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“Sílabas de arena”, de Antonio TelloSílabas de arena

I

Una cicatriz marca los signos de este libro de Antonio Tello (1945), poeta argentino radicado en España. La voz, decantada por la búsqueda del silencio, encuentra tensión en Sílabas de arena (Editorial Candaya; Barcelona, España; 2004), donde, desde la fuerza del origen, el autor estructura el universo de estas páginas.

Una muestra fehaciente de este poemario se centra en el tiempo como espacio para respirar los sonidos, la soledad, la “patria de sí mismo”, como afirma Jorge Rodríguez Hidalgo. Constante de su angustia, el poeta se refleja en la finitud de la existencia, pero también en los rastros que deja en cada paso, en cada sílaba, en cada “nada” sin consumir.

¿Hacia dónde nos lleva este libro? ¿qué no nos dice, qué nos oculta, que nos descubre? Dos palabras contienen el título: “sílaba”, la vertebración de la palabra, de la respiración; “arena”, la descomposición de la roca, la piedra, hasta hacerse desierto, la consumición del todo en los innumerables granos del origen. Es decir, la palabra es costa que oprime y a la vez libera. Y el tiempo, la inmanencia de su inmovilidad en la conciencia de quien sabe que el olvido forma parte de la tensión vital.

Así, la simbología que nos entrega su lectura revela la mirada al pasado, lo que quedó marcado en la superficie del mundo: la mirada que sucumbe frente a los mensajes de nuestro olvido. O el cambio de piel de un rostro que fue ayer.

 

II

La cicatriz aboga por la herida. ¿Quién provocó la cerradura de la piel, el vórtice de la conciencia? He aquí que las palabras, descompuestas en su morfología, relatan la sintaxis del tiempo, la constante en cada inflexión frente al exilio: “la líquida circunstancia del tiempo”, “el temblor del tiempo”, “pasa la sombra del tiempo”, “los pasos del tiempo”, “Esa luz que nos revela el tiempo”, “El silencio evacua el tiempo”, “nudo de tiempo”, “en las lindes del tiempo, “el tiempo futuro”.

Este tejido se agrupa para revelar el abismo, la caída del cuerpo hasta hacerse hueso en la arena, metáfora del vacío.

El poeta escribe, inventa, crea para “conjurar el olvido”, pero la memoria es una isla, un lugar impreciso rodeado de palabras por todas partes, por voces descoyuntadas, esqueletos de una conciencia extraviada: “¿Dónde está la palabra que habito?”. La pregunta se derrama sobre esta afirmación: “La angustia que nos oprime es Dios”. El polvo terrenal, la arena marina, paralelos de lo divino, marcas del arriba y el abajo, de la ascensión y la caída. De la confusión, de la cortadura de las palabras para hacerlas carne de un espacio cerrado: “Nadie puede huir del Paraíso”.

La próxima lectura, el pase de la hoja: el mito, el minotauro. ¿Qué hace Dios cerca de Teseo? Entonces, luz y sombra, día y noche. La nada, fragua de quien sale airoso del laberinto y corre hacia la orilla, hacia el precipicio del mundo: “Las osamentas naufragan en la arena”. No obstante: “el polvo borra las huellas”. El “monstruo” —“la bestia”— ha muerto. ¿Quién ha sobrevivido a tal aventura?

 

III

El ocultamiento, el velo de las palabras perdidas, toma cuerpo en una voz en el desierto, en la nomenclatura del origen: lo que no dice el texto está más allá, en el afuera de quien se sabe atado a la mudanza de la arena. En el poema “Intuición (I)” nos topamos con la síntesis de todo lo anterior: “La luz prevalece sobre la nada. / Millones de partículas / vulneran el orden de la noche y, / con un caer de sombras / estallan las formas de la impunidad. // Relámpagos de dolor hieren el vacío. / El verbo atruena el espacio, / donde la lluvia conoce las voces y, / sobre la angustia del caos, / la simiente conjuga el tiempo futuro”. Y así, “Las olas llegan sin el mar”. El vacío, los “signos del abismo”.

Quien recuerda no sabe de su exilio, lo suprime para marcarlo. Multiplica nacionalidades, se revela contra la realidad. ¿Quién que pronuncie no elabora el mundo? Es tiempo de la duda, del barro primigenio traducido en silencio. Comienza la caída, con la lluvia, de allí que sea “un grano de nada amasado con el barro”. Dios también fue cieno, podredumbre, descomposición bajo la bóveda de un bosque. Y en medio de tanta confusión, del modelado del mundo, “Mi voz entra en el vacío y se pierde, / como se pierden las sílabas de arena / en la arena”.

 

IV

Este es un libro bíblico y mundano. El proceso de su creación tiene la mano de Dios y de natura. El origen se descompone: la oración se deshace como la carne muerta, hasta alcanzar la unidad, la sílaba, el enzima de las palabras. El hueso de la redención: “y rota la palabra // la voz que / germina de la vida / y cruza el pensamiento / se pierde”. El poema adquiere noción de vértigo, el que “late en el abismo”.

La pregunta insinúa —como ella misma insinuación— la duda del mensajero del silencio, el del extraño, el exiliado, el derrotado. Confundido, babélico y marino, se asiste con esta definición: “la lengua del mundo es el silencio y en el silencio / un reverbero de miradas apenumbra la noche”. ¿Apocalíptico? ¿es el origen el fin de todo? ¿son los muertos y los sobrevivientes morada de palabras, de “fonemas sin sentido?”. Y con el tiempo “los huesos del alfabeto se deshacen”.

La caída, el “aún” permanente, la sílaba, “el verbo / conjugado sin modo sin tiempo / sin voz”. El viaje puede ser infinito. La caída en gerundio ya es arena. La palabra, asma dilatada, epílogo. Y con la misma advertencia del inicio, cierra el libro la “república del viento”, único asidero de lectura. ¿Cuántas veces habrá que cerrar la herida, el silencio?