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“Nocilla dream”, de Agustín Fernández MalloNocilla dream

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El desierto como hipérbole engrana en el correlato de la desmemoria. Se convierte en espacio a la deriva en Nocilla dream (Candaya, Barcelona, 2007), primera novela de Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967). Desmemoria, toda vez que los 113 capítulos que la arman no se vertebran como ocurre en la novela tradicional. Lagunas, paisajes en blanco: atiende a anécdotas que desconectan al lector, aunque se maneje la intención de ubicarlo en un espacio, en una intemperie, en un relato donde los personajes dejan de existir al término de cada libro, porque se trata de varios libros sutilmente relacionados. Novela extravío, también, porque ella, en sí, es varios núcleos.

Juego de abalorios, experimental a tono con el vanguardismo y añadidos surrealistas, no deja de estar presente el regodeo del boom latinoamericano (Cortázar se rompe la espina dorsal en la Autopista del Sur), en la alegría de preparar sin aviso una estructura que consagre “un comienzo o un fin”. ¿Cuántos metros recorre James Joyce cuando sale a hacer jogging?

Nocilla dream, sueño de chocolate, testigo noctámbulo, donde los personajes entran y salen sin dejar huellas en la memoria de quien ose encararlos. Suerte de fantasmas que tangencialmente recorren el texto y hacen del lector una referencia metaficcional. Como enunciado literario, este trabajo va más allá de cualquier aventura: es —en efecto— una aventura, pero postmoderna que redondea todo un universo fragmentado, en trozos, en pedazos de pequeños planetas o micronaciones, como él mismo los llama. ¿Micronarraciones?

Se trata de una saga, de una trilogía que alberga el trauma de una época: la lógica de lo ficticio se hace lógica de la realidad. Novela chicle, que se estira: lleva a lo real exagerado, hiperbolizado, al escándalo modal, de laboratorio, de pantalón a la cintura o de juicio experimental. Audacia cuyos materiales aproximan al lector a un lenguaje matemático, lo que lo hace ambiguo en tanto contextual (el autor es físico de profesión. Ventaja para encarar otros espacios narracionales si nos atenemos a lo fractal, al reflejo de la geometría de la imaginación).

 

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La isotopía se deshace en su propio espejo. Carson City se degrada en el discurso del desierto. San Francisco es una meta a alcanzar: discurso relativo porque el paisaje no se mueve, se mantiene en el mismo lugar. La realidad se fragmenta en la realidad del narrador: la ficción aborda cada espacio y lo segmenta. Relato de fracturas.

B. Jack Copeland y Diane Proudfoot podrían estar bajo el árbol de zapatos, bajo los astros que cuelgan de las ramas de un álamo, de un cedro, de un samán. Pero también en el París de Walter Benjamin. La distancia, la temperatura: el espejismo.

Una carretera en la que, hay que insistir, no hay nada.

Pues sí hay: está el desierto. Están los pueblos de Carson Ciy y Ely. Desde el mismo instante que se abre el libro, aparece en el disparate de este lector el nombre de Sam Shepard. Los locales comerciales vacíos, los burdeles, la carretera infinita, el talante áspero de los personajes. Así, en “Allá por los años setenta”, relato de Luna Halcón, nos tropezamos con las imágenes de ese pop que Warhol ya advertía en sus trabajos plásticos. Esta novela de Fernández Mallo es un poco Andy Warhol, un poco pancarta, afiche, cartel de citación de la memoria borrosa, fragmentada.

 

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Una teoría bastante usada, la del control de TV, la del zapping, pervierte el carácter pionero de esta manera de armar y desarmar el mundo narrativo.

Todo espacio busca un narrador. El que selecciona Fernández Mallo se multiplica: del no-lugar señalado por Jorge Carrión a ciudades que se insertan en esta lectura aleatoria, espejeante, especie de holograma que se deshace en el sueño, se estira en el olvido.

Una imagen: quien lee está debajo del árbol de los zapatos. Siente que alguien pasa en un vehículo. En movimiento cuenta, relata, inventa, escribe y borra. Novela catalejo, pero también periscopio: los zapatos reelaboran la altura, la miden. Cuenta desde abajo para descubrir el arriba. Pero a la vez novela sherezade: sigue contándose después de cerrado el libro, aunque los personajes naufraguen.

La exageración de quien esto escribe no tiene asidero en ninguna revelación. Fernández Mallo, intuyo, busca la desintegración: narra para crear teorías, aunque poco renovadoras, vivas. Hace ciencia desde la práctica ficcional. Su novela se debate entre la fascinación y el énfasis.

Un salto, una cita (12-pág. 36), confirma el juego:

Realidad aumentada: Mediante la adecuada combinación del mundo físico y virtual, se podrá aportar la información perdida, como sucede cuando se recrea la visión de un aeropuerto que tendría un piloto si no hubiera niebla.

En el desierto la sed no existe: el espejismo la refleja en la agonía. La Tierra es un pequeño globo en la cueva ocular del que narra. Nocilla dream se sueña, se borra, se repite cuando suena el despertador en las ciudades canalizadas de Italo Calvino. El olor a alcohol, los pasos inaudibles en el hospital donde reposa el Che Guevara. Toda una vitrina de imágenes, iconos y referencias que rompen con el límite de esa “realidad aumentada”, desquiciada.

 

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Al final del camino, de la larga serpiente de asfalto, alguien que podría llamarse John “entró en el primer bar de carretera que encontró, cerca ya de Carson City (...) habían tenido su primer hijo y querían tirarle sus primeras botas también a la copa del álamo. A medida que se acercan ven multitud de pares colgando. Se quedan sin habla”.

El sueño, el vértigo, abandono del lugar contrapuesto al espacio: el no-lugar advierte que el universo habita en un árbol, en un símbolo roto como un espejo donde hubo un río y un tipo llamado Heráclito, incapaz de “pensar el mundo sin pensar la luz”.