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Tema de miseria

I

Días de desganos, de moscas alrededor de la incertidumbre. Días que no terminan con el descanso del cuerpo sobre la estera de la noche. Días largos, de interminables diálogos a la sombra del sobresalto. Son días de miserias humanas, materiales, pero sobre todo espirituales. Comienzo de milenio que nos toma de la mano y nos asoma al precipicio. Días, qué contradicción, para hablar a solas, para guardar el silencio necesario, el que nos espera en las páginas de alguna calle desierta, mientras los gritos destemplados de la canalla se desfiguran a lo lejos.

Mientras intento seguir lucubrando, la voz de Tibisay Vargas Rojas me llama desde su Tema de miseria (Editorial Guárico, 2002, Conac), donde el dolor pasa por la piel y toma sitio en un lugar interior, por el que Lawrence Durrell pidió no profetizar, no oír, no sentir. Entonces el silencio alberga esta intención de nuestra poeta, quien vigoriza la ambigüedad: saber que la poesía se contiene en un instante y es capaz de saltar como una liebre.

En ese tono lejano, con el que es posible oír la última sílaba de una hora, Tibisay Vargas Rojas escribe el resto de los sonidos, con una pausa que posibilita la suavidad de su andar por estas hojas: “Porque siempre temí a las tardes / al sol a dormirme / mientras llegaba uno de tus ojos / desvelaba // toda la noche tendiendo el mantel // no voy a colocar más el cubierto / en la mesa a la hora de la cena / para servirte / yo tu segundo plato”. No es la queja en la que el feminismo se entroniza. Es la voz la que importa, la que viaja entre las palabras mismas y establece su fuerza.

 

II

La hora de leer llega airosa. Sobre la mesa de la polvorienta biblioteca, donde las alergias me revelan, el libro de Tibisay recibe el tacto del sol a través de un árbol que creció mientras pasaban los años entre papeles y malos sueños. Un poema me vuelve a este sitio de preguntas, de país escondido, dividido y pesado. Lo leo con los labios, lo saboreo y cierro los ojos para ver la cara de la mujer que esto escribe: “Víctima de mis propias / artes amatorias / te reté a duelo / ignorando / tu maestría // No acudiste // Qué limpio tajo / de las tres heridas mortales: / la duda / la ausencia vale por dos”. A la soledad se le atiende bien. Se la conversa y ayuda a salir. El poema se ata al otro que le sigue en la elegancia del tono: “Miro tu fotografía / recortada / por el cuello / imagino ahora el rostro / de Lord Byron / o Lawrence de Arabia / pero tus manos / (allí las dos completas) / cuentan la historia / de otro rostro / ¡qué poder el de las manos! / sentirlas en ausencia / y maldecirse el cuerpo / acostumbrado”. ¿Cuántos asuntos le corresponden a la mirada, al rostro que el texto no nombra, el que se queda en la sombra del baúl o tras el reflejo del vidrio? ¿O es más importante no decir nada, sólo recordar?

 

III

Y si Durrell se recoge feliz en este libro, vale pronunciar el instante que cierra su aliento, en el que la poeta repasa el deseo, el lugar en el que es posible mirar la miseria, sentirla, trazarla para juzgar la última línea. Y no en vano Gustave Flaubert, entre dos hojas que la señora Bovary habrá recogido de esta densa propuesta, en la que los personajes de la famosa novela hincan la piel y se hacen visibles. “He aquí la escena quinta / el segundo acto / y qué pálido semblante / de amor tiene / la palabra ausente / días llevo / entreteniendo el llanto / pendiente de su lengua / fuera de tiempo para mí / o de lugar / como el romero / yo tal vez / no soy para este clima” (Ofelia, a Alertes).

Nada queda más lejos que el tiempo, el que no alcanzamos, o el que se quedó atrás sin memoria. La miseria, el escenario del cuestionamiento, la desolación. En fin, cada verso estima necesario ahondar, romper el viento que los lleva de viaje al teatro, a este sábado en que nos quedamos miserables bajo la lluvia o bajo la mirada de la Emma de Flaubert, sin nada: los que eran, la culpa, el miedo y el cansancio.