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Gabriel García MárquezEl niño que eclipsó el sol en Macondo

La profesión más maravillosa del mundo, como define el periodismo, le entregó las alas y el viento para transformarse en el escritor que es hoy, y desde luego la realidad mágica de Colombia, que quienes hemos vivido allí y leído sus periódicos durante décadas, podemos dar cuenta sin lugar a equívocos, que existe.

Se inició con su cuento “La tercera resignación” en 1947 y vagó por años con su ingenio y chispa de cronista excepcional en El Espectador, Bogotá, El Universal, Cartagena, El Heraldo de Barranquilla, hasta que viaja a Roma, París, donde inicia La mala hora, El coronel no tiene quien le escriba y recorre los países socialistas, para escribir De viaje por los países socialistas. (90 días en la “Cortina de Hierro”). En Ecuador compré ese librito lleno de humor que se inicia con la frase siguiente: “La cortina de hierro no es una cortina ni es de hierro. Es una barrera de palo pintada de rojo y blanco como los anuncios de las peluquerías”. URSS, dice en otra parte: 22.400 millones de kilómetros cuadrados sin un solo aviso de Coca Cola. Allí escribe que los libros de Kafka no se encuentran en la Unión Soviética porque es un apóstol de una metafísica perniciosa. Es posible, añade, que haya sido el mejor biógrafo de Stalin.

Hace en el librito una descripción prolija del cadáver embalsamado de Stalin, cuyas manos eran finas, con uñas delgadas, transparentes, de mujer. Es un brillante, ingenioso y revelador trabajo periodístico de la caída del imperio soviético y sus satélites. El que no lo crea, que lo lea. Fue escrito por Gabriel García Márquez en 1957, y yo lo leí en Ediciones Macondo, que le faltan tres o cuatro páginas, absorbidas por el blanco fantasmal del trópico. Cuatro años después sería corresponsal de Prensa Latina, la agencia cubana de noticias, y Estados Unidos le negaría el visado para ingresar a ese país. Sin embargo, le otorgaría visados para recibir un doctorado honoris causa de la Universidad de Columbia. El narrador colombiano reclamó por esa discrecionalidad en una carta al gobierno, que si me dejan entrar de esta manera por mis ideas nocivas, deben retirar mis libros del mercado, porque tienen más fuerza de penetrar mis ideas a través de mis libros.

Bill Clinton, años más tarde, cuando la fama le chorreaba al Nobel de Aracataca, y al presidente la baba por Mónica L., le confesó en la Casa Blanca que era un fanático de Cien años de soledad, obra de la que en Suecia se habían vendido 100 mil ejemplares, mil por cada año de soledad, antes del lauro.

Plagiador nato este Gabriel García Márquez de la realidad colombiana, amasador de sueños, fabulador de naipes propios y suertes ajenas, infinito mamador de gallo de la vida y viceversa, por si algo se le escapara, él vio cerdos con ombligos en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho.

Mis 23 años dedicados a la industria bananera y sobre todo mi década de funcionario internacional inmerso en el trabajo relacionado con esa fruta tropical y con 8 gobiernos de la región, me llevaron también a Aracataca, el pueblito mítico, bananero, donde nació el prestidigitador de la literatura latinoamericana, nuestro Cervantes vivo y coleando, el mago Gabriel García Márquez, que de un sorbo se tragó un día el abecedario y comenzó a vomitarlo en volúmenes de literatura insuperables, como si estuviera apagando un eclipse en Aracataca.

García Márquez ha sido un protagonista de su tiempo, participando en las esferas gubernamentales especialmente de América Latina y España, un hombre comprometido con el diálogo, las soluciones pacíficas y, hasta que la salud le acompañó, aportó sus buenos oficios en el mundo de la trastienda política. Sus detractores no se lo perdonaron, hasta hoy, nos imaginamos, que está prácticamente retirado, sumergido, viviendo para contarnos su historia. Amigo de Fidel Castro, Omar Torrijos de Panamá, de Felipe González, España, y una serie de gobernantes, nos contará esos pasajes que hicieron historia, en uno de los tres tomos de sus memorias.

Visitó en diversas ocasiones Panamá y clasificó a Torrijos como un hombre providencial, mezcla, dijo una vez, de tigre y mula, la fiereza y la terquedad del hombre que entró a la zona del canal, un territorio de 1.432 kilómetros cuadrados, y que recuperó el principal recurso de su país, la vía interoceánica, de manos de Estados Unidos, sin disparar un solo tiro.

Torrijos, que gustaba también de hacer sus diabluras y torcerle la nariz a la historia, invitó a la ceremonia de la firma de los pactos canaleros, en Washington, el siete de septiembre de 1977, fecha que recuerdo por el nacimiento de mi hija Paulina en Panamá, a Graham Greene, asiduo visitante en el Istmo, y a García Márquez. Ninguno de los dos podía ingresar a Estados Unidos, por eso de las listas negras, y lo pudieron hacer con pasaportes panameños. El trópico tiene sus ventajas, el realismo mágico forma parte de su realidad. Green y Günter Grass disputarían a García Márquez, en un duelo de múltiples g, el Premio Nobel, cinco años después.

Dicen que García Márquez venía el día en que Torrijos se estrelló en el cerro Santa Marta en las inmediaciones de Coclesito, una zona del Atlántico panameño donde el ex jefe de gobierno istmeño desarrollaba un vasto programa agrícola con campesinos marginados y criaba búfalos. El hombre de Aracataca vivió para contarla, sin duda, y seguramente nos la seguirá contando a colores como los baños de luz que nos brinda el trópico, con sus lluvias descomunales, como las que pasó Isabel viendo llover en Macondo.

El lanzamiento de sus memorias, sin falta, de manera simultánea en Colombia, México y España, con un tiraje de un millón de ejemplares, es uno de los acontecimientos literarios más impactantes de principios del siglo XXI, y así lo registrará la historia el día que García Márquez nos echó el cuento de su vida, el más fantástico de sus relatos.

El hombre escribe en prosa pero se desayuna con poesía, con la palabra detrás de la palabra, donde las vocales comienzan a juntarse y hacer su propia vida. Sí, pocos saben que Gabito se inició en poesía, como tantos otros narradores. “Soy un gran admirador de la mala poesía, porque ella es la carnada para llegar a la buena y a la literatura”, se confesó en una oportunidad quien escribiera estos versos a los 17 años en el Liceo Nacional de Zipaquirá, cuando cursaba el bachillerato: “Y cabe todo abril en una rosa. Una mañana sonora de palomas y campanas”.

Sonetos y octosílabos escribía el muchacho flaco, crespo, enfundado en un enorme saco de lana, con sus brazos recogidos, soportando el frío al que le tenía pánico, cuenta su profesor de literatura, Carlos Julio Calderón Hermida, quien a juicio de García Márquez “fue quien se le metió en la cabeza que yo escribiera”. Su abuelo le decía mi Napoleoncito, un niño, sin duda, excepcional. Fue ese abuelo, Nicolás Márquez, de la Guerra de los Mil Días, entre Liberales y Conservadores, quien lo crió hasta los ocho años en su casa con dos esclavas compradas en la Guajira para los oficios caseros. Con un diccionario de varios tomos le explicaba cada día el significado de las palabras.

La dimensión literaria de la obra de García Márquez es reconocida por tirios y troyanos, y Jorge Luis Borges le puso su impecable sello de oro, cuando dijo: no he leído Cien años de soledad, entonces, las mariposas amarillas recién comenzaron a salir de sus páginas. Después, cuando recibiría el máximo galardón sueco, medio millón de mariposas hechas en papel amarillo volarían sobre una caravana de festejos integrada por 500 caballos, en su tierra natal. Pablo Neruda, diría: es la mejor novela en castellano después del Quijote de Cervantes; Juan Rulfo, por primera vez después de muchos años se ha dado un Premio Nobel de Literatura justo y John Leonard del The New York Times, tan vivamente están creados los Buendía que incitan a compararlos con los Kamarazov y los Sartoris.

Dos elementos encontrados lo han unido a Chile, su amistad con Neruda y el deseo de la caída de Pinochet, que le llevó a decir que no publicaría mientras siguiera como dictador. No pudo cumplir con esto último, pocos sabíamos el secreto mejor guardado del país, cuando El Mercurio lo dio a conocer el día en que el capitán general se transformó en El Paciente Inglés. Pinochet es inmortal, sopló la primera plana el decano de la prensa conservadora de América Latina.

Con Neruda, que elogiaba la obra y los Cien años de soledad del colombiano, y una vez se retrataron tomándoles las partes a una hermosa estatua desnuda, tuvo una anécdota simpática en Barcelona. Neftalí Reyes fue el protagonista. Después de almorzar, García Márquez le ofreció la cama matrimonial a Neruda para su tradicional siesta. Neruda aprovechó para dedicarles un libro. La primera dedicatoria decía: “A Merceditas, desde su cama”, leyó el vate, y dijo: esto no está bien, y corrigió, “A Merceditas y Gabo, en su cama”. Leyó Neruda nuevamente y pensó que quedó peor. Y finalmente puso, “A Merceditas y Gabo, fraternalmente en su cama”. Yo tengo dos ediciones de Cien años, por si las dudas, alguna de ellas llegara a fallarme. La número 31 de Sudamericana, de 1973, y la décima edición de Plaza y Janés, comprada el 81 en Colombia, para la buena suerte.

Aunque en verdad tengo una tercera, de tapas gruesas, la versión más lujosa, de Mondadori, España, de 1987. Las tres están en distintos sitios de la casa, por una cuestión de cábala. Gran parte de mi biblioteca fue rescatada de un gallinero de mi casa en Santiago de Chile, de sucesivos domicilios y de una larga hibernación en una buhardilla de la casa de mi amigo Carlos Larenas W. En la época del capitán general, las bibliotecas tenían alas, se mimetizaban en los lugares más increíbles, en el fondo del patio volvían a la tierra en grandes bolsas plásticas, porque la idea del régimen pareciera ser todo lo contrario, seguir sembrando ideas. Silvia Galvis cuenta, en Los García Márquez, que uno de los hermanos de Gabito, el ya desaparecido Eligio, usa Cien años de Soledad como su Biblia para resolver los problemas de la casa, porque allí está todo.

En los 80 Gabriel García Márquez abandonó Colombia y comenzó a sentir el olor de la guayaba cada día en forma más intensa. Ya se había dado orden de disparar a todo lo que se moviera. Hoy los muertos siguen teniendo prioridad en Colombia, un país de 44 millones de habitantes, con tres océanos, el Pacífico, Atlántico y el Caribe, y todas las riquezas del mundo, donde la población se saluda a tiros, a los periodistas se les manda de paseo sin retorno, las tragedias adquieren calidad de supervivientes de nuevas tragedias, y la historia de una violencia recurrente pareciera depositada en una cajita de Pandora, llena de bolitas de alcanfor. He visto muchos y novedosos mensajes en las paredes de las ciudades y la campiña colombiana, falta que se escriba uno que diga: Colombia nació para ser inmortal, no sea hijueputa, dispare al aire...

Sus 11 hermanos, en menor o mayor grado, su mamá, papá, toda la parentela, y Macondo, están en Cien años de soledad, nos dice de alguna manera Silvia Galvis, quien buceó en los García Márquez y entró al mismo Rincón Guapo, donde la estirpe se faja con los sueños y las realidades, mucho antes de que éstas comiencen a anunciarse.

Esa magia les vino del gitano Melquíades, aventurero y brujo, el que miraba el iris del ojo y curaba al enfermo, como lo hacía en la vida real el telegrafista de Aracataca, su padre, homeópata, hierbatero, quien utilizaba el ruibarbo, la cáscara sagrada y el boldo. Tenía también de Arcadio Buendía, fundador de pueblos.

Un día memorable para el hijo de Santiaga Luisa Márquez y Gabriel Eligio García, fue cuando el protocolo sueco hizo sonar los clarines medioevales, el día que recibió el Premio Nobel de Literatura hace veinte años y entró el vallenato, la música de Rafael Escalona, al solemne recinto nórdico.

Gabriel García Márquez, ataviado en blanco con su liquiliqui, del brazo de la reina Silvia, que lucía hermosa también de blanco, había roto todos los protocolos, cuando le dijo al oído en francés: “Los de las flores amarillas son mis amigos”. Más adelante le preguntó a la soberana, ¿el rey no es celoso? La reina se rió divertida y de inmediato cobró la compostura y le respondió: “No, no es celoso, pero es que tampoco tiene razón”. Esa es la respuesta de toda una reina, exclamó García Márquez, que alabó la inteligencia y belleza de Silvia.

Cuando estallaron los flashes en Estocolmo para inmortalizarlo sobre la inmortalidad de su obra ya escrita, él, que sólo había intentando superar a Cervantes, dijo: carajo, es como si uno estuviera vivo y al mismo tiempo asistiendo a su entierro. A partir de allí decidió no recibir más un honor ni homenaje literario, pues antes de ser agraciado con el Nobel y posar para los flashes de la gloria, había decidido fotografiarse previamente con sus amigos en unos calzoncillos largos para resguardarse del poco solemne frío nórdico. Ya el Nobel estaba del lado de acá.