La poesía está en bancarrota

Fotografía: Gregg Segal

Los concursos son un puzzle, un azar, una incógnita, una aventura, un dado con múltiples posibilidades lanzado a la mesa de un jurado que tiene su propio calidoscopio y vara para medir la obra de arte.

Las variables son múltiples y los examinadores agregan además sus propios gustos, conocimientos, deseos, pesadillas, arbitrios, caprichos, sesgos, y en la balanza de las decisiones, a uno y otro extremo, se agita un pequeño Salomón que lucha en medio de la sorda pugna entre la “objetividad” y la “subjetividad”.

La obra está sola frente a sus jueces. Sólo ella, nadie más que ella, debiera decidir por su propia suerte, y para ello existen patrones que pueden “objetivizar la subjetividad”, y caminar con el equilibrio que la cuerda, es decir, la obra, exige y demanda, en el circo y en la vida real.

Todo, o buena parte, debiera de estar resuelto en la obra, y no en las aspiraciones personales del participante o en factores externos prejuiciados. La crítica, sostenía Roland Barthes, no necesita juzgar para ser subversiva, le basta hablar del lenguaje en vez de servirse de él. Detrás de toda obra verdadera hay un segundo lenguaje, y ese es el trabajo de descubrimiento de la crítica, entre otros deberes. El libro es un mundo, como muy certeramente señala Barthes, y la crítica no es una traducción, sino una perífrasis. Comprender y esclarecer es el oficio de la crítica.

Los concursos son, de alguna manera, un acicate para el postulante, que se ve estimulado ante una “coronación” de su esfuerzo, aprobación pública de su obra —aceptación social— y, a la vez, por la remuneración tangible que suelen traer los lauros, en justicia a esta mercancía que es la obra de arte, como un producto de demanda en los mercados.

Lo escalofriante es ver cómo un autor obtiene dos, tres y más veces, un premio en un mismo concurso, sin que caiga la máscara de la filosofía y ética de una competencia, o se sepulte su objetivo central: dar a conocer autores y obras que digan algo nuevo, renovador, estimulante y con calidad literaria.

La narrativa, la poesía, el drama y el ensayo crecen, se nutren, en el rigor, en la exigencia y en una visión crítica consecuente, como de cualquier otra obra artística.

Arthur Rimbaud, el iluminado infante terrible de la poesía francesa, y Franz Kafka, el genial narrador checoslovaco —que fijaron pautas a la literatura moderna y de paso renunciaron a ella— no soñaron siquiera en premiaciones, aunque la humanidad sigue viendo en ellos dos formidables precursores de nuestro presente.

La poesía está en bancarrota, pero sigue siendo un acto generoso entre el espíritu y la materia. Su real convocatoria está en lo que expresa la palabra, su compromiso sigue latiendo de la mano y visión de mundo de cada poeta. La poesía encuentra su propia medida en la acción deliberada del lenguaje. Allí, en el Poema, con absoluta libertad, autonomía, sin servidumbre alguna, presenta sus cartas al lector.

En absoluta complicidad, el poema y el lector ejecutan un acto irrepetible: el ejercicio ineludible de los sentidos, a partir de un texto, de una experiencia recreada por otro y que uno interpreta de acuerdo con su propia información, conocimiento, intereses, gustos y lecturas.

El Poema es una aldea sostenida por palabras; una cerradura violada; una descarga de pólvora inédita al corazón del lector; una moneda que tintinea sin el ruido metálico del mercado global.

Es objetiva, subjetiva, romántica, barroca, mística, intimista, narrativa, coloquial, exteriorista, surrealista, dadá, creacionista, simbolista, pero siempre apela al hombre, a la palabra y a la naturaleza que convocan sus sentidos e imaginación.

La poesía es expresión viva de su época y nada le es ajeno al hablante, que sólo debiera enmudecer ante el callado fruto del poema.