roberto Bolaño, Fernando Vallejo y otros. El mismo Neruda tuvo a México como una de sus patrias.

Bien por México y su hospitalidad, la grandeza de su historia y las sombras que pudieran cubrir la luz y las horas terribles.

Nos despedimos con versos de JEP, objeto y sujeto principal de esta nota al voleo de las palabras y unas malas lecturas imperdonables.

En el polvo del mundo se pierden ya mis huellas
Me alejo sin cesar
No me preguntes cómo pasa el tiempo.