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“La costumbre de ser sombra”, de Ernesto Román OrozcoLa costumbre de ser sombra

I

La eternidad o lo efímero hacen este libro. No importa que por él pasen otras reverberaciones. Es un libro donde la cortedad del poema nos respira en la cara. Con eso también nos alienta a seguir, a entrar y salir de los relámpagos que lo iluminan y de las sombras que hacen de la lectura un ejercicio del vivir en el silencio.

Ernesto Román Orozco, anudado al poema, afirma y duda, por eso también pregunta: “amarro un trueno / del árbol más salobre de mi casa // le dejo alumbrar los bebederos / de aquellos bahareques / llenos de picos de botellas / donde cada mañana / encontramos plumaje de brujas / goteando sombra entre los vidrios”. El ojo observa, cuenta y describe lo que la imaginación hace imagen. ¿Qué hace un árbol salado tan lejos del mar? ¿Es un niño el que recurre al cielo para no dejar escapar a tan singular vecino de la casa? El poeta de La costumbre de ser sombra (El Árbol Editores, San Cristóbal, 2003) es el mismo que busca en el dios Cronos la esencia de la vida, la que se ata y desata constantemente: “pregunto por la vejez del tiempo / por la breve eternidad / que tiene el mar...”. Este texto, que sintetiza el espíritu de este trabajo, tiene el mismo referente del anterior: alguien es árbol de sangre salada, alguien es eterno y efímero como el mar. Esta especulación nos lleva a la otra imagen en la que los opuestos se tropiezan: “lo grande / advierte lo pequeño / resulta inédito despertar / en la estatura del olvido / intentar no ser mago / ponernos solos / y encerrarnos en un caracol”. El ser humano es sólo un grano de arena, es tan efímero que se hace eterno frente al misterio, frente a las dimensiones de la imaginación.

 

II

La primera persona le da “credibilidad” al asombro, a lo que hace que este libro sea tal, un libro de poesía para ser leído como lo que es, un canto a lo que nos afirma y niega mientras un sujeto comienza y culmina en la noble acción de sentarse o escapar: “abandono / mi cuerpo sobre la silla // quede mi boca / entonces / al borde de este vaso // el cielo / a la sombra del ciprés”. Nadie duda de quien se sienta y reclama en silencio, con los labios ocupados en sostener el sabor premeditado. Sentarse es abandonar la verticalidad, combinarla con el descanso, la contemplación. Se es sombra también bajo un árbol, vieja costumbre donde existen estos seres vegetales. Un poema puede ser un desierto, pero en este libro, con árbol, es un bosque, pese a la obligación de nombrarlo. De allí al milagro, tres páginas más adelante: “duermo / en bosque de panes silentes // pero truenos / con los vidrios flojos / tiemblan en la transparencia de la danza / de una gata en celo”. El primer poema continúa en este que acabamos de encontrar en los restos del relámpago, que ya fue trueno. Quien escoge la silla, duerme y hace del cielo un escenario donde el baile es nube con forma de animal. La sombra del árbol es noche también por el sueño que precipita el cuerpo. Para eso el paisaje, el celestial y el terreno.

 

III

¿Qué costumbre nos hace lectores o visitantes de un libro en el que somos árboles y hombres a la vez, humanos de savia y madera, susceptibles al trueno y al relámpago? Sólo la poesía puede lograr este milagro. Más adelante éste se convierte en la sombra que ataja los animales del día, en la lluvia que moja la desolación y la soledad.

Dejemos que los lectores se paseen por este espacio: “Espesa soledad del círculo. Los espejos fueron hechos de mi antigua dentadura. Decido salir de mi cabeza con los pies al hombro para no perturbar el sueño de los vidrios ni la risa del tigre. No quiero volver a tirarle la puerta en la cara a las hormigas. Soy la gota perfectamente perdida en los abismos de este trago de alcohol que humedece de un golpe inédito los ojos. La razón blasonando dibuja troneras en un soliloquio que comienza y termina en el piso de esta página”.

Y de esa página a las sombras que nos esperan más adelante, sólo tomar la silla, no para reposar, sino para leer desde la altura de los ojos este libro de Ernesto Román Orozco, de donde saldremos sombra por la costumbre de acercarnos demasiado a ella.