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Miguel MárquezLinaje de ofrendas

I

La atadura al instante de este libro de Miguel Márquez es más visible, más fiel al motivo de saber que quien nos dice desde las páginas ha sabido detenerse en esa abogada determinación de revelar el poema con toda su desnudez. El texto vive desde quien se atreve a auscultarlo: se siente el tiempo, definido y audaz.

Imagen, articulación de presencias nombradas, Linaje de ofrendas (Asociación de Escritores de Barinas, Colección Vitrales de Alejandría, Grupo Editorial Eclepsidra, 2001).

Así como los fantasmas de Rulfo son verdad, en este libro de Márquez encontramos una verdad ineludible, la realidad es un sueño que toca las orillas de la luz, de los objetos y los gestos de las cosas, sin dejar de ser una realidad. La naturaleza se desviste en el movimiento de las palabras, en los efectos de los fenómenos que ambulan sin desestimar su sonido inescrutable, otra verdad.

“Aquí vienen los días / con sus mañanas, con sus noches, / nubes, sol, luna, estrellas. / El sonido de la primera hora, / el canto que atraviesa soledades inhóspitas, / la densa lentitud de la tarde, / el despejado deseo que ahora brilla / en una hondura tersa, en el agua / nocturna, en la oscuridad entrañable”. Luz y sombra, la cotidiana destreza de quien alberga en el vivir la posibilidad de afirmarse a través “del afecto, / las mentiras, la desconfianza, / el miedo, la perversidad”, todos los sentimientos humanos en los elementos, pero “a salvo en la penumbra”.

 

II

El poeta de este libro pasa por muchos estadios. Emerge de la mañana, con los ojos aún en el sueño, camina a tientas por el día y llega a la noche para confirmarse en las palabras que le llegan de otros lugares, los que no puede tocar, los que nadan en “la fatiga cuando el sol se desploma”.

Varios son los “viajes” recibidos en esta lectura. El autor no se queda en un solo lugar, no deja huella inmediata en el poema, en un solo tema, aunque una invisible revelación nos dice de los cambios y las pérdidas, entre las sombras y el descreimiento. Así, de la sombra emerge el cuerpo, esa ofrenda que desaparece. “La piel es un órgano infame, algo / dotado de una vivacidad molesta, / plaga de animales acuáticos que cunden / en sendas paralelas con discursos acróbatas”.

Una poética nos asalta de pronto, el poeta no deja pasar la oportunidad de ponernos en medio de los ojos el instante de un asunto interior: “El poema me evade como un preso. / Escondido / en algún pabellón del alma, / su gemido me despierta”. ¿Quién se queja, el hecho mismo de ser poema, o la crisis que él crea en quien lo escribe?

El poema es un animal vivo. Sufre el insomnio y la vaguedad del sueño. Es animal kafkiano, “se encarama en las paredes” como un insecto revelador. Más allá de la germinación de las imágenes, despierta quien se sabe atrapado entre el poema y sus resonancias, por ser su carcelero: “Estoy seco, alejado del mundo, / frente al televisor”. Una derrota, el insomnio sigue después del sueño.

 

III

Quien se ofrece, guarda la ofrenda. Nadie pierde el eco de lo escrito. Nadie abandona la mirada que sobre el sujeto desató la memoria. Miguel Márquez abreva en una música que se escucha mientras el poema silencia el mundo.

Un trazado sobre la piel, la que no duerme, la que cambia con la naturaleza, con el clima que agita el agua y deja huella en una aventura onírica en un barco. Ciudades, delfines que saltan como frases incompletas, que desnudan los deseos de quien bajo el cielo mira el rastro de la navegación. ¿Acaso la poesía no es eso, una travesía por un mar sin final, por una masa de sorpresas en la que es posible saberse en medio del universo mientras más allá está Roma, Ankara, Calcuta y Estambul?

Despido esta lectura con el agradecimiento de haber tenido ante mis ojos un espacio para dejar de morir. Con todos los miedos, temores, resonancias y la luz de una vela cerca del abismo.