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“La constancia del agua”, de Jorge de ArcoLa constancia del agua

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Objeto magnético, dice Octavio Paz: el poema no se arredra ante la materia que lo forma. Si bien la escritura es una ceremonia de polvo y aire, como ha afirmado María Fernanda Palacios de la poesía del autor mexicano, en la de Jorge de Arco (La constancia del agua, La Garúa Libros, Barcelona, España, 2007) se incorpora el agua, la constancia de su curso, su corriente eterna, la que habita el interior de quien la imagina y la convierte en texto artístico, cantabile.

¿Cuántos sonidos no han permanecido en la noche de los sueños, en el día del paisaje encontrado, mientras el agua corre libre entre las piedras, el musgo y la insolencia de las orillas? El poeta, el que teoriza sobre su vitalidad, aguza el oído y hace versos del agua.

Aquello que escribió Palacios en Sabor y saber de la lengua (Monte Ávila Editores, Caracas, 1987): “La escritura como quemazón del instante: un saber hecho pedazos que es otro saber: los entredichos del saber”. Como lector, imagino el agua deslizarse, caer desde las manos, desde la columna imantada de la montaña. Pero también la sequía, el desierto, la quemazón. Es sólo un instante, un pasar por la superficie lisa de la piedra, por la irremediable presencia de la orilla, la borrada por la inundación y el incendio. Sabor y saber del agua, de su lengua constante.

Jorge de Arco moldea, con el agua de sus palabras, el poema. Canta para darle paso a la memoria, la única que se sabe invocada: el agua sólo atiende al lugar que la contiene. La libertad es su prisión. De allí la verdad de su presencia, de los sonidos quietos, mudos, silenciosos. Sólo el poeta presiente su tiempo.

Esa “verdad” está en la obra del agua, en la marca que deja a su paso. La constancia del agua está en la “ardiente certidumbre”. Un instante la cubre de creencia, como afirma la intención del poema: “pronta misericordia que jamás ha ignorado / la exangüe mansedumbre que mana de su fe”. Un algo de adentro, del alma, del destino que habrá de dejarla correr o almacenarla. El agua siempre será constante, una constante: la sed así la determina, la insolación así la imagina.

 

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En el poema entra un río, aquel río, el del poema. En la corriente que se imagina y que inunda constantemente, hay voces, existe el eco de la ausencia. De allí que, “custodio del instante / en los sangrientos bosques una vez / fuera el señorío / de yertos unicornios / sediento de las nubes...”. De allí que, en la cadena de imágenes que agrega el poeta, no sobre el río, no sobre el agua. Más: es el poema el agua, la ruta que abre para expresarse, ese saber que destroza, que se encuentra en tiempos distantes.

La lectura de este texto acerca a Heráclito. Aproxima a la suma de instantes que no se borran con el tiempo, con el correr del agua, con la constancia de su materia. Imágenes, sonidos, eco “que ocultaron octubres deshojados / noviembres de sigilos y oraciones / incrédulos diciembres de reliquias / herido por el dios / que sanara los cielos que llovían / margaritas y salmos / repentinas doncellas extraviadas / benditos panes, peces casi vírgenes / doliente entre la carne ya pretérita...”. Agua que corre con las palabras, entre la tupida revelación de su cambiante tiempo.

 

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La quietud, los movimientos del cielo, el que arropa “aquel río inocente”. La memoria, el cuerpo solo y el universo se trasladan a otros días, a tiempos extraviados, al lugar donde habita “alguien” poseedor de un afecto inalcanzable, cenital.

Abandonarse al agua, a su corriente / ceder a su mudanza cristalina / a su piel de corceles y guadañas / hacerse cómplice / de su virtud y su condena / Perplejo, la divisa / el hombre, / la sabe inabarcable, opalescente / anuente en su delgada transparencia / en la contienda, cruel / distal y sanadora / necesaria enemiga / amante celestial...

Quien se llega a las aguas auspicia el bautismo, el lavatorio del enigma de la eternidad. El poema se siente medida de la creencia, de la fe.

 

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Pasada el agua, su persistencia, el poeta regresa, se turna para atender a la pérdida, la que aparece en la lenta corriente de un arroyo, destinado a hacerse estación temporal, climática. El agua envenenada, en el eco de quien habla, discurre con la energía del resplandor: “una luz cegadora, despiadada / manando como un raudo / remolino / desde detrás del miedo”.

La temperatura del texto hiela el enigma, la “propia mentira”.

El desolación se presiente en la fiebre verbal: el granizo, la luz que sube por el tronco áspero del árbol: ¿se expresa en un paisaje para diluirse en un sueño? Nada, el poema es sólo un recuerdo, un sueño en suspenso.

 

5

La acometida de esta poética atiende a un yo estelar, pese a la pérdida del centro de la luz, del fuego de un tiempo que pasa, lúcido, lento. El poema se aturde, se desliza hasta el epígrafe de Quessep: “No se detiene el agua que te busca / que te nombra los sueños y las manos”.

Llamas, brasas, la leyenda de un amor a mordiscos, de vampiros en la hojarasca, que se hacen pecados, hasta la despedida de quien se marcha “sin decir tu soledad”, la ausencia y unos pájaros invadidos de nostalgia. ¿En qué espasmo del libro no hay un temblor que defina el cuerpo solo, abandonado, más allá de la primera constancia del agua y la aparición de la ciudad, de Madrid como referencia, entre otros poemas que insisten en la fe, en vigilias, en una sed constante bajo el cielo —siempre presente—, pese a que Todo lo celestial es pasajero, como el agua, como la lluvia, como la vida, como la muerte?

 

6

La última estación de esta lectura conduce a una poética, al extremo verbal de un libro que ahoga y consume:

Agua es el hombre,
                                  alma
que crece y que se extingue
como una lumbre rútila,
pero que fluye y duele
y en lo hondo parpadea
secreta y diluviante.
Único, le dividen;
roto en dos, permanece.
Pero su tiempo es sólo
esa ráfaga de aire que arrastra su pavesa
que sumerge su gota
en el inmenso océano
de no ser,
habiendo sido fuego, lluvia, hombre
almado, amado, sombra
fugacísima
en un río, una hoguera, un relámpago ciego.

Poética de la metamorfosis: La constancia del agua nos lava y nos borra la ceniza de la muerte. Y así, para retomar el comienzo: “...el agua que escapa y permanece / es, además de tiempo y agonía...”. Tiempo y verbo, huidizos, constantes.