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Oscuro

Gonzalo RojasI

Caminamos por una calle y nos tropezamos con narices que respiran y flotan en el aire, como en aquel texto de Gonzalo Rojas, “Epístola explosiva para que la oiga Lefebvre (1917-1971)”, y entonces, cansado de mirar cielos y amar la vida y la muerte, sentimos que el tiempo ha pasado tan rápido desde aquel 1977 cuando supimos de este poeta chileno que trabajó en Venezuela como docente en la UCV.

Al escribir en ese mayestático hincado por el calor social que nos envuelve, intento salirme del ruedo para pasar inadvertido. Pero no puedo con el plural y me hago individuo, pese al desgaste de quienes aún creen saberse parte del vientre colectivo.

Me interesa el tono de ese poema, me subleva pensar que soy yo quien camina por Valparaíso, feliz en Cerro Alegre. Me complace saberme objeto de las miradas que pasan a mi lado mientras converso con Gonzalo Rojas en el poema: “...el aire mismo es un exceso / de nada, tú me entiendes, todo está lleno de nada, / lleno / como ese hueco del que nos reíamos / leyendo a Kafka con el loco Borchers, ¿lo has vuelto a ver / Juan Borchers?, hueco / y rehueco todo, no hay piel para esconderse, no hay, / por mucho lujo que chille, por mucho cemento / que ondee en la cresta del cielo...”. Sí, toco levemente su saco de relleno y siento que me mira sobre la marea que alivia un poco la caminata por esa ciudad de pescadores y artistas.

 

“Oscuro y otros textos”, de Gonzalo RojasII

Aquel año 77, joven aún, esta ciudad era un remedo de nuestras nostalgias. Una hora cualquiera cayó en mis manos Oscuro, una bella edición, como la mayoría de las hechas por Monte Ávila, donde vacié la angustia de no conocerlo hasta ese instante. Me acercó a Juan Sánchez Peláez y agregué a mi felicidad que ambos habían sido parte de las costillas del grupo La Mandrágora. Por ahí enfilé mi lectura, por la de saberme conquistado por esa sombra donde el surrealismo pergeñaba la presencia de un poeta chileno, retratado en el retrato de Vicente Huidobro, publicado en la colección Altazor, para más felicidad.

Me inclino por los últimos poemas de la antología donde brillan Entre el sentido y el sonido, Qué se ama cuando se ama, Los días van tan rápidos y varios inéditos que forman parte del gusto de este instante. Por ejemplo, “Pericoloso”, dedicado a Manuel Bermúdez en Roma en 1974: “Qué rápida la calle vista de golpe, los espejos de los autos / multiplicados por el sol, qué sucio / el aire: / y esto era el Mundo?”. La pregunta queda colgada del ropero, en medio del hollín de aquella ciudad endemoniada, mientras la poesía continuaba su azar, su peligrosa intrusión en la cotidianidad del mundo.

Tanto tiempo el libro abandonado. Se deshoja con facilidad, se le caen las alas, pero sigue diciendo en cada texto lo que el poeta de 85 años nos quiso alertar o sacudir, ahora cuando estrena Premio Cervantes y sigue vivo bajo el techo de un pasillo donde hay un patio central y varios pájaros dementes en una fuente apagada.

 

III

Exilado en nuestro país, Gonzalo Rojas es hombre de constantes, como afirmara Reinaldo Villegas Estudillo: “Entre estas constantes destacaremos las que a nuestro juicio cobran mayor relevancia en el ejercicio creativo del autor... Es, en primera instancia, la preocupación dramática por ese correr vertiginoso, por ese transcurrir torrencial del tiempo... Asimismo, la angustia existencial universal, la inquietud que surge de la brevedad, de lo efímero de la vida, por lo fugaz que resulta el paso del hombre terreno...”.

Con razón lo sigo, a paso lento. Valparaíso nos ausculta, pregunta por el olor del mar en nuestra garganta. Un solo espasmo es suficiente para leer este poema y seguir vivo: “Del aire soy, del aire, todo mortal, / del gran vuelo terrible y estoy aquí de paso a las estrellas, / pero vuelvo a decirte que los hombres estamos ya tan cerca / los unos de los otros / que sería un error, si el estallido mismo es un error, / que sería un error el que nos amáramos”.

A esta altura, a 25 años de la primera lectura de este poeta hoy anciano, sabio y hondo, vuelvo en primera persona a lidiar con sus pasos y a tratar de alcanzar su tono mientras lee en voz alta el término del mundo, tan infinito como la mirada vertiginosa y lenta en el lomo de un poema a punto de explotar el universo.