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Equilibrista. Ilustración: Nick HendersonDel equilibrio, el odio y la incertidumbre

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Por años, tantos que he llegado a una edad casi sagrada, he tratado de no perder el equilibrio, toda vez que le temo a las alturas. El vértigo de estos días consume por completo la salud de los que están afuera y de los que me habitan, esos que muertos continúan respirando el tiempo y la desmemoria.

Confieso que he llegado a un lugar donde mi inutilidad es más que famosa. Inepto para ejecutar ciertas empresas, prefiero acaecer a la orilla de los hechos, como un simple curioso, sin dejar de pensar y morigerar algunas acciones.

Se me reclama que debo incendiar el cielo, que no debo descifrar el mensaje de quien me lanza palabras en otro idioma. Reconozco que no tengo madera de héroe, prefiero el silencio, la muerte lenta a configurar el rostro de una estatua.

Como mi corazón es una bomba que se declara casi inservible, prefiero los afectos, en procura de que el infarto no sea masivo. La vida es tan cambiante que la muerte no tiene necesidad de hacer preguntas. Prefiero el equilibrio, cuestión harto difícil pese a los reclamos y demás fantasmas de utilería. No se trata de contemplar el paisaje y luego plasmarlo ante los ojos de quienes abundan en inteligencia, acciones y desplantes. Por eso los retratos en el pasillo de mi pequeño espacio de sueños.

A veces aparece la soberbia. Trato de apartarla de un manotón. Mosca de la incertidumbre, intenta desviarme de lo que busco como país, el que llevo a todas partes sin necesidad de anunciarlo.

 

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Un día, que fueron muchos, abandoné la casa y me dejé tullir por lo que tenía ante los ojos. Asomo esta biografía porque no sé hacer otra cosa que decir desde lo que he sido y soy: un personaje de poca taquilla, un personaje que se llena con lo que hacen los otros. Maquillado con la estirpe de los fantasmas que he logrado disipar, no me angustia el silencio, todo lo contrario, comparto con él lo que no me da, pero sí lo que me aporta como despropósito a la mirada de los demás. Ese día —que fueron muchos— perdí la brújula, la inocencia, la locura fue un sendero seguro, hasta dar con mis huesos en la Puerta de Alcalá, en una pequeña celda de Carabanchel, donde estuvieron los asesinados, los martirizados del fascismo español, los comidos de los gusanos de los camisas grises, herencia de la Italia de Mussolini, los que cantaban “Cara al sol” y se orinaban en la cara de Goya. Ese país lo llevo bajo las costillas, resonando como un tambor. Pero antes, mientras la democracia se aturdía en aquella década que comenzaba, fueron ratos de miseria en los ojos y en la boca. El crimen casi me alcanza en la herida redonda de un policía. El odio formaba parte de aquella dilatada adolescencia: nadie podía escapar de ese país que aún se siente en el protagonismo del poder. ¿Cuántos sueños quedaron en la costa africana mientras me veía en los ojos de un niño marroquí, siendo yo casi niño, y la muerte se anunciaba en la sífilis de una hermosa prostituta caída en la arena del Mediterráneo?

Entonces tenía un país invisible.

 

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Ahora, cuando ya se han agotado tantas cosas, aparece un país angustioso, derivado de muchísimas desviaciones de otros días dejados atrás. Se habla de una herencia, de los desaguisados cometidos por un poder donde las ganancias iban a un solo lado. Como hoy, como siempre.

Cosa cierta. Un país que se debate entre el ruido y la búsqueda de la utopía que Thomas Moro no supo ubicar. Porque las utopías, por eso son utopías, son irrealizables. A quién no le gustaría regresar al paraíso de Adán y Eva, pero con papel higiénico y música compacta. A quién no le gustaría retornar a aquella infancia donde éramos el centro del universo.

El hombre es la medida de su hombría, de la justicia que aprendió en la casa. El hombre es la medida de su inteligencia, la que encontró en cada asombro. Allí radica el equilibrio. La tolerancia —qué esfuerzo para lograrla, toda vez que es un sacrificio— podría ser el equilibrio. Tolerar es aguantar, soportar. Debería cambiar el maquillaje.

Quien no lo logre tendrá que batirse con los fantasmas del pasado y con los monstruos que la historia re-crea para su beneplácito.

Y todo porque la poesía tocó a la puerta y se le dio entrada. Las monsergas, el enredo de los discursos traen más confusión. Esta Babel nos es propia desde que somos nación. Pero se impone, desde el espíritu, no desde la calle, un lugar para reflexionar, pensar lo que somos y lo que no somos. Pensar en lo que nos han convertido. Porque aún no hemos logrado disipar la soberbia y la prepotencia. Si no hemos asimilado los dictados del tiempo, mucho menos podremos aprender del equilibrio. Allá abajo, donde los espectadores esperan la caída, hay alguien que corre por una malla de circo.

No es fácil el país que soñamos. Pero casi imposible el que tratamos de arrancarnos con cuchillos, el que se abate en el barro de nuestro odio, de los amores que reclaman la hora y se pierde en su propio ahogo.

Así, ni el equilibrio ni los sueños. Sólo pesadillas.