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El duende que se encantó

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y el aire
Jorge Luis Borges

El duende andaluz se encantó con Buenos Aires, la grandeza de un escenario natural, el puerto, la urbe que lo aplaudió sin complejos hace siete décadas. Federico García Lorca llegó de visita con su teatro y palabra seductora, un poeta ya conocido y dramaturgo igualmente popular. Sus planes eran quedarse dos semanas. El poeta de Romancero gitano y Bodas de sangre tenía esa vaga idea de visitante temporal, pero Buenos Aires dispuso otra cosa con su magia, y el divino andaluz, la víctima emblemática del fascismo franquista, permaneció por seis largos meses que se le hicieron sal y agua de sus días.

Por esos días porteños, el poeta gitano, granadino, la gracia de España se presentaba con la emoción y la autenticidad del duende lorquiano, la fragancia de lo nuevo, sin maquillaje, puro como un paisaje desolado, llegaba como una bengala al puerto de Buenos Aires, luminoso como una ardiente estrella.

Quiso tocar todas las teclas y lo hizo en su piano y desde muy temprano nos enseñó el alma de España, la risa de niño misterioso que no cesó a su alrededor mientras estuvo vivo, que dejó de reír para hundirse en el negro luto de la muerte absurda, prematura, injustificada.

En su paso por Buenos Aires, García Lorca se enamoró no sólo de la ciudad rioplatense, sino del tango, de la cordialidad argentina y conoció a Carlos Gardel en la plenitud del mito, en 1933. Gardel le invitó junto con César Tiempo, y les cantó Caminito, Mis flores negras, Claveles mendocinos, y ya partía el Morocho del Abasto a la inmortalidad de su gloria, porque en 24 horas dejaría Buenos Aires para iniciar una gira que le llevaría a encontrar su trágica muerte en Medellín, Colombia, en 1935.

A Lorca, que ya había editado Poeta en Nueva York, su aventura surrealista en la poesía, le quedarían menos de 30 meses de vida. Nadie pensaba siquiera que la tragedia ya rondaba al andaluz genial y el corazón de España sangraría como un toro en el ruedo. ¿Cómo desencantar el encanto?, podríamos preguntar ahora en el absurdo de los tiempos. Pero la bestia negra existía y demostró tener dientes de hiena y un apetito infinito en agosto de 1936. Se sintió tañer un eco del medioevo en todas los campanarios de España, la señal de que volvía La Inquisición.

Se instalaría en el centro de la vida nacional a los pocos días, aunque sus intenciones eran brindar unas conferencias y conocer la marcha de su teatro en la esplendorosa Buenos Aires. Llegó con entusiasmo a la capital argentina, se instaló en el hotel Castelar, y pronto, dicen las historias, abandonó el protocolo para participar de lleno en la vida cultural de Buenos Aires, y transformó su cuarto E, el número 704, en su punto de apoyo para conquistar la ciudad porteña. Se presentó tal cual era, un poeta que buscaba la sencillez, que huía de la retórica fácil y juego de palabras, como dijera en una alocución en una emisora española dirigida a Argentina.

Hoy Buenos Aires le recuerda, setenta años después, con una escenografía que recrea al artista en ese sitio emblemático, un espacio de creatividad y sueños, donde el duende dormía en la capital porteña y con un tercer ojo recorría la ciudad desde un globo de gas.

A España la describe en su forma geográfica como la forma de una piel de toro extendida, de animal sacrificado, advierte. Una premonitoria imagen, la gran metáfora de la Guerra Civil, de la España sacrificada. En cambio dice que Chile tiene la forma de serpiente anaconda.

Definió la República Argentina como una larga antología de climas y la comparó como una mujer alegórica, oleográfica y tierna, con la frente coronada por ramas y víboras del Chaco y los pies de azuladas nieves del sur.

Y dijo que el toro es el verdadero primer actor del drama de una corrida y que el torero acude a la plaza para cumplir con su rito: encontrarse a solas con el toro.

Se sintió muy a gusto en Buenos Aires, y dijo que no esperaba, por no merecer, “esta paloma blanca temblorosa de confianza que la enorme ciudad me ha puesto en las manos, y más que el aplauso, agradece el poeta la sonrisa de viejo amigo que me ofrece el aire luminoso de la Avenida de Mayo”. Consideraba García Lorca que Buenos Aires “tiene algo vivo y personal, está lleno de dramático latido, algo inconfundible y original en sus mil razas que atrae al viajero y lo fascina”.

Su partida de la capital argentina, que postergó por meses, la veía moviendo un pañuelo oscuro, de donde saldría una paloma de misteriosas palabras. El duende no dejaba de soñar, crear, fabular, vivir y entregarse a su arte y público, con su jubiloso zapateo de andaluz raizal, vivencial, sin complejos ni límites en la fantasía.

Sus primeros versos hablan de cigüeñas musicales amantes de campanas... Fue un poeta de la tierra, la amaba, y de la infancia, porque nunca dejó de ser niño, ni aun después de muerto. Le gustaba ver cómo una enorme púa de acero abría la tierra, “desde donde brotaban raíces y no sangre”. Su cuerpo ensangrentado haría brotar el más grande dolor a España y al mundo literario, el día de la infamia, que se cumpliría como si una gran pezuña le arrebatara el alma a una nación. Sin embargo, sabía que la muerte existe. La muerte, ¡ah!, en cada cosa hay una insinuación de muerte, decía. La quietud, el silencio, la serenidad, son aprendizajes. La muerte está en todas partes. Es la dominadora. Hay un comienzo de muerte en actos que estamos quietos. No puedo estar con los zapatos puestos en una cama. En cuanto miro los pies, me ahoga la sensación de la muerte. Todo esto dijo en Buenos Aires y más.

Contó que lo visitó una mujer con un retrato de un niño y ese era él, se trataba de una vecina de su madre que le ayudó en el parto para su propio nacimiento. El retrato de cartón estaba aún quebrado por las manos de Federico niño. Hojeo las obras completas de García Lorca y al inicio una foto de él sobre un caballito de madera, al año, al igual que la que le enseñó su paisana en Argentina. Esa anécdota me recuerda un retrato mío, pintura, que está sin marco, yo también lo quebré y aún lo conservo. Y paso un comercial, mi abuelo era andaluz, mi abuela catalana y el otro abuelo, italiano, entre el Mediterráneo y el Adriático, ahora el Pacífico y el Atlántico, a uno y otro lado del Istmo, pero con la Cruz del Sur en la memoria. En mi adolescencia imité mucho la pegajosa y cautivante poesía de García Lorca, su imantada gitanería. Nicanor Parra, el antipoeta chileno, es deudor de su obra primera, con Cancionero sin nombre, el primer paso para su nueva poesía.

Íbamos sin saber detrás del duende, el ángel y la Musa. En su teoría y juego del duende, García Lorca nos explica estos tres misterios que parecieran ser cosa de poetas. El duende viene de los cantaores gitanos de Andalucía, “cantar con duende, eso tiene duende”, nos revela el poeta granadino. Todo lo que tiene sonidos negros, tiene duende, dijo Falla, algo misterioso, dice García Lorca, que no sabemos de dónde viene. Es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. El duende sube por dentro desde la planta de los pies. El Ángel, señalaba García Lorca, “guía y regala como san Rafael, defiende y evita como san Miguel, y previene como san Gabriel. El Ángel deslumbra, pero vuela sobre la cabeza del hombre, está por encima, derrama su gracia, y el hombre, sin ningún esfuerzo, realiza su obra o su simpatía o su danza. El Ángel del camino de Damasco y el que entró por la rendija del balconcillo de Asís o el que sigue los pasos de Enrique Suzón ordena y no hay modo de oponerse a sus luces, porque agita sus alas de acero en el ambiente del predestinado.

La Musa, en cambio, afirmaba, dicta, y, en algunas ocasiones sopla. Ángel y Musa vienen de fuera, el ángel da luces y la musa, formas. Al duende hay que despertarlo, advertía, en las últimas habitaciones de la sangre. Allí el duende “exprime limones de madrugada, y como país de muerte, como país abierto a la muerte” (España). Cuando la Musa ve llegar la muerte, sostiene García Lorca, cierra la puerta o pasea una urna y escribe un epitafio con mano de cera, pero enseguida rasga su laurel con un silencio que vacila entre dos brisas. El ángel, en cambio, acota, cuando ve llegar la muerte, vuela en círculos lentos y teje con lágrimas de hielo y narciso la elegía que hemos visto temblar en las manos de Keats. El duende no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no tiene la seguridad que ha de mecer esas ramas que todos llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo. Ángel y musa escapan con violín o compás, y el duende hiere, “y en la curación de esta herida que no se cierra nunca está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre”, sostenía el poeta en su teoría del duende.

La virtud mágica del poema, en opinión de García Lorca, consiste en estar siempre enduendado para bautizar con agua oscura a todos los que miran, porque con duende es más fácil amar, comprender, y es seguro ser amado, ser comprendido, y esta lucha por la expresión y por la comunicación de la expresión adquiere a veces, en poesía, caracteres mortales.

El duende habita en el artista y opera sobre el cuerpo de la bailarina como el aire sobre la arena. El duende no se repite, como no se repiten las formas del mar en la borrasca, afirma el duende de duendes de España. Para García Lorca, el duende Quevedo y el de Cervantes, con verdes anémonas de fósforo el uno, y flores de yeso de Ruidera el otro, coronan el retablo del duende de España.

A este andaluz genial, que bajó del encanto y que se encantó y enduendó con Buenos Aires, le rinde homenaje esa ciudad cosmopolita, abierta, hija de la migración europea, judía, eslava, a la que con fervor Borges le cantara. “Esta ciudad que yo creí mi pasado / es mi porvenir, mi presente / los años que he vivido en Europa son ilusorios, / yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires”.

No ha sido el único artista al que la ciudad le brindó hospitalidad en el pasado y en el presente. El poeta chileno Vicente Huidobro, un adelantado para su época, allí dio a conocer su Manifiesto Creacionista y también se fugó con una joven hermosa. Gabriela Mistral editó uno de los libros más importantes por primera vez, Tala. Neruda escribió las famosas Odas elementales en Córdoba. Sólo para recordar los de casa, porque la historia de Buenos Aires es más grande que sus límites.

En esa aventura por el nuevo mundo, García Lorca conocería a Pablo Neruda, el poeta cónsul de Chile en Buenos Aires. Una amistad que sólo el asesinato del poeta andaluz truncaría. “Un viejo dirá que la Pampa es un sueño, un muchacho que es un excelente campo de fútbol, un poeta mirará el cielo para verla mejor”, dijo García Lorca en ese entonces a los argentinos.

Revela el principal biógrafo de Neruda, Volodia Teitelboin, en su libro Neruda, que García Lorca al partir de Buenos Aires presentía su muerte, y les dijo “no quiero partir. Yo me voy a morir. Me siento muy extraño”. Todo lo demás sería historia, una de las más infames del Reino de España en tiempos de la República.

En sus reuniones bonaerenses, dice Volodia Teitelboin, Premio Nacional de Literatura chileno, García Lorca no dejó de brillar junto a su piano, entonando canciones, desparramando alegría, como era su costumbre, y Neruda siempre ocupó un segundo plano ante la magia y el encanto del poeta y dramaturgo andaluz. En una cena del Pen Club de Buenos Aires, Neruda y García Lorca, presentan su famoso Discurso (toreo) al alimón, un homenaje a dos voces a Rubén Darío, el poeta nicaragüense que le dio vuelta de campana a la poesía castellana y escribió Azul, uno de sus principales libros, en Chile. Neruda y Lorca hacen un libro en homenaje a Darío. Poesía del chileno y dibujos del español. Es premonitorio el primer texto, señala Teitelboin: Sólo la muerte. Y el mismo Neruda anunciaba la suya: en dónde está esperando, vestida de almirante. Sólo que sería de general, comenta el escritor chileno.

Vendría la Guerra Civil española, la sangre correr por las calles de Madrid y toda la península. España, aparta de mí este cáliz y España en el corazón, Vallejo y Neruda. La muerte en las cárceles de Franco del poeta campesino, Miguel Hernández y la poesía de Neruda tomaría otros rumbos en su residencia en la tierra. Previo a la Guerra Civil, Neruda entablaría una entrañable amistad con García Lorca en Madrid, quien lo presentaría en España con la gracia, maestría, profundidad y calidez de su verbo, dejando para siempre instalado al poeta sureño en la península.

Fue espléndidamente generoso García Lorca con Neruda y son conocidas esas expresiones sobre el vate de Isla Negra, un poeta más cerca de la muerte que de la filosofía, más cerca del dolor que de la inteligencia y más cerca de la sangre que de la tinta. Neruda, según García Lorca, estaba entre los que le daban “un tono descarado al gran idioma español de los americanos, tan ligado con las fuentes de nuestros clásicos”.

Así fue el duende andaluz, espontáneo, generoso, abierto como una granada de su tierra, un niño alegre, con la fantasía de la genialidad, esa que no escatima esfuerzos para dar la vida por el arte, la amistad y el amor. Federico llenaba de colorido lo que tocaba, musicalidad, encanto, eso dicen quienes le conocieron, sus parientes, hermana, amigos, poetas. Y su obra da cuenta también de ese brillo de luciérnaga permanente que revolotea el duende.

“Cuando vuelas vestido de durazno / cuando ríes con risa de arroz huracanado / me moriría por lo dulce que eres...”, le canta Neruda en una oda de su Residencia en la Tierra.