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“Lluvia”, de Victoria de StefanoLluvia

I

Una mujer advierte a través de la ventana que el mundo gravita entre un cielo repleto de signos y una ciudad desolada por la lluvia. Su ojo observador relata, tacha y retoma las siluetas de la habitación donde la melancolía se pasea entre los objetos silenciosos pero vivos.

La mujer es una escritora. Una narradora fragmentada como su relato, rota como la lluvia sobre el techo del Ávila. Se trata de una densa maniobra de Victoria de Stefano, voz que juega y se contrae en un personaje cercano a la imagen de Clarice Lispector, a través de una protagonista tejida en la maraña de la descripción.

Lluvia (Editorial Candaya, Barcelona, España, 2006) es la ficción espejeante de una realidad contenida: la persistencia de la lluvia inventa nuevas situaciones que se van revelando en la medida en que la escritora ficcionada se va construyendo. Este proceso muestra el tejido corporal de una obra en la que Victoria de Stefano es personaje, elusión e imbricación emocional. Para consolidarse como escritora y personaje, la narradora se vale de referencias literarias, en las que no faltan los escritores más cercanos a su vocación vital.

Pensar en Faulkner, en su hogareña domesticalidad. Reflejarse en la doble condición de trabajadora de la casa y escritora: esa dualidad se vertebra con “los oficios propios del hogar”, mientras Bataille, Mallarmé o Rilke viajan por los intersticios de una atmósfera melancólica, re-creativa.

La espesa lluvia sobre la ciudad alberga la memoria. Clarice/ Victoria ayuda en la elaboración del diario, el mismo que en nuestras manos se hace novela, relato de una mujer que cuenta desde el mismo narrar: quien relata se inventa, se enmascara. A veces se borra y recomienza, es metaficción de una realidad doble, desteñida por la lluvia.

 

II

“El cielo se había hecho aun más cerrado, sordo, sin luz. Se empinó a mirar las alcantarillas. Estaban atascadas, el agua discurría turbulenta, y aun si los automovilistas conducían despacio, las ruedas pasaban arrojando olas revueltas con el barro de los cerros. Por suerte la suya era una calle de dirección única, de moderada pendiente y con poca afluencia de tráfico”.

Detrás de esta imagen, “el barro de los cerros”, podría estar la tragedia, el deslave de tantos años de regreso, de subidas y bajadas, de malos cálculos. El ojo de la relatora roza con sutileza el movimiento de la ciudad: la lluvia es una constante, la caída libre de la premonición. En su interior, donde el personaje trama la historia del afuera, crece la descripción de la soledad. La casa, el apartamento, son el lugar del tiempo. Una mujer sola es un poema, por los lados de Yolanda Pantin.

La lluvia, personaje insistente, marca la diferencia entre quien respira rodeado de objetos y quehaceres intrascendentes, cómodo frente al ruido del resto del universo, y quien avisa de lo que acontece más allá de la ingrimitud de los otros, lejanos, sucios de olvido, tentados por la aventura diaria de vivir en cerros y colinas, en peligro constante:

“Del confort y bienestar sólo garantizados por la posesión de un techo seguro, con sus cimientos y su dique de paredes contra el caos y la zozobra circundante, aun si todo bien, y la entidad del hogar lo era en grado sumo, llevara consigo el temor al instante no anunciado de algo desconocido: un temblor de tierra, el agua que se lo lleva todo, la chispa que desencadena el fuego, el soplo helado de la hecatombe que, sin nada que ganar y nada que perder, reducía a blandos vestigios óseos las muchas vidas sorprendidas en mitad de lo que se tenían prometido”.

 

III

Esta es una novela que se escribe en el momento de su lectura. El personaje, atado a la referencia lispectoriana, abunda en el tejido descriptivo. Es como si la acción, interiorizada, estuviese a punto de reventar con una inundación. Pero no, es simplemente la lluvia, justificación para entrar en la vida íntima de alguien convertido en tiempo, en trozo de recuerdos, en insistencia de la reflexión alejada de la trama. ¿Qué cuenta esta novela de Victoria de Stefano? Hace belleza, se ancla en una estética del inmovilismo, en la tesitura de una atmósfera en la que discurre el tiempo y la decantación de la memoria.

¿Es sólo apariencia en la que Clarice/Victoria imagina otros personajes que se rescriben desde la observación?

Es un diario, pero también una crónica hermosa sobre la ciudad que se agita bajo la lluvia, entre el silencio y el ruido de un país que cruza un barrizal hacia no se sabe dónde.

El lector, quien esto imagina, también forma parte de esa soledad. Se hace Clarice para tratar de entender esta ciudad, esta metáfora de un viaje sin escala hacia una realidad quebradiza.