Comparte este contenido con tus amigos

“La atmósfera de mi fortuna”

I

La frase que le da identidad a esta nota tiene autoría en la boca de Bolívar. Frase que registra Alejandro Rossi en sus Cartas credenciales, a la cual califica de hermosa. Singularmente hermosa, diría yo, toda vez que la dijo un moribundo. En el Diario de Bucaramanga, que Perú de Lacroix hace pieza de obligado consumo, la historia repasa —aunque a decir verdad la historia es una mosca en el desván— la mínima y entrecomillada biografía de quienes fueron compañeros de armas del Libertador. Para los que siempre se arrancan las canas frente al espejo y son confidentes de ideologías, Bolívar no tuvo intimidad. Este libro, que Rossi celebra como el lector que no rompe vitrinas, es una agonía. En sus páginas (hago un esfuerzo por sacudirme el polvo del olvido) están los hombres que supieron —antes de tiempo— cargar el cadáver de Simón Bolívar.

Más allá del horizonte relativo de la historia, el Bolívar que nos atrapa nos despierta por las noches con el silbido de su respiración. La tuberculosis fue por muchas décadas el cáncer en estos pueblos marginados del mundo. La palidez del tísico europeo expresaba un diagnóstico burgués. El enfermo latinoamericano era sometido al escarnio, por mucha fortuna y gloria acumuladas.

Bolívar siempre estuvo cerca de la muerte, por eso siempre invocaba los espíritus de sus más leales compañeros y martillaba con los dientes apretados la traición de los que se dieron a escribir su epitafio. Nunca pensó que lo matarían los pulmones.

Cuando Bolívar pronuncia la frase, fomenta la duda. La fortuna es un saco de huesos, los gritos de los muertos que a diario se levantan por las noches de los campos de batalla. Sabe que su fortuna es la gloria, la eternidad, la mirada fija de la estatua, toda vez que sus ideas han pasado a ser tamiz de oportunistas y apasionados del poder. Pero la eternidad tiene un solo nombre: muerte. Quien revive su pensamiento y lo acomoda a las circunstancias de sus intereses, será un traidor. Esa es parte de la fortuna que miró a través de los ojos de quienes lo vieron morir.

 

II

“Uno de los pocos testimonios de la intimidad del Libertador en el vértigo de sus años finales”, escribe el ensayista nacido en Italia, criado en Venezuela y nacionalizado mexicano. Confiesa leer por vez primera el famoso diario de Lacroix. Unas páginas más arriba describe el ambiente de lectura de Bernal Díaz del Castillo, uno de los cronistas de la Conquista. Y lo hace con tal sutileza que pareciera revelarse parte de ese universo olvidado. Una puesta en escena de un hombre que abre un libro inmenso y recorre los senderos de Moctezuma, sin algarabía alguna. Relata y deja en el ambiente la “atmósfera” del ensayista dotado de la necesaria distancia. Un protagonista que a la vez es “testigo”, sofrenado por la calidad de la sintaxis. Un ensayista equilibrado, tan personal que se hace colectivo.

La frase de Bolívar es la metáfora de un fracaso, así como “el señor de los mexicanos” representa la fiebre del nacionalismo insuflado dos siglos después por una revolución fracasada, como todas. Un fracaso que se materializa “atmósfera” en los hombres del presente que hoy nos toca vivir. Atrapado en la muerte, Simón Bolívar pareciera ser el destino de cada uno de los americanos que se mimetizan en él, que visten como él la muerte y la desesperanza. Frase complementaria, roce de “he arado en el mar”. Un hombre ahogado en una atmósfera profunda, misteriosa, desleída de sus días y sueños de juventud, por borrar del mapa la idea del caudillo que lo imita. Otra vez llegó a decirlo, pero los olvidos también forman parte de la efervescencia de la angustia continental. Somos bolivarianos en la medida de nuestras más íntimas pesadillas. He allí entonces la frase: “la atmósfera de mi fortuna”, romántica y dilatada por el tiempo. Suicida.

 

III

El momento de la muerte prefiere esa atmósfera. Los psicólogos de los moribundos han sabido separar significados. “Vámonos, aquí no nos quieren”. ¿Con quién hablaba el hombre? ¿A quién le decía esas palabras? La muerte suele ser razonablemente inteligente. Bolívar sabía que su fortuna tendría como soporte la misma muerte, la delicada muerte, la que esconde los huesos de quien aró en el mar. Buena interlocutora, siempre vence.

La frase del famoso agónico no tiene espacio en otro lugar que no sea en los huesos. “La atmósfera de mi fortuna”: la pesadez de la soledad, la desnudez del alma, la proliferación del espíritu, el polvo corporal, la ofrenda floral.

¿Dónde queda el futuro de los arropados por la gloria? Bolívar sabía que harían de su nombre el trapo para cubrir alabanzas, personalismos. Sabía —tantas veces lo dijo— que su nombre sería tomado en vano. Cuando su pecho dejó de arrastrar las piedras de la tisis, las aves de rapiña memorizaron sus palabras, elevaron estatuas y lanzaron al aire las cenizas de su desgracia. Por esa razón, o por muchas más, la marca de Bolívar parece más una maldición que una despedida. La fortuna es un juego de dados. Un golpe de azar.