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“La patria forajida”, de Harry AlmelaLa patria forajida

I

La patria revienta en múltiples versos, en sorda confusión, en los tantos retornos de aquellos que hoy respiran bajo tierra. A la sombra de sus más estridentes esquinas, están los odios vespertinos y de toda hora, los amores en medio de la selva de miradas y empujones. La patria en harapos estira la mano y pide. Hiere con cuchillo y corre. Solicita un lugar para transpirar, para saberse parte de ella misma. La patria es un caos, un caso perdido, según el trasnocho de quienes guardan palabras y se encomiendan al destino.

Los que la cantan la hacen una Grecia invadida con caballos de Troya. Los que la salvan de ellos mismos se pasan un cuchillo por el cuello y ofrecen una pobre canción, como aquella del chino Valera Mora, la de 1811. Esos mismos tropiezan los pedazos de su indumentaria entre banderas y maldiciones.

Pero la patria también es un sueño al amanecer. El destello de una muchacha que camina sin ropa interior. En medio de sus piernas, una pérdida o un trofeo.

Para el poeta, la patria es un crimen cometido en su nombre. Así lo siente y escribe Harry Almela en las páginas de su libro La patria forajida (Editorial Actum; Colección Barco de Piedra, Caracas, 2006).

La patria es la primera y última de las altas traiciones. Y de los amores, como escribió José Emilio Pacheco: “No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, / fortalezas, / una ciudad deshecha, / gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / —y tres o cuatro ríos”.

 

II

La patria, la forajida: “sitio de mi sangre / y de la sangre / de los míos”, criaturas que no buscan ser héroes o merecedores de estatuas. Este canto de Almela interroga y afirma, mete el dedo en la llaga y alcanza con ella a hacer la poesía de estos tiempos. Su historia, la contada al revés y en supuesto derecho, es la misma que mana de la boca del poder. ¿Qué patria no se hace blanco de almas vacías, de retóricas burocráticas, públicas y privadas? A paso de ganso, los vencedores secan el rocío de la historia, de su exquisita ramplonería.

Por este callejón del libro nos quemamos: “vivimos / nuestra infancia / entre órdenes / marciales // de allí nos viene / la civil / irreverencia // la inútil pasión / por los espacios / abiertos // por los viajes / sin retornos // por el lazo / en la muñeca // la hostilidad / ante las voces / que increpan // nos han de señalar / con estrellas amarillas / en el pecho // he allí / al enemigo // siempre seremos / los desterrados // a pesar de nosotros // de todas maneras / así tendrás / que amarnos // patria forajida”. Un resumen entre los ojos, un aviso de vieja data. ¿Dónde nos queda aún Pérez Bonalde? ¿cuántas veces se irá de la patria para regresar o para saber que le quedan horas entre los muertos?

La borradura de sus páginas, la ceguera de los que ambulan y se sientan a esperar una respuesta de la purga del tiempo: “las cartillas se destrozan // cambian sus líneas / según quien lea // son letras negras / sobre un papel / ensangrentado // callan / lo que quieren / decir // lo que acaba / de pasar / y nadie cuenta // lo que miente / detrás de los ojos // quiere incinerarnos / mientras se aleja / lo que buscamos // nada se salva / en la tormenta // ni este libro”.

Una locura terrenal recorre abril. Se prolonga sin despedida, sin la última palabra dirigida a Dios.

 

III

Este libro de Harry Almela canta solo entre la barbarie y la inflexión de quienes corren hechos tumulto, agregados de la vida y de la muerte, del grito y el silencio. Su lectura nos convoca al ahogo. Su lectura, la misma patria asmática entre el humo y la sintaxis salvadora de los profetas.

Un país no es la patria. Un país es mapa y barro, lodazal y alcantarilla, flores y estiércol, maldición y jardines. Jamás patria. La patria espera. Se sienta frente al espejo y regresa a sus magias, a sus desencuentros políticos y ecológicos. La patria tiene un pequeño lugar para odiarse. Un lunar cercano al corazón. La patria es dueña de sus accidentes geográficos: las piernas de una adolescente o los tres o cuatro ríos que el poeta Pacheco nos dejó dicho. Baste decir que la patria vive extraviada, sudada bajo el cuerpo del poder.

Un final esperanzador nos conmina a continuar escribiéndola: “liberador / de tu cadena / no sabremos / dónde ir // y esa habrá de ser / nuestra más inocente victoria”.

¿En qué calle de esta ciudad se nos perdió la patria? ¿En qué cuaderno anónimo deletrearemos su estirpe forajida? ¿En qué canción lejana la hallaremos?