Comparte este contenido con tus amigos
La apuesta del silencioMartha Kornblith
La apuesta del silencio

Y esperar que el mundo comience
Charles Bukowski

Nadie puede asegurar que Martha Kornblith haya perdido la apuesta en la ruleta o dejado el hábito del cielo colmar la raíz del árbol en el desierto de Las Vegas. Nadie que no sea su silencio puede afirmar que el idioma áspero y xerófilo de su dromomanía haya crecido en la escoria de un salón de juego en el Caesar’s Palace.

Su voz de rasguño nos promete una punzada más honda. “No podemos recorrer todos los jardines / no podemos tener todos los silencios”, como si el tejido de su tiempo comenzara por el final en los veinte años que también se jugó Bukowski en el estado de Texas cuando aborrecía los patos salvajes y jalonaba sus Poemas de largo alcance para jugadores arruinados. Acodada en ese paisaje de luces y ruidos, Martha Kornblith desnudó las calles y nadó entre fichas y sudores, alcobas de hotel y trozos de chocolate para regresar a aquella niñez nada advertida.

El perdedor se lo lleva todo, el tiempo borrado, ese presentimiento tras una ventana, en una ciudad en la que nadie duerme porque los naipes y el azar siempre están echados, volteados a propósito para jugar a la vida y al olvido. Para ganar es necesario apostar y el que gana ya lo ha apostado todo. Allí, silabeando números, palabras, designios, pensativa hiló lentamente el viaje y el regreso, la fortuna a la espera de una vuelta, un giro mareante hasta el destino que no pudo adivinar a través de falsos relojes, en vigilia, soñando por encima de la música y una danza macabra en la sonrisa de los jugadores.

“Si mi vida fuera así de baldía”, lanza los dados y un trago amargo muerde la garganta y la tentación de hombres y mujeres —sombras. Ricos, apuestos, autosuficientes y mundanos, el universo gira en otro mundo. El universo es una ruleta que tartamudea en las noches de Las Vegas. “I want to be known as the most brilliant man in America”, pareciera susurrar la confesión del clan Beat, porque toda la herida está en la espalda de ese ácido y a veces frío pellejo de los “poetas que sufren y rememoran lo perdido”.

Sí podemos decir que ese presentimiento ahogó el tiempo de más tarde cuando la voz de la muchacha reconoce el poema, el hilo de la metáfora, como una salvación, como un estallido fuera del boato y las horas perdidas, fuera de esa desolación que sólo advertimos pasado el minuto menos visible. Cuánta pérdida, cuántas ganancias sometidas a un paraíso que sólo Milton o la imagen delineada y pop de Andy Warhol pudieron trocarse en ventajas o carnadura del deseo. “Porque desear y apostar es lo mismo”, ficha en mano, desecho, el poema ha comenzado —años después de aquellos veinte— a hacerse visible, enigmático, doliente, vida y muerte, cigarrillo y palabras, mirada fija y un desentendido respirar bajo los árboles de una ciudad que comienza en las fronteras u orillas del continente sur.

En esa voz que nos amasa la carne también oímos la ráfaga de vuelos, quizás al lado de Bukowski en su huida hacia O’Neill, mientras la puerta se cerraba y en el sonido de adentro la amargura y todos los desalientos. Y el pasado, anulado para arribar a la otra ciudad, a la que se repetía constantemente cada año nuevo. Y el ruido, y la mirada —no sabemos si tachada— sobre la noche. Alguna pérdida sumada a la desfachatez del croupier afanoso, acertijo, por colocar fichas e inteligentes trampas. Hagan sus apuestas, pierdan, mueran, agoten el silencio, martillen en el alma, y el escape hacia “playas inusuales”, donde nadie es capaz de morder o lanzar piedras contra los cristales.

“Aquí hay gigolós / apostados a la ruleta / y en el fondo un poeta ilustre / jugando a los dados ebrio en su sangre”, dueño del casino y de las calles; ciudad maldita y el torbellino de las apuestas, hasta quedar desnudo o asfixiado de rica pobreza.

Bajo la manga siempre hay una carta para lastimar y ver por encima de quienes recorren el vacío. La suerte está echada, el deseo comienza su labor frenética.

¿Alguien sueña o muere sin saber que lo sueñan o lo mueren, si también desconocemos que el soñar o el morir a alguien lo tendremos presente en el instante menos presentido? El poema, por allí andaba, en esos devaneos y desengaños construía sus aposentos a lo Virginia Woolf, mientras las “sílabas se deshacen” hoy casi entre sombras. Hay regresos, momentos, abjuraciones, estadios para que el zurcido perfeccione la voz, esa lengua viva y lacerante, dura como piedra, rugosa como los graznidos de Bukowski. Rimada sin sonido en la muerte. Hasta la locura tiene parecido con el disfrute, al lado del infierno.

¿Por dónde anda la carne amasada al aire de las strip girls o la voz imperfecta de Sinatra sino en la imaginada tentación de quien se ve desde lejos? ¿Para que dormir si el despertar es siempre vigilia y duermevela? Enfermos mentales, automatismo psíquico de la pupila y las manos. Una ciudad que está dentro de cada uno de nosotros, dijera el habitante de los laberintos, el extraviado, el que ha perdido hasta su sombra para recuperarla con la costumbre, entre malos olores, oro y barro, silencio y gozo, sin jardines, sólo una pregunta para descubrir a medias el hábito del cielo.

Viaje final, para el que topa a todo, como el que hiciera el otro que se dejó llevar por una ventana, atado a un texto, en un recorrido por la soledad y, al fondo, el ruido de la gran ciudad, aparatosa, apostadora, desaliñada, romántica, tibia como un pato salvaje, rota como la costumbre.